Edición 453 – febrero 2020.
Europa está rodeada de adversarios y sufriendo graves fisuras internas.
Cuando empezaron a llegar los resultados, al anochecer, la expectativa fue convirtiéndose en sorpresa, primero, y en decepción, después: ¿cómo un pueblo avanzado e ilustrado, como el británico, pudo votar a favor de algo tan lleno de incertidumbres y riesgos, el “brexit”, que no sólo es un salto al vacío, sino también el quiebre con la Unión Europea, un bloque democrático en lo político, poderoso en lo económico y armonioso en lo social, que es fundamental para la estabilidad geopolítica del mundo? ¿Cómo pudo cometer un error tan grande?
Era junio de 2016 y, en efecto, mediante un referéndum convocado al apuro y sin prolijidad por el primer ministro David Cameron, la Gran Bretaña decidió romper con Europa, al tenor de las proclamas destempladas y radicales de los nacionalistas más vetustos, aquellos que sostienen que “si Dios hubiera querido que fuéramos parte de Europa no habría construido el canal (de la Mancha)”. En fin. Para colmo, el alejamiento británico había sido resuelto en un momento en el que para la Unión Europea todos los vientos soplaban a favor.
Sí, para entonces el impacto de la crisis económica global de 2008 había sido superado, la avalancha inmigratoria ilegal (un millón de llegadas tan sólo en 2015) se había reducido a menos de la quinta parte, la economía había crecido 2,7 por ciento, el desempleo bajaba y la gran mayoría de los gobiernos y los gobernantes del continente eran europeístas convencidos y decididos. Europa podía emprender sus reformas para tonificarse y adaptarse a los nuevos tiempos en un ambiente de sosiego y bienestar, sin las angustias y los apremios de una crisis. Pero fue entonces cuando llegó el “brexit”. Y para los europeos las noticias adversas recién estaban comenzando.
Al “brexit” siguieron, en catarata, muchos otros males: el deterioro del liderazgo de sus dos gobernantes más influyentes (Angela Merkel y Emmanuel Macron), la labor corrosiva de las alianzas occidentales en que está empeñado el presidente estadounidense Donald Trump, la consolidación de gobiernos euroescépticos en Hungría y Polonia, el avance de partidos ultranacionalistas en al menos nueve países de la región, su cada día mayor rezago tecnológico frente a los Estados Unidos y China, su brecha creciente de intereses económicos entre los países del norte y los del sur, las amenazas constantes de Turquía de permitir una nueva avalancha de inmigrantes ilegales y, por supuesto, la acechanza permanente de Rusia, siempre dispuesta a demoler los valores de la democracia liberal. Al empezar 2020 el diagnóstico es desalentador: Europa es una fortaleza asediada, rodeada de adversarios agresivos que ya acampan al pie de sus murallas.
Duras discrepancias
Fue la compenetración profunda de visiones e intereses —tan profunda que hasta podría llamarse amistad— entre Alemania y Francia, nacida al final de la Segunda Guerra Mundial, lo que permitió la integración de Europa en un bloque que no cesó de crecer hasta abarcar veintiocho países y unos quinientos diez millones de habitantes, cuyas convicciones políticas en la inmensa mayoría de las personas son moderadas y constructivas y cuyo poder adquisitivo es muy alto. Esa compenetración fue determinante para la integración, tanto como su agria rivalidad histórica previa había llevado a Europa a tantas guerras y desconfianzas.
En 2019, sin embargo, Alemania y Francia dejaron de tener caminos paralelos hacia el futuro de Europa, porque mientras el presidente Macron planteaba apurar la integración y asumir desafíos mayores, la canciller Merkel pedía paciencia y cautela. Esa discrepancia, que no era del todo nueva pero que se profundizó el año anterior, ocurrió al mismo tiempo que los dos líderes sufrían menoscabos significativos en sus respectivas posiciones de poder: Macron por su disputa larga y desgastante con los ‘chalecos amarillos’ y por su intento fallido de reformar la seguridad social francesa, y Merkel por su ya muy próximo retiro de la jefatura del gobierno alemán. Y ni en Francia ni en Alemania ni en cualquier otro país europeo está despuntando un líder capaz de tomar las riendas de Europa y de ser un contrapeso robusto para el estadounidense Donald Trump, el chino Xi Jinping y, en especial, el ruso Vladímir Putin.
A pesar de su debilidad política interna, Macron sigue resuelto a llenar un vacío de liderazgo continental que ya es demasiado notorio. “Europa desaparecerá —dijo en una conferencia en la Universidad de la Sorbona— si no logra pensarse a sí misma como potencia global”, para lo cual su objetivo primordial es “recuperar la soberanía militar”, una necesidad de urgencia evidente ante el afán expansionista ruso y, también, ante la inexplicable actitud estadounidense de alejarse de sus compromisos internacionales para concentrarse en el ‘Bastión América’, una política aislacionista que a largo plazo será muy contraproducente para sus intereses nacionales. Pero a Trump no hay quien le haga cambiar de opinión.
El fortalecimiento militar de Europa, difuminando su dependencia actual de los Estados Unidos, es un tema —pero no el único— de discrepancia entre Francia y Alemania. Para Macron, la alianza atlántica, la OTAN, padece de “muerte cerebral”, un diagnóstico que a Merkel le parece “drástico”. El gobierno francés también objeta que se le hubiera hecho pagar a la clase media el costo de la crisis mundial de 2008, pues en su criterio el concepto de “comunidad” (que conlleva el de solidaridad) fue puesto por detrás del de “mercado”, una opinión que implica una crítica muy poco disimulada a Alemania, que fue insistente en su exigencia de que los países que no pusieron en orden sus cuentas públicas (que fueron, entre otros, los casos de Portugal y Grecia) pagaran el alto precio de su mal manejo fiscal. Lo que en efecto ocurrió.
Los nuevos rivales
Esas discrepancias parecen ser, en buena medida, una de las consecuencias del ambiente de inquietud y nervios causado por la inminencia de la separación del Reino Unido, que ya tiene fecha, aunque no acuerdo explícito, para su ruptura con la Unión Europea. Lo que está claro es que, con acuerdo o sin acuerdo, el “brexit” se concretará antes de que termine 2020, pues el primer ministro Boris Johnson —un populista sagaz y carismático, émulo de Trump y tan rudo de opiniones como él— quiere reformar sin demora los sistemas fiscales, laborales y sociales de su país para volverlos más competitivos. Y para eso necesita romper las normas europeas.
Ya es notorio, aun antes de que se haya concretado el “brexit”, que el Reino Unido ya no es, para la Unión Europea, un socio sino un rival, dispuesto a competir con dureza y rudeza con los países que fueron sus compañeros de ruta desde 1973. En ese propósito, Johnson ha sido alentado día tras día —aun antes de que fuera primer ministro— por Donald Trump, quien repudia muchos de los principios básicos de la Unión Europea, como la preeminencia del multilateralismo y la lucha contra el cambio climático.
Debilitar la posición internacional de Europa no parece ser una actitud prudente por parte de los Estados Unidos, que siempre tuvo, en especial desde la Segunda Guerra Mundial, unas alianzas muy sólidas y confiables con las democracias europeas. Hoy, cuando China está desafiando con creciente astucia la primacía occidental, por medio de una política sistemática de colonización económica de decenas de países del Tercer Mundo, sobre todo de África y América Latina, lo sensato sería extender y fortalecer las alianzas, en vez de debilitarlas como está haciendo Trump, erigido en un nuevo adversario para la ‘Fortaleza Europa’. Pero, desde luego, el mayor adversario para la Unión Europea ya es Rusia (Recuadro).
La idea de compensar la salida del Reino Unido con el ingreso de nuevos socios, en concreto de Albania y Macedonia del Norte, parecería haber zozobrado ya por la oposición férrea de Francia, que quiere evitar adhesiones apresuradas y, más bien, plantea trabajar en la cohesión de la Unión Europea actual. Alemania sostenía que la ampliación de la Europa comunitaria hasta los Balcanes prevenía el peligro de penetración de Rusia y China en esa región estratégica y muy vulnerable. Turquía, a su vez, que también aspiraba (y tal vez sigue aspirando) a ingresar en la Unión Europea, está aplicando una política dura de presión y advertencia, amenazando a Europa con abrir sus fronteras y permitir el paso de los cuatro millones de musulmanes, refugiados de la guerra civil siria y del efímero califato del Estado Islámico, que permanecen en campamentos precarios en territorio turco. En definitiva, sus adversarios ya tienen rodeada a Europa y se aprestan a sitiarla hasta rendirla, como en las guerras más crueles de la Edad Media.
Pero, sin duda, Europa y su civilización, de donde nacieron los valores y los principios que permitieron alcanzar niveles de progreso y prosperidad como jamás había conocido la especie humana, no pueden doblegarse y capitular con mansedumbre y espanto. Además de ser una fuerza de equilibrio entre Occidente y Oriente, Europa todavía tiene roles cruciales que desempeñar. Como llevar el estandarte en la campaña mundial contra el cambio climático. O como defender la utilidad del multilateralismo en un planeta cada día más interdependiente y globalizado, en el que la integración de capacidades y mercados ya es indetenible. Pero las batallas que le esperan a Europa serán difíciles, prolongadas e inciertas, porque sus adversarios ya están acampando al pie de sus murallas…
“Moscú está en silencio…”
La leyenda —que, según parece, tiene mucho de historia— cuenta que, a finales de 1989, unos días después de la caída del Muro de Berlín, grupos enormes de manifestantes resueltos e indignados asediaron en Dresde, a 170 kilómetros de la capital, el edificio de la Stasi, la temida policía secreta de Alemania Oriental, amenazando con tomarlo por la fuerza. Adentro, el desconcierto y el temor reinaron entre un grupo de oficiales de la KGB, la temida policía secreta soviética, encargados de custodiar el archivo inmenso y siniestro de las operaciones encubiertas (asesinatos, desapariciones, torturas, sabotajes, chantajes…) efectuadas desde 1945, cuando el Ejército Rojo de Stalin tomó la ciudad.
El oficial a cargo, un espía convencido y sagaz de 37 años que había sido un combatiente activo de la Guerra Fría, ordenó quemar todos los documentos. “Quemamos tantos papeles que estalló la estufa”. Y es que el socialismo había colapsado, Alemania Oriental había caído y todo el imperio soviético se desmoronada sin remedio bajo la presión indetenible de millones de personas lanzadas a las calles —desde Estonia hasta Albania y desde Eslovenia hasta Ucrania— exigiendo democracia y libertad.
Después de quemar todo el archivo, el oficial llamó por teléfono a la base del Ejército Rojo, ubicado muy cerca, en las afueras de la ciudad, para pedir protección porque el asalto al edificio de la Stasi parecía inminente. La multitud estaba enardecida después de 44 años en los que el Ministerio para la Seguridad del Estado había causado tantas penurias y padecimientos, a tanta gente, en su afán obsesivo, propio de los regímenes socialistas, por impedir cualquier disidencia y sofocar toda queja.
La respuesta que recibió el joven oficial de parte del militar encargado de la base del Ejército Rojo lo marcó para toda la vida: “No podemos hacer nada sin las órdenes de Moscú… Y Moscú está en silencio”.
Aquel “Moscú está en silencio” fue devastador. “Me dio la sensación —contó el joven espía muchos años después— de que mi país ya no existía”. Nada menos. “Yo tenía claro —añadió— que la Unión Soviética estaba enferma, con una enfermedad mortal e incurable llamada parálisis. Pero era parálisis de poder”.
El edificio de la Stasi no fue asaltado. Más aún, a medida que los jefes de la vieja Alemania Oriental se desbandaban y asumían las autoridades de Alemania Occidental y los militares y funcionarios soviéticos regresaban a Moscú, la tranquilidad volvió a Berlín y, claro, a Dresde. El espía de la KGB siguió su carrera en la burocracia de la nueva Rusia democrática y ascendió con rapidez: en 1999 ya era ministro y, sobre todo, era el hombre de confianza de Boris Yeltsin, el primer presidente ruso elegido en las urnas.
El 31 de diciembre de 1999, cuando el mundo entero entraba lleno de incógnitas y supersticiones al cabalístico año 2000, Yeltsin renunció abrumado por el peso de un poder que le destrozaba los nervios y que le hacía buscar refugio en las brumas del alcohol, y le encargó la presidencia al espía que diez años antes quemaba documentos comprometedores en un edificio asediado de Dresde.

Vladímir Putin es, desde entonces, el líder sin rivales de Rusia, dispuesto a que nunca más nadie diga que “Moscú está en silencio” y, más aún, a devolverle a su país la condición de imperio y de potencia mundial que tuvo hasta la caída del Muro de Berlín, en noviembre de 1989. Por supuesto, el socialismo ya quedó atrás y es un recuerdo obscuro del pasado, pero muchos de sus métodos para expandirse por el mundo, conseguir países satélites, reclutar agentes de desinformación y propaganda y adquirir importancia estratégica y geopolítica siguen vigentes y en plena ejecución.
Rusia es hoy la potencia predominante en el Oriente Medio, donde fue decisiva para el resultado de la guerra civil siria y para el nuevo alineamiento de fuerzas. Tiene una alianza cada día más significativa con Irán, les vende armas a Turquía y Arabia Saudita y ni siquiera le falta un diálogo fluido con el Israel de Benjamín Netanyahu. A través del puerto sirio de Latakia cumplió un sueño de varios siglos: tener un acceso al mar Mediterráneo. Y, al mismo ritmo que los Estados Unidos de Donald Trump genera roces y desconfianzas con sus viejos aliados, Rusia gana influencia y presencia en Europa.
Claro que en la expansión rusa influyó de manera notoria el error imperdonable cometido por el Occidente cuando cayó el imperio soviético: en vez de admirar a Rusia como el pueblo sabio y valeroso que se libró del socialismo y lo derrotó sin disparar ni un solo tiro, lo encasilló como un país propenso desde siempre al autoritarismo y la opresión, heredero de la distante autocracia zarista y de los terribles comisarios políticos leninistas y estalinistas. Y en vez de ayudarle (como, por ejemplo, con un Plan Marshall como el que redimió a Europa Occidental después de la desolación de la Segunda Guerra Mundial), el Occidente, con los Estados Unidos a la cabeza, aisló a Rusia y la dejó librada a sus infortunios. Hasta que llegó Vladímir Putin para intentar devolverle su antiguo esplendor con métodos que a nadie pueden gustarle, pero que funcionan. Moscú ya no está en silencio.