La crisis griega evidenció que las grandes decisiones de Europa se toman en Berlín
Por Jorge Ortiz
El 9 de marzo, cuando Grecia recibió de sus socios europeos el segundo préstamo por 130.000 millones de euros, mucha gente sospechó que, más que para salvar a los griegos de la insolvencia (algo que, a estas alturas, parece imposible), esa inmensa cantidad de dinero en verdad estaba destinada a salvar al euro. Y al salvarse el euro se salvaba Alemania, pues la moneda única ha llegado a ser la columna vertebral de la Unión Europea, en la que —a nadie ya le caben dudas— el país que manda y decide es, precisamente, Alemania.
Y es que, según la lúcida descripción hecha por Henry Kissinger hace cuarenta años, Alemania es “demasiado grande para Europa y demasiado pequeña para el mundo”. Eso era antes de la reunificación alemana y del avance de la integración europea. Ahora, en el año 2012, con Europa convertida en un poderoso bloque político y económico, Alemania parece estar en una situación de poder e influencia similar a la que tuvo hace un siglo, en 1912, es decir dos años antes de que el imperio alemán fuera uno de los artífices de la primera guerra mundial. Pero la Alemania actual es muy distinta a la de hace un siglo.
Sí, la Alemania de hoy es la mejor Alemania de su historia. Es libre, democrática, tolerante, civilizada, regida por leyes, dotada de conciencia social y pionera en varios ámbitos ecológicos. La absorción del lado oriental, que había padecido casi medio siglo de socialismo opresor y empobrecedor, la hizo sin convulsiones y en mucho menos tiempo del que podía suponerse. Y después de siglos de rivalidad y guerras con Francia, la otra gran potencia continental, Alemania edificó una amistad sobre la cual surgió la nueva Europa, que es pacífica, abierta y próspera.
Pero la Europa actual está en una crisis económica profunda, con unas tasas de desempleo que en algunos países superan el veinte por ciento de la población en edad de trabajar. Alemania, con el apoyo de Francia (o, más propiamente, la canciller Ángela Merkel, con el apoyo del presidente Nicolás Sarkozy), tuvo que emprender, a comienzos de esta década, unos programas urgentes de ayuda para impedir el colapso de los países cuyos gobiernos peor manejaron sus economías: Portugal, España, Italia y, sobre todo, Grecia.
Gastar todo lo que se tiene e incluso endeudarse para pagar subsidios, bonos, ayudas, unas burocracias inmensas y unos programas sociales excesivos y por lo general ineficientes es, ya se sabe, muy bueno para la popularidad de los gobernantes y muy malo para el futuro de los ciudadanos. Cuando esos cuatro países del sur europeo estuvieron al borde del abismo, recurrieron al apuro a la ayuda de Alemania. Y, con disimulo en unos casos y de frente en otros, Alemania condicionó su ayuda a recortes presupuestarios, prioridad en el gasto, austeridad, disciplina fiscal y hasta (como ocurrió en Grecia e Italia) cambios forzados de gobiernos, para que tecnócratas responsables reemplazaran a políticos demagogos.
Así, el 9 de marzo Grecia recibió su segundo paquete de ayuda para que pudiera pagar a sus acreedores y no tener —al menos por ahora— que declararse insolvente, lo que le hubiera implicado salir del euro y el inmediato desate de la inflación, el desplome de su economía y el mayor empobrecimiento de su gente. Al pagar Grecia sus deudas a los bancos (aunque recibió también una reducción de unos 100.000 millones de euros), el sistema financiero europeo salió fortalecido. Y, por consiguiente, el euro quedó fuerte. Que era, ni más ni menos, lo que quería y lo que le convenía a Alemania.
Un oportuno acto de valor
Fue precisamente la reunificación de Alemania, tras el colapso del mundo socialista, lo que abrió el camino, impensadamente, para que la unión monetaria europea, hasta entonces considerada una meta muy deseable, pero inalcanzable, pudiera concretarse. Y es que, según por entonces decían los economistas, Europa no reunía las características de una “zona monetaria óptima” para la adopción de una moneda común, además de que no existían las instancias (un banco central único, políticas fiscales coordinadas, eurobonos…) que permitieron enfrentar una crisis.
Pero donde el proyecto de moneda única chocaba con más dureza era en la política. Era obvio que así fuera: por muy responsables que en general sean los políticos europeos, para ningún gobernante parecía posible aceptar —sin poner en su contra la opinión pública de su país— la cesión de soberanía que implicaba la renuncia a una moneda propia. Pero en octubre de 1990, cuando entró en vigencia la reunificación alemana, once meses después de la caída del Muro de Berlín, la realidad política de toda Europa cambió para siempre.
La reaparición de una sola Alemania, ubicada en pleno centro de Europa y con la cuarta economía del mundo, ochenta millones de personas, tecnología de punta y una capacidad productiva inmensa, hizo que volviera a rondar por todo el continente —tal vez, incluso, por todo el mundo— el fantasma del imperialismo alemán. Los temores de que, con la reunificación, resucitaran el armamentismo y el expansionismo del nacionalsocialismo de Adolfo Hitler hicieron que los líderes europeos finalmente estuvieran dispuestos a ceder una parte de la soberanía de sus países a cambio de meter resueltamente a Alemania en una unidad política y económica amplia. Era necesario un inmediato acto de valor, porque una oportunidad así no volvería a presentarse. Y lo hicieron.
También Alemania quería disipar esos temores. Es que la Alemania nacida en 1949, después de la derrota y la devastación de la segunda guerra mundial, estaba fundamentada —según la descripción de su primer canciller, Konrad Adenauer— en “un concepto cristiano del mundo y una firme conexión con los pueblos que tengan la misma visión que nosotros sobre el Estado, la persona, la libertad y la propiedad”. Y, según proclamó en 1990 el por entonces canciller, Helmut Kohl, esos principios no habían variado con la reunificación.
Fue precisamente la amplia visión de Kohl la que permitió que Alemania accediera a renunciar a uno de sus símbolos y orgullos, el marco, y a aceptar la adhesión a una moneda común como el precio que debía pagar para que los europeos se convencieran de que la nueva Alemania, democrática y plural, había dejado atrás, para siempre, a la vieja Alemania, etnocentrista y expansionista. Fue así como en febrero de 1992, apenas dieciséis meses después de su reunificación, Alemania firmó el Tratado de Maastricht, comprometiéndose a avanzar hacia la moneda europea única.
A un paso del abismo
Desde su introducción oficial el 1º de enero de 1999 (aunque solamente como instrumento de transacciones bancarias, pues los billetes y las monedas recién circularon el 1º de enero de 2002), el euro ha ido gradual pero sostenidamente convirtiéndose en el pilar de la integración europea. La ‘eurozona’ está formada en la actualidad por diecisiete países, que abarcan unos trescientos cincuenta millones de personas, además de que el euro es la moneda de otros Estados o territorios de Europa, como Montenegro, Kosovo, Andorra. Mónaco, San Marino, el Vaticano…
No obstante, en 2011, diez años después de que se convirtiera en la moneda común de Europa, el euro estuvo a un paso de colapsar por la crisis de la deuda de los países del sur, sobre todo de Grecia, un país llevado al filo del precipicio por las políticas demagógicas y derrochadoras del primer ministro Yorgos Papandreu. Pero el desbarrancamiento de Grecia hubiera puesto en peligro la estabilidad del euro. Por eso Alemania salió en su rescate, con préstamos en cantidades enormes, el segundo de los cuales fue concretado el 8 de marzo de 2012. El euro está salvado. Por ahora.
Entretanto, sin embargo, la crisis de la deuda griega agudizó las tensiones internas en la Unión Europea. Tensiones entre los países del norte y los del sur, entre los nuevos y los viejos miembros, entre protestantes y católicos y entre los integrantes de la eurozona y los que están fuera de ella, como la Gran Bretaña. Tan fuertes llegaron a ser esas tensiones que volvieron a poner en discusión algunas de las políticas centrales del proceso de integración, como la libre circulación (muy afectada también por el éxodo causado por la guerra civil libia), el mercado interior y la política exterior común.
Pero no solamente sobrevivió el euro. También quedó claro que, para afianzarse, la integración europea requerirá avanzar, en los próximos años, hacia nuevas etapas. Como, por ejemplos, el fortalecimiento del banco central europeo, la adopción de un presupuesto y una política fiscal únicos y, tal vez, una representación exterior común. Por ahora, la Unión Europea superó lo peor de la crisis, aunque ya a nadie le quedan dudas de que, con la Gran Bretaña automarginándose de las grandes decisiones, es Alemania la que orienta y conduce la Europa de los 25. Lo que, por cierto, también causa algunas inquietudes.
“Las órdenes vienen de Berlín”
El temor a una “Europa alemana” se intensificó a raíz de la crisis griega. Y también de la crisis italiana. Fue así que a finales de 2011, cuando la cesación de pagos parecía inminente y los gobiernos de Grecia e Italia se habían quedado sin respuestas, fue claro —como lo expresó, con gran elocuencia, un periodista inglés de la cadena panárabe Al Yazira— que “las órdenes vienen de Berlín”. Y, en efecto, pocos días después de que la canciller Ángela Merkel les retirara su confianza, los gobiernos de Atenas y Roma se desplomaron. Y nuevos gobiernos asumieron el reto, dificilísimo, de alejar a sus países del borde del precipicio.
Cuando eso ocurrió, la prensa europea —empezando por la alemana— recordó con abundancia el llamado hecho por el brillante escritor alemán Thomas Mann, ganador en 1929 del Premio Nobel de Literatura, quien en 1953, dos años antes de su muerte, exhortó a crear “una Alemania europea, y no una Europa alemana”. Cuando lo hizo, su país todavía estaba parcialmente ocupado y en reconstrucción, había sido dividido en dos Estados y las grandes decisiones políticas y económicas aún eran tomadas en Washington, Moscú, Londres y París.
Pero Mann, como muchos europeos, sabía por la historia de la impresionante capacidad alemana para levantarse desde sus ruinas. Ya lo había hecho pocos años antes, cuando, tras la derrota en la primera guerra mundial y la humillación causada por el tratado de Versalles, Alemania estuvo en solamente veinte años lista para volver a apoderarse, por las armas, de media Europa. Tal vez podría hacerlo una vez más. Por eso la admonición para que, en vez de pensar en conquistas y expansiones, la nueva Alemania adoptara los valores que habían hecho de Europa la avanzada de la civilización en el mundo desde la Edad Media.
A pesar de que la canciller Ángela Merkel suele ser presentada como una dirigente dura e intransigente, dispuesta a que hacia toda la Unión Europea las órdenes sigan llegando desde Berlín, lo cierto es que su actitud permanente ha sido la de hacer aparecer que ella no hace ni dice nada, con respecto a Europa, sin antes consultar y resolver con el presidente Sarkozy. Más aún, en varias ocasiones la señora Merkel exhortó al primer ministro David Cameron a que su país no siga desentendiéndose de las grandes decisiones europeas. Al fin y al cabo, la Gran Bretaña es, como Alemania, un país del norte, democrático, defensor del libre mercado y con principios liberales profundamente enraizados.
Aun así, tras la crisis griega ya no es posible dudar de que, en los mayores asuntos de la Unión Europea, “las órdenes vienen de Berlín”. Está claro, por consiguiente, que hoy existe una “Europa alemana”. Pero también es evidente que los valores europeos más distintivos (la libertad, la tolerancia, la democracia…) han llegado a impregnarse indeleblemente en el alma alemana. También podría hablarse, por lo tanto, de una “Alemania europea”. Con lo que, en los pocos años transcurridos desde la caída del Muro de Berlín y la reunificación, el mundo está contemplando el inesperado espectáculo de “una Alemania europea como parte de una Europa alemana”. Tal cual.