La República Popular China cumplió setenta años en pleno ascenso hacia la cima del mundo. Pero, ¿dejó ya de ser un país socialista?
La celebración fue imponente, deslumbrante. Y fue, también, desafiante: “ningún poder podrá detener el progreso de la nación y el pueblo chinos”, según la advertencia elocuente hecha por el presidente Xi Jinping al paso de un desfile militar fastuoso en el que, entre proclamas triunfales y consignas rotundas, fueron exhibidos misiles balísticos capaces de transportar diez cabezas nucleares y aviones bombarderos con autonomía suficiente para llegar a territorio norteamericano. “Esta es —de acuerdo con la descripción de la televisión estatal— la fuerza necesaria para lograr el sueño de un país poderoso”. Sí, ese es el sueño: un país poderoso.
La República Popular China, fundada en 1949 tras la victoria de las milicias comunistas en la guerra civil y la implantación de un régimen socialista de base agraria, cumplía setenta años en octubre de 2019 y, claro, había que festejarlo con ostentación y orgullo. Pero, sin decirlo ni admitirlo, había otra celebración paralela, que a los actuales dirigentes chinos les importaba aún más: el comienzo —ahora ya abierto y sin disimulos— de una nueva era en la revolución, la era de Xi Jinping como líder único y total, sin rivales ni contrapesos, con la misión inequívoca de llevar a China a la cima del mundo para el año 2050. O antes.
Sería, pintando con brocha gorda la situación china, la tercera fase de la revolución. La primera fue la de la toma del poder, la supresión de adversarios y la eliminación de la propiedad privada, conducida con puño de hierro por Mao Zedong y que duró desde 1949 hasta la muerte del caudillo, en 1976. La segunda, iniciada dos años después, en 1978, fue la del pragmatismo, la apertura al mercado y el establecimiento de instituciones, fase inspirada por Deng Xiaoping y mantenida hasta el XIX congreso del Partido Comunista, en 2017. Y la tercera fase es la actual, la de regreso al dogma y al autoritarismo, de expansión y de desafío a la hegemonía de los Estados Unidos. La fase del sueño cumplido: un país poderoso, al fin.
El congreso del partido único fue, en realidad, una coronación de Xi Jinping, cuyos ‘14 principios’ (Pensamiento sobre el Socialismo con Características Chinas para una Nueva Era) fueron incorporados a la constitución, que, además, eliminó el techo de dos mandatos de cinco años cada uno para los líderes nacionales, lo que le pavimentó el camino a Xi para perpetuarse. Como se perpetuaron Mao y Deng. Mao fue, al fin y al cabo, quien hizo de China un país independiente, Deng quien la hizo un país rico. Xi aspira a ser quien haga de China un país poderoso. Para eso quiso tener el poder sin límites ni plazos. Ahora ya lo tiene. Es el Emperador Rojo.
Exhibición de fuerza
El desfile del 1° de octubre fue suntuoso, impecable, como lo eran los del Ejército Rojo soviético en los años imperiales: los líderes del partido en una tribuna majestuosa y lejana, las tropas de élite en uniformes de gala y formaciones perfectas, el armamento pesado mostrado con un alarde de potencia y decisión y, como telón de fondo, decenas de miles de personas asombradas y rebosantes de orgullo por el poder inmenso de su país. No era para menos, porque ese día China demostró —como lo resumió el diario estatal The Global Times— que “tiene un poderío suficiente y estratégicamente fiable para responder a cualquier tipo de chantaje nuclear”.
El centro de la atención fue un misil balístico intercontinental, el Dongfeng 41, que puede transportar diez cabezas nucleares, cada una con un blanco independiente, hasta a quince mil kilómetros de distancia, la suficiente para alcanzar cualquier ciudad de los Estados Unidos. Nada menos. Otro sistema de misiles exhibido fue el Dongfeng 17, también para bombas nucleares, hábil para eludir los sistemas antimisiles occidentales. Y hubo también “drones furtivos”, aptos para atacar sin ser detectados, y la versión más reciente del avión H6-N, capacitado para llegar hasta Alaska, Tokio, Seúl o Moscú.
Esas armas son el resultado del progreso indudable de la tecnología china durante la última década y, también, del aumento constante del presupuesto militar, que está creciendo a un promedio de diez por ciento anual y que en 2018 llegó a 168.200 millones de dólares. No obstante esos avances, la distancia frente a los Estados Unidos sigue siendo enorme, tanto por la superioridad tecnológica americana como por el monto de su gasto en defensa, que en 2018 más que triplicó el presupuesto chino, con 643.300 millones de dólares. Para acortar esa brecha, Xi Jinping está negociando, sin alardes pero sin disimulos, una alianza cada vez más estrecha con Vladímir Putin, aprovechando sus afanes por recobrar el imperio perdido por Rusia al desplomarse el mundo socialista en 1989.
De Mao a Xi Jinping
Precisamente “perseguir un enfoque global para la seguridad nacional” es el número 10 de los 14 principios políticos de Xi Jinping, que, en general, lo que buscan es confirmar “la absoluta autoridad del partido sobre el ejército” (número 11), “el liderazgo del partido sobre todo el trabajo” (número 1) y “la defensa constante de los valores socialistas” (número 7), todo eso mientras prosigue “una reforma integral y profunda” (número 3), cuyo propósito es “adoptar una nueva visión para el desarrollo” (número 4). Nada muy nuevo, por cierto, excepto que el poder para ejecutar esos principios está concentrado en un solo hombre, el líder, como no lo estuvo nunca desde los tiempos obscuros de Mao.
Esa concentración del poder en unas solas manos, con la consiguiente represión de cualquier forma de disidencia o inconformidad, y el regreso a una masiva acción estatal de culto a la personalidad, dos características inconfundibles del maoísmo, están siendo complementadas con la aplicación de una política exterior ultranacionalista, que se refleja en la creciente injerencia de Pekín en la vida diaria de Hong Kong y, sobre todo, en la ocupación de hecho del mar de la China Meridional, donde está construyendo islas artificiales para propósitos militares y donde incluso desconoció laudos arbitrales internacionales en los que el Tribunal de La Haya dio la razón en sus reclamaciones a Vietnam y Filipinas. Exhibiciones de fuerza, una vez más.
La gestión del gobierno chino logró la erradicación de la pobreza extrema y la elevación de la calidad de vida. La expectativa de vida se elevó de los 35 años en 1949 a los 77 años en la actualidad. En 40 años, China pasó de ser un país pobre y rural a una potencia mundial creciendo su PIB a un promedio de 9,4%. Se convirtió en la principal productora de manufacturas del mundo y en 2009 superó a Japón como la segunda economía, en 2010 a Alemania como el mayor exportador y en 2013 a Estados Unidos en volumen de comercio total.
Con todo lo cual ya hay quienes describen el nuevo proceso chino como “el gran salto atrás”, recordando “el Gran Salto Adelante”, una de las ocurrencias más siniestras de Mao, que en su afán trastornado por implantar el socialismo e industrializar el país a marchas forzadas, tal como lo había hecho Stalin en la Unión Soviética, desató una hambruna sin precedentes de la historia humana, en la que entre 1958 y 1961 murieron al menos veinte millones de personas (algunos historiadores afirman que los muertos fueron cuarenta y cinco millones). “Fue el mayor fracaso en la historia del mundo, que causó la hambruna más terrible de que se tenga registro”, según Alexander Pantsov, uno de los biógrafos más acuciosos de Mao. (Dicho sea de paso, la colectivización del agro emprendida por Stalin causó entre 1932 y 1934 unos once millones de muertos: siete en Ucrania, dos en el Cáucaso Norte y otros dos millones en la región del río Volga y en el sur de los Urales.)
El desastre del Gran Salto Adelante impulsó el surgimiento de voces críticas al maoísmo, por lo que, en 1966, el Gran Timonel decidió emprender una purga masiva dentro del movimiento comunista, para lo cual puso en marcha la “Revolución Cultural”, otra idea macabra cuyo propósito fue erradicar para siempre los ‘Cuatro Antiguos’: la cultura antigua, el pensamiento antiguo, los usos antiguos y las costumbres antiguas. Mao movilizó, entonces, a sus ‘guardias rojos’, una legión turbulenta de estudiantes y obreros que a lo largo de toda la década siguiente se dedicó a la humillación pública, la violencia indiscriminada, el encarcelamiento arbitrario, la tortura y hasta el asesinato de cuanto individuo fuera acusado de burgués, reaccionario, contrarrevolucionario, derechista o cualquier otro adjetivo descalificador. Las pruebas no eran necesarias.
El gran avance
A la muerte de Mao, en 1976, una de las tres millones de víctimas de las purgas de esos años de arbitrariedad y violencia logró su rehabilitación y, dos años más tarde, ascendió a la cima del poder político. Era Deng Xiaoping, quien de inmediato emprendió en un plan visionario de apertura y liberalización de la economía, empezando por la introducción de elementos de mercado inconfundiblemente capitalistas, con lo cual en los cuarenta años siguientes unos seiscientos millones de chinos, tal vez más, salieron de la pobreza e ingresaron a la que hoy ya es la clase media más nutrida del mundo. Quienes sucedieron a Deng en la cúpula del poder (Jiang Zemin, Hu Jintao y Xi Jinping) mantuvieron e incluso ampliaron la apertura. Pero a las reformas Xi les agregó una alta dosis de nacionalismo.
El sentimiento nacionalista está muy arraigado en el alma china. No en vano su país siempre fue “el centro de la civilización o del mundo”, según ya consta en El Clásico de la Historia, unos escritos de la antigüedad china provenientes del siglo IV antes de Cristo. De ahí aquello de “Imperio del Centro” y de “Reino Medio” con que los chinos describieron siempre a su país. Y hoy, con el nacionalismo en pleno retorno, los intereses globales de China ya empezaron a colisionar contra otros nacionalismos —tal vez, incluso, más agresivos—, como es el de los Estados Unidos en la era de Donald Trump. Colisión que, por cierto, se sentirá cada día más y cuyos alcances serán planetarios.
Serán planetarios, sin duda, porque China ya es la segunda mayor economía del mundo y todo indica que pronto será la primera, aunque los 1.390 millones de ciudadanos chinos todavía tienen —y seguirán teniendo varias décadas más— un nivel de vida muy inferior al de los 330 millones de estadounidenses, los 450 millones de europeos occidentales y, en general, de los habitantes de los mayores países capitalistas de Europa Oriental, Asia y América. Sin embargo, las cifras del progreso chino de los últimos cuarenta años son impresionantes. Por ejemplo, las exportaciones chinas representan el 12,8 por ciento del comercio mundial, y las inversiones directas en China alcanzaron los 203.500 millones de dólares en 2018, y su producto interno bruto fue ese año de 13,61 billones de dólares (frente a 0,16 billones en 1980). Y todos los números van en alza.
China se ha convertido en la segunda mayor economía del mundo y al mismo tiempo se ha ocupado de las necesidades materiales de sus casi 1.400 millones de habitantes, logrando una prosperidad integral moderada.
Pero, ¿aún es socialista?
Con su ingenio y pragmatismo, Deng resolvió en 1978, cuando empezó la apertura, que en lo sucesivo a todo seguirán diciéndole socialista, por muy capitalista que fuera. Y así está ocurriendo: China tiene hoy varias de las mayores empresas privadas transnacionales del mundo. Ese es el caso de Alibaba, que domina el comercio mundial on-line, incluso por encima de Amazon (y cuyo mayor accionista, Jack Ma, es uno de los 324 chinos con fortunas personales de más de mil millones de dólares, a pesar de lo cual —o precisamente por eso— es afiliado al Partido Comunista). Esos también son los casos de Huawei, la firma líder mundial en el desarrollo de tecnología 5G y segunda en la fabricación de teléfonos celulares, y de Lenovo, la compañía que más computadoras personales vende en el planeta. Y algo más: China ya es, fuera de toda duda, una sociedad de consumo, en la que la oferta de bienes, desde productos básicos de higiene antes muy escasos hasta artículos de lujo, ha crecido de manera exponencial.
No obstante, la tasa de consumo de los hogares sigue siendo muy baja en relación con el tamaño de la economía china, lo cual —dicen los expertos— se debería a que la sociedad aún sufre los traumas de la tremenda turbulencia de los años del Gran Salto Adelante y de la Revolución Cultural. Esos traumas se reflejarían en una actitud general de cautela y desconfianza, que desalienta el consumo y estimula el ahorro. Además, desde que el gobierno autorizó la propiedad privada de las viviendas urbanas, en la última década del siglo anterior, millones de personas limitaron su consumo al mínimo indispensable y se empeñaron aún más en ahorrar para llegar a tener casa propia. Y, así, la clase media china está creando una sociedad de propietarios, incompatible con los principios socialistas.
Pero, aun así, el Estado —es decir el Partido Comunista— sigue siendo omnipresente en la China contemporánea. No sólo en el manejo directo del sistema financiero (el ICBC, el Banco Industrial y Comercial de China, estatal, es el banco más grande del mundo) y de todas las empresas de sectores “estratégicos”, sino también en la ausencia absoluta de libertades democráticas: está permitido un solo partido político, no existe la prensa independiente, no hay libertad de cátedra, el acceso a Internet tiene grandes restricciones, la práctica religiosa está muy limitada, cualquier disidencia es castigada con dureza, los defensores de los derechos humanos viven bajo acoso y, en fin, rige un pensamiento único, oficial, que es obligatorio e imprescindible.
Si las lecciones de la historia no están equivocadas, el totalitarismo político y la libertad económica son incompatibles, excluyentes: el Estado es totalitario o es liberal. No puede ser lo uno y lo otro. Surge, entonces, la pregunta: ¿podrán coexistir en China, indefinidamente, la libertad económica y el totalitarismo político, o la enorme clase media surgida por la apertura que inició Deng Xiaoping en 1978 exigirá pronto sus estructuras políticas propias, que expresen sus intereses y anhelos? Y, también, ¿Xi Jinping mantendrá el ritmo de reforma y apertura, liberando aún más las capacidades individuales, o reimplantará las rigideces y los dogmas socialistas, a pesar de las calamidades de las primeras décadas de la revolución? En definitiva, ¿cuán rojo será el Emperador Rojo?
En 1987, cuando la Revolución Rusa cumplió setenta años, la Unión Soviética era ya un Estado decrépito, extenuado por el fracaso del sistema socialista, pero que se esforzaba por dar apariencias de vitalidad y lucidez. Cuando murió, lo hizo de manera súbita, de un día para otro. Su gobernante final, Mikhail Gorbachev, atribuyó la rapidez del desplome a lo mucho que se demoraron los líderes soviéticos en empezar la apertura y la liberalización. Que fue algo así como decir que para que el sistema socialista perdure tiene que dejar de ser socialista. Hoy, cuando su revolución cumplió setenta años, China ya dejó atrás el socialismo (al menos el socialismo puro y duro, el de dogma y garrote) y, al contrario de la Unión Soviética a su edad, no tiene signos de decrepitud sino de lozanía. Pero, ¿perdurará, o como la Unión Soviética colapsará de un día para otro? Por ahora, el Emperador Rojo tiene la palabra.
EL JOVEN DEL TANQUE
Nadie supo nunca quién era ni qué fue de él. No se sabe siquiera si está vivo, sobreviviendo escondido y temeroso o languideciendo en algún calabozo siniestro con una condena a cadena perpetua. O si está muerto, enterrado en una fosa sin nombre, después de haber sido fusilado sin fórmula de juicio. No se sabe. No lo sabe —o, al menos, eso dijo— ni siquiera Jiang Zemin, quien en 1990, cuando era secretario general del Partido Comunista Chino, aseguró que no sabía nada sobre su paradero, aunque creía que no había sido ejecutado…
Lo cierto es que el 5 de junio de 1989, cuando las fuerzas del ejército chino se retiraban de la plaza Tiananmén 36 horas después de haber disuelto a balazo limpio una manifestación ciudadana, un joven de pantalón obscuro y camisa blanca, que llevaba una bolsa de papel de cada mano, se paró frente a la columna de tanques que avanzaba por la avenida ‘De la Paz Eterna’, de Pekín, e incluso les cortó el paso cada vez que los tanques trataron de esquivarlo. De pronto, un grupo de personas vestidas de civil apareció en la escena para llevárselo por la fuerza. Del ‘joven del tanque’ no se supo nunca más.
La imagen, que después dio la vuelta al mundo y se convirtió en el símbolo de la revuelta popular de junio de 1989, había sido captada por tres camarógrafos y cuatro fotógrafos, todos de la prensa internacional, desde las ventanas del Gran Hotel Pekín, donde estaban alojados. En los días siguientes, la policía incautó todo el material gráfico para que la gesta del joven del tanque se perdiera para siempre en las brumas del olvido. Todo el material gráfico, sí, excepto un par de rollos que los periodistas escondieron en un retrete y que, después, sacaron subrepticiamente de China. Y la imagen la vio el mundo entero.
Las protestas de estudiantes, profesores, intelectuales y obreros, que demandaban que la apertura económica fuera acompañada por una liberalización política, empezaron el 15 de abril y fueron volviéndose más nutridas y resueltas con cada día que pasaba. Con rapidez se hizo evidente que el gobierno no esperaba ni sabía cómo reaccionar ante una protesta tan masiva y convencida. Su desconcierto fue tan notorio que, pese al férreo control de la información, las noticias sobre las desavenencias en el Partido Comunista se filtraron y se hicieron públicas: unos dirigentes querían dialogar con los manifestantes, otros exigían reprimirlos sin demora.
Al final, la pulseada la ganaron los halcones. Fue así que la noche del 3 de junio, los soldados rodearon la zona y, apoyados por tanques de guerra, entraron en la plaza recurriendo a toda su fuerza. Muchos estudiantes estaban dormidos, otros conversaban, cantaban o leían. Cientos de cadáveres quedaron desparramados en charcos de sangre. Nunca se supo con certeza cuántos. Pero fueron muchos, porque el gobierno no sólo quería apagar la protesta: quería también intimidar para sentar un precedente.
De la matanza no quedaron imágenes, porque todos los periodistas habían sido desalojados del centro varios días antes. Por eso, la acción inaudita del manifestante que encaraba a los tanques y les obstruía el paso, en un acto temerario de arrojo y coraje, se convirtió en “la” imagen de la masacre en la plaza Tiananmén. Y el ‘joven de los tanques’ en su símbolo. De él nunca volvió a saberse, en especial en China, donde los sucesos ocurridos entre el 15 de abril y el 5 de junio de 1989 fueron borrados de todos los registros para que nunca más nadie ose repetirlos.