El día de navidad, pasé por una juguetería, compré CLUE, el clásico juego de misterio, y fui a cenar en casa de mi abuela. Desde hace unos años, en mi familia la navidad se trata de los niños, dos sobrinas, un sobrino, y de la abuela. Quiero decir que los adultos nos hacemos regalos más bien simbólicos, pero a los niños se les regala lo que piden y la celebración se hace alrededor de la mayor de nuestra tribu, que duerme temprano, así que, en vez de esperar a la medianoche para comer, servimos la mesa máximo a las siete, y nos gozamos hasta que el cuerpo de la abuela aguante.
CLUE era mi juego de mesa favorito. Ahora se me ocurre que las preguntas que se hacen en el tablero son la base del periodismo: ¿quién?, ¿dónde?, ¿con qué arma? Capaz lo recuerdo claramente por eso, porque diez o quince años después de jugarlo por primera vez yo estaba en la misma posición, tomando notas en una libreta, tratando no de resolver un crimen pero sí de saber qué es lo que había pasado.
Me lo regalaron en una navidad y, como si fuera un muñeco, lo cargaba de la casa de mis viejos a la casa de mis abuelos o de mis amigos, y obligaba a la gente a jugar conmigo.
El invierno, en la costa ecuatoriana, es caliente, mucho muy. No se parece, en nada, a las fotos familiares que se comparten en redes: padres e hijos vestidos de rojo y blanco, rodeados de nieve, sentados al medio de un paisaje suizo. En invierno, más que nunca, hay que andar ligero de ropa o desnudo, y correr al agua. Nosotros corríamos a la piscina de un vecino, y nos quedábamos ahí todo el día.

Cuando me regalaron CLUE, lo llevé a esa casa, que estaba frente a la mía, pero nadie quiso jugar, preferían seguir mojados y quién podría culparlos. Recuerdo que me saqué la camiseta y mis amigos, mayores y menores a mí, dijeron: abran cancha que se viene la bola.
Seguro había pasado antes y no me queda claro por qué esa vez me afectó especialmente, pero volví a ponerme la camiseta, caminé hacia donde estaba mi juego, lo recogí y dije me voy a mi casa. En el camino, a cuatro o cinco pasos, tropecé y caí al suelo.
Cayó también el juego, la caja se abrió y varias de las piezas fueron a dar a la piscina. CLUE incluye 6 piezas que parecen juguetes, justamente las armas con que pudo haberse cometido el crimen: un revolver, una soga, una llave inglesa, una daga, un candelabro y una tubería. Mis amigos se sumergieron en el agua, bucearon para buscar las piezas, pero no las encontraron. No volví a jugar.
Este año, mi sobrina mayor me regaló una tarjeta navideña que incluye una foto a todo color en la que aparece la familia entera. Yo estoy al costado derecho, sentado, la pierna derecha doblada, apoyada en la rodilla izquierda; las manos cruzadas sobre la barriga. Estoy gordísimo, tanto que ni yo me reconozco.
Vi la foto y cerré la tarjeta enseguida, espantado, asustado, ¿eso era lo que veían los demás?, con razón me miraban como me miraban. No tengo cuello, ni rostro. Mi cara es una masa informe, un panettone en el que se distinguen, con esfuerzo y con lupa, la boca, los lentes y detrás de ellos dos líneas horizontales aplastadas entre los cachetes y la frente, que deben ser mis ojos.
Esa noche no volví a mirar la foto y pensé que era mejor no volver a verla jamás, pero ahora la tengo al lado de la computadora y me dan ganas de darme un abrazo, aunque no sé si me alcancen los brazos como para rodearme. Ese, eso, soy yo. O sea, esa cosa también soy yo. Un hombre más relleno que lleno, un descocido ilimitado que se comió el mundo, repitió, pidió postre y luego se llevó las sobras para comerlas en la cama, viendo televisión, antes de dormir.
El mismo que en este momento escribe como Hemingway, sin camiseta, frente a un espejo que le devuelve un cuerpo todavía inflado, tetón y panzón, que sólo puede describirse con palabras de mi sobrina: comer brócoli es peor que ver a mi tío sin camiseta.
Después de la cena, abrimos el CLUE y jugamos una partida que, entre recordar las reglas y ponerlas en práctica, nos llevó más de una hora. Lo mejor de los juegos de mesa es que nos permiten tiempo juntos. Eso me dicen mis hermanos y mis compadres con respecto a sus hijos: no les regales cosas, pasa tiempo con ellos.
Levantamos la mesa pasada la media noche, cuando se resolvió el crimen: fue Moradillo, el más nerd de los personajes; el asesinato ocurrió en el garaje, entre un descapotable rojo, una moto tipo ninja y una moto de agua color verde; el arma homicida escogida por el criminal fue la llave inglesa. Mis sobrinas y mi sobrino buscaban rastros de sangre en el tablero. La abuela seguía en pleno uso de sus facultades.
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