La extraña estrategia del ‘conflicto congelado’

Rusia ya no busca reconquistar Ucrania por la fuerza.

Ahora quiere hacerlo mediante el caos permanente.

Por Jorge Ortiz

 

                La primera semana de octubre de 2014, cuando se reanudó la disputa a cañonazo limpio por el aeropuerto de Donetsk al cabo de un mes de vigencia de una tregua que se había tambaleado pero que no se había caído, ya en el este de Ucrania casi no quedaban periodistas para informarle al mundo: se habían ido hacia Hong Kong, donde, de un día para otro, decenas de miles de personas se tomaron las calles para exigir al gobierno chino que cumpliera su compromiso —adquirido en 1984— de respetar la democracia en la isla y no imponerle su propio régimen socialista. La gran noticia internacional se había trasladado a Hong Kong. En Ucrania ya no pasaba nada.

¿No pasaba nada, en efecto? ¿Ucrania se resignó ya a haber perdido la soberanía de los algo más de cien mil kilómetros cuadrados de su territorio, incluida la península de Crimea, que están en poder de Rusia y sus aliados? ¿Y Rusia renunció ya a su propósito de expandirse hacia el oeste, hacia el centro de Europa, empezando por reconquistar Ucrania? Es que todo lo ocurrido en esa parte del mundo a lo largo de 2014, incluso los casi cuatro mil muertos en combates, resultaría incomprensible si una simple tregua hubiera bastado para terminar un conflicto tan enconado y perturbador, en que Ucrania y Rusia se juegan tanto. ¿No será, más bien, que los combatientes cambiaron sus estrategias?

Está claro, ante todo, que el gobierno ucraniano, presidido por Petró Poroshenko, decidió encomendarse a las potencias democráticas de Occidente, pues su ejército, aunque es el segundo más grande de Europa, no podría resistir por sí solo un avance masivo y resuelto del inmenso ejército ruso. Pero bajo el paraguas nuclear de la alianza occidental se siente a salvo de cualquier tormenta. En lo económico, mientras tanto, depositó su fe en que su integración progresiva en la Unión Europea le garantizará un avance sostenido hacia la prosperidad del capitalismo occidental. Esa parece ser, a grandes rasgos, la estrategia de Ucrania: simple y probablemente efectiva. Pero el caso de Rusia es bastante más complejo.

Bastante más complejo, sí, porque sus aspiraciones no son tan sólo sobrevivir y mantenerse independiente, como Ucrania, sino que aspira a crear en su torno una gran esfera de influencia, la Unión Euroasiática, que iría de Bielorrusia a Kazajistán y que se proyectaría como un contrapeso a la Unión Europea. Nada menos. Se trata de un proyecto muy ambicioso, que es político y económico (y, por extensión, militar), cuya ejecución necesita una estrategia cerebral y, a la vez, audaz. Como le gusta al presidente Vladímir Putin.

Un año de vértigo

                A Rusia no le quedan dudas de que la Unión Euroasiática requiere, sin alternativa, de la presencia ucraniana: con sus 550.000 kilómetros cuadrados (ya cercenada Crimea, desde marzo de 2014) y sus 42,5 millones de habitantes, Ucrania tiene una importancia política y económica incomparable en toda la zona de influencia rusa: sumadas, las poblaciones de Bielorrusia, Kazajistán, Azerbaiyán, Georgia, Armenia y Moldavia, los socios potenciales de su Unión, apenas equivalen a la población ucraniana. Y está también el asunto estratégico, de ubicación geográfica, porque las dos veces en que fue invadida Rusia las tropas enemigas entraron básicamente por Ucrania: en 1812 fue Napoleón y en 1943 fue Hitler.

Por la importancia de Ucrania —y también, sin duda, por su propia interpretación del ‘honor nacional’—, Putin se ha empeñado tanto y con tanta tenacidad en retomar el control de un país al que considera parte fundamental del patrimonio histórico ruso. Y en el año 2013 estuvo a punto de lograrlo. Ocurrió en noviembre, cuando el por entonces presidente ucraniano, Víctor Yanukóvich, les hizo un desplante a los gobernantes de los 28 países de la Unión Europea, reunidos en Vilna, la capital de Lituania, al negarse a firmar el acuerdo de asociación que habían negociado con tanta paciencia y, peor aún, al anunciar que empezaría de inmediato un proceso de integración al bloque ruso. A punta de astucia y chequera, Putin se estaba saliendo con la suya.

Pero, furiosos, los ucranianos se lanzaron a las calles: ellos querían la prosperidad económica y la democracia política que podría aportarles su integración a Europa Occidental, en lugar de permanecer en la órbita geopolítica rusa, como en los años atroces de la Unión Soviética. Al cabo de diez semanas de protestas y tumultos, con epicentro en la trajinada plaza del Maidán, en Kiev, Yanukóvich huyó a finales de febrero, entre refunfuños y blasfemias. Fue entonces, sin embargo, cuando empezó lo peor.

Rusia infiltró tropas en el este ucraniano, organizó, entrenó y armó milicias y, en el transcurso de unas pocas semanas, se apoderó de Crimea, preparó un referéndum y, con su resultado, proclamó la anexión de la península, de unos 27.000 kilómetros cuadrados. Cuando eso sucedió, a finales de marzo, Putin redobló la apuesta e intentó hacer lo mismo con todo el este de Ucrania, cuya población habla ruso y profesa la religión ortodoxa. Las grandes provincias de Donetsk y Lugansk quedaron en poder de sus milicianos, que hubieran repetido el procedimiento aplicado en Crimea si no cometían un error espantoso: derribaron —pues no hay otra explicación sostenible— un avión civil de pasajeros (recuadro), lo que forzó a Rusia a bajar la intensidad de su intervención. El conflicto entró, entonces, en otra fase.

Con Ucrania ya muy vinculada al Occidente (no sólo a la Unión Europea, sino también a la Otan) y con Rusia lastimada por las sanciones económicas occidentales y afectada por los excesos de sus toscos milicianos, las dos partes tuvieron que acordar una tregua, que comenzó el 5 de septiembre y que, para sorpresa de la mayoría, se mantuvo mucho más de lo previsto. Pero, para entonces, Vladímir Putin ya había diseñado y estaba aplicando una nueva estrategia, filosa y sigilosa, con la que espera neutralizar Ucrania y, a mediano plazo, incorporarla a su área de influencia: la estrategia del ‘conflicto congelado’.

La política del caos

Sin Ucrania, la Unión Euroasiática no podrá existir. Pero, con Ucrania, Rusia podría soñar con reconstruir —al menos en gran parte— el imperio del que disfrutó durante las siete décadas de la Unión Soviética. Para eso, el siguiente paso sería hacer en Estonia, Letonia y Lituania lo mismo que hizo en Crimea: apoyarse en las poblaciones rusas locales (que fueron trasplantadas por la fuerza a las tres repúblicas bálticas durante la época de Stalin) para provocar un ambiente de caos que le permita intervenir con sus tropas, forzar un referéndum y, con su resultado, anexarlas una vez más. Incluso ya estaría identificado el lugar en el que podría empezar ese proceso: la ciudad estonia de Narva, ubicada en plena frontera con Rusia y habitada por una mayoría rusa.

Para eso, Rusia tiene que previamente haber sometido a Ucrania y consolidado una amplia zona de influencia y control que le garantice su propia autonomía política y económica. Lograrlo, sin embargo, requiere que Ucrania no prospere ni se democratice, es decir que no se integre al Occidente, lo que solamente sería factible si se mantuviera viva la confrontación armada actual, se prolongaran sin plazo la incertidumbre y el desorden y, así, la recuperación económica ucraniana siguiera dilatándose. Esa política del caos es, precisamente, la estrategia del ‘conflicto congelado’.

Mantener viva la confrontación armada fue, ni más ni menos, lo que hicieron los milicianos rusos la primera semana de octubre, cuando, al cabo de cinco semanas de tregua en el este ucraniano, se lanzaron a la reconquista del aeropuerto de Donetsk. La idea es que la frontera con Rusia permanezca abierta, de manera que las milicias sigan infiltrándose al ritmo de las conveniencias rusas y, en ese ambiente de tensión y confusión, la recuperación económica de Ucrania continúe demorándose. Al congelar el conflicto, Putin no sólo impide la integración ucraniana con Europa Occidental (con la consiguiente expansión de la Unión Europea hasta la frontera rusa), sino que además dificulta el surgimiento en Ucrania de una sociedad próspera y democrática, de corte occidental, que sirva de modelo y tentación para los ciudadanos rusos.

Tal vez forzado por las circunstancias, en concreto por la superioridad militar rusa y su control sobre amplias regiones de su país, el gobierno ucraniano aceptó someterse al conflicto congelado. Fue así que el acuerdo de asociación con la Unión Europea, firmado a mediados de septiembre, excluyó el tema más importante de todos, el de la integración económica, que quedó en suspenso hasta 2016. Al mismo tiempo, confirió a las zonas en poder de los milicianos rusos, por al menos tres años, un “estatus especial”, de autonomía, con el que las unidades armadas de los separatistas dejarán de ser “grupos terroristas”, “bandas armadas” o “células rebeldes”, para convertirse en organizaciones legales.

Más aún, a pesar de las críticas enardecidas de la oposición interna (“es una actitud vergonzosa, asquerosa”, según dijo el diputado Andréi Shevchenko, del partido Patria), el estatuto de autonomía permitirá a los separatistas organizar elecciones, implantar su propio sistema de educación, establecer relaciones económicas con las provincias colindantes rusas y adoptar el ruso como idioma oficial. Y así, con el conflicto congelado, el forcejeo por Ucrania —incluso con esporádicas escaramuzas armadas— proseguirá varios años más.

¿Resulta, entonces, que al final Vladímir Putin se saldrá con la suya y que, después de todo, llegará a controlar Ucrania, incorporarla a su zona de influencia y formar la Unión Euroasiática? No parece muy seguro que así ocurra. Es que la economía rusa, ya frágil como herencia de sus largas y lóbregas décadas de socialismo, se ha debilitado aún más por la persistencia de tendencias intervencionistas del gobierno y por las sanciones aplicadas por Estados Unidos y Europa Occidental. Los indicadores económicos son elocuentes: la cotización de su moneda, el rublo, cae en picada y la fuga de capitales sube cada día (75.000 millones de dólares emigraron en la primera mitad de 2014).

Con su economía lastimada, no parece probable que Rusia pueda mantener a mediano plazo su pulso actual con las vigorosas economías capitalistas del Occidente. Sin embargo, la falta de una estrategia geopolítica de Europa Occidental y, sobre todo, de los Estados Unidos, que todavía no han descubierto cómo enfrentar con eficacia a la nueva Rusia, podría facilitarle el trabajo a Vladímir Putin. Según Henry Kissinger, que todavía es la mente estadounidense más lúcida en los temas de la política internacional, “para el Occidente, la demonización de Putin no es una estrategia, sino una coartada para la falta de una estrategia”.

La primera batalla del conflicto congelado previsiblemente ocurrirá en el sector de la energía: Europa Occidental necesita combustible ruso para su propia generación de electricidad —una necesidad que se vuelve mayor y más apremiante durante los inviernos—, mientras que Rusia requiere de los ingresos provenientes de sus ventas de petróleo y gas, que financian casi la mitad de su presupuesto federal. ¿Logrará la Unión Europea su anhelada y anunciada autosuficiencia energética o seguirá dependiendo de Rusia para mantener funcionando sus industrias, rodando sus vehículos, iluminando sus ciudades y calentando sus hogares? El futuro de Ucrania podría decidirse en esta disyuntiva.

“Objetos que atravesaron el fuselaje…”

El informe fue neutro y prudente: “la nave estalló en el aire debido, probablemente, al impacto de varios objetos externos con alta energía, que atravesaron el fuselaje a gran velocidad”. Nada más. La palabra ‘misil’ no aparece por ninguna parte. La palabra ‘disparo’, tampoco. Sin embargo, ¿alguien podría creer que la caída de un avión Boeing 777 sobre el este de Ucrania, en medio de los combates del ejército con los milicianos rusos, no se debió a un disparo de misil?

Ocurrió el 17 de julio, cuando el vuelo MH17 de Malaysia Airlines pasaba sobre la provincia de Donetsk y, de un momento a otro, se despedazó en el aire y sus restos cayeron diseminados en un área extensa, en que los cadáveres de sus 298 ocupantes quedaron mutilados y carbonizados. Nadie se responsabilizó de lo sucedido. Peor aún, todos se lavaron las manos y repartieron culpas. Alguien, sin embargo, había disparado el misil. Pero, ¿quién?

Está claro, ante todo, que fue un misil tierra-aire de un tipo llamado ‘Buk’: todas las características de la explosión, registradas en el informe oficial de la comisión investigadora internacional, corresponden a las capacidades del ‘Buk’, que es un misil diseñado para que su detonación ocurra inmediatamente antes de llegar al objetivo, en forma tal que unos letales fragmentos de metal se encarguen de destrozar el avión enemigo. Que fue exactamente lo que pasó.

Los milicianos armados por Rusia aseguraron que en su arsenal no consta ese tipo de armas: “era imposible que fuéramos nosotros”. Pero en contra de su inocencia hay dos indicios claros. Primero, unas fotografías satelitales en las que se ven unos misiles, aparentemente del tipo ‘Buk’, cuando eran transportados hacia Donetsk desde la frontera rusa, ubicada a unos cuarenta kilómetros de distancia. Y, segundo, el misil fue disparado desde Shajtarsk, un condado que por entonces —y hasta ahora— estaba en poder de los milicianos.

En realidad, el tema de fondo no es saber quiénes dispararon el misil (lo que, muy probablemente, lo hicieron por error, porque alguien confundió el Boeing 777 civil con un avión militar enemigo), sino destacar la falta de límite y piedad en una disputa entre grupos humanos que por generaciones compartieron un mismo espacio vital. Y es que la Rusia contemporánea nació allá por el siglo IX —o el X— en el ‘Rus’ de Kiev, la actual capital de Ucrania. Desde entonces convivieron sin dramas, hablando ucraniano y profesando el catolicismo romano, los unos, y hablando ruso y profesando el catolicismo ortodoxo, los otros. Ahora son enemigos. O, por lo menos, adversarios. Su rivalidad está ahora en la fase del ‘conflicto congelado’. ¿En qué derivará?

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