La enorme guerra que podría causar el insignificante dictador

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Más que en Oriente Medio, es en Asia Oriental

donde crece el peligro de una tercera guerra mundial

 

Por Jorge Ortiz

 

Las alarmas de los servicios sismológicos de toda la región, el Asia Oriental, saltaron con fuerza a las 09.30, hora local, del viernes 9 de septiembre: un sismo de 5,3 grados en la escala de Richter había ocurrido en el extremo del continente, hacia el sol naciente, entre el mar del Japón y el mar Amarillo, en el norte de la península coreana, cerca de la frontera china. No era, según los técnicos lo identificaron de inmediato, un sismo común y corriente, de los que todos los días —o casi— ocurren en algún lugar del planeta. No. Ese temblor había sido demasiado superficial como para que hubiera sido causado por el desplazamiento de alguna capa tectónica. Ese temblor había sido, en una palabra, “artificial”.

Unos minutos más tarde, mientras las cancillerías de medio mundo (Corea del Sur, Japón, China, Australia, Estados Unidos…) hacían consultas urgentes y crispadas, la locutora principal de la televisión estatal de Corea del Norte (la única que existe en el país y que, por supuesto, está en las manos del gobierno) leyó con orgullo patrio y fervor socialista un comunicado oficial y solemne: “nuestros científicos efectuaron hoy una explosión de prueba de una nueva ojiva nuclear”. Después, con pausa y acentuación, aseguró que “la prueba fue un gran éxito”, para que de inmediato empezara un programa “en homenaje de admiración y gratitud a nuestro líder supremo, el mariscal Kim Jong-un”.

El sismo, en efecto, había sido causado por la explosión nuclear con una potencia de diez kilotones efectuada en la base militar de Punggye-ri, en el extremo nororiental de la península. Fue, por lo tanto, la mayor de las cinco pruebas efectuadas hasta ahora por el régimen hereditario norcoreano, que en los días siguientes anticipó que el desarrollo del programa de armas atómicas proseguirá con celeridad, en cumplimiento de las órdenes impartidas por Kim, cuando dispuso que “sigan cosechándose logros maravillosos, uno tras otro, para el fortalecimiento de nuestra capacidad nuclear durante este año histórico”.

Como era de esperarse, la reacción internacional fue iracunda. Incluso el gobierno chino, que es el único aliado mayor que le queda a la familia Kim, anunció su disposición a sumarse a un nuevo y más severo conjunto de sanciones contra Corea del Norte, que será propuesto a las Naciones Unidas. En enero anterior, después de la cuarta prueba atómica (las previas fueron en 2006, 2009 y 2013), fue planteado el reforzamiento del embargo económico y la supresión de la ayuda externa, pero esa posibilidad fue desechada para evitar mayores padecimientos a la población norcoreana, que en cada invierno sufre hambrunas masivas por la economía socialista ruinosa de su país.

Es obvio, sin embargo, que Corea del Norte está llevando las tensiones al límite, al extremo de que en el Asia Oriental se están forjando nuevas alianzas —diplomáticas, en principio, pero también militares— en prevención “de lo que pudiera suceder”. Corea del Sur, en concreto, sobre el que pende la amenaza más directa, está cada día más próximo, en temas de seguridad, al Japón, país que, a su vez, está en proceso de cambiar su constitución para poder rearmarse, además de que refuerza año tras año sus nexos con una serie de “países afines”, como Australia, Vietnam, Filipinas, Singapur e incluso Canadá y la India. Y tanto japoneses como surcoreanos se resguardan de cualquier eventualidad —tanto proveniente de Corea del Norte como de China— bajo el paraguas atómico de los Estados Unidos. Con todo lo cual, no obstante, los riesgos de una guerra se mantienen intactos. Tal vez incluso están aumentando.

 

Algo de historia

Corea del Norte tiene, desde su creación como país socialista, una reseña inagotable de barbaridades, desde la guerra que emprendió en 1950 y las hambrunas recurrentes emanadas de su agricultura colectivizada hasta toda índole de opresiones y represiones de las que son víctimas sus 24,9 millones de habitantes, que han sido llevados a profundidades tenebrosas de engaño, sometimiento y miedo. Es así que, de acuerdo con el informe de la comisión independiente de investigación nombrada por las Naciones Unidas, “la gravedad, magnitud, duración y características de las atrocidades cometidas revelan un estado totalitario que no tiene ningún paralelismo en el mundo contemporáneo”. Nada menos. Y, lo que es aún peor, en Corea del Norte nada convalece y todo va a peor.

En efecto, desde la creación del país (“República Popular Democrática de Corea”, por su nombre oficial), en septiembre de 1948, el caudillo puesto por la Unión Soviética para encabezar el gobierno, Kim Il-sung, se dedicó a concentrar en él todo el poder, dominar la justicia, suprimir la prensa independiente, perseguir a los disidentes y, en definitiva, armar una estructura legal e institucional que le permitiera quedarse mandando a perpetuidad. Por entonces, la Segunda Guerra Mundial había terminado y los 220.000 kilómetros cuadrados de la península coreana habían quedado ocupados por los Estados Unidos y la Unión Soviética, que habían trazado a lo largo del paralelo 38 una línea divisoria de sus respectivas áreas de influencia.

Con su reino del terror ya instaurado, Kim pretendió unificar toda la península con un régimen socialista y bajo su mando, para lo cual les propuso a los soviéticos emprender una acción militar contundente contra Corea del Sur, que, entretanto, había adoptado el sistema capitalista. A mediados de 1950 y después de consultar con el flamante gobierno chino (Mao había ganado la guerra civil en diciembre de 1949), Stalin dio su anuencia para que el ejército norcoreano cruzara el paralelo 38, lo que ocurrió el 25 de junio de 1950. La Guerra de Corea había estallado.

La “primera guerra de la posguerra” causó un millón cien mil muertos y un millón de desaparecidos, duró hasta julio de 1953 y terminó con un cese del fuego —aunque no con un acuerdo de paz, que nunca fue firmado— que mantuvo la división entre las dos Coreas donde siempre estuvo: en el paralelo 38, partiendo la península entre los 120.000 kilómetros cuadrados del norte socialista y los 99.000 del sur capitalista. Kim Il-sung, que había aprovechado los tres años de la guerra para eliminar toda oposición interna, gobernó con puño de hierro hasta julio de 1994, cuando murió de un infarto cardíaco. Su hijo mayor, Kim Jong-il, heredó el poder.

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La “Idea Juche”

Cuando la sucesión dinástica ocurrió, Corea del Norte ya era el país más aislado del mundo, pues la “Idea Juche” de autosuficiencia socialista diseñada por el “Presidente Eterno y Amado Líder” había reducido las relaciones comerciales norcoreanas a China, la Unión Soviética, Vietnam y Cuba, al mismo tiempo que la colectivización de la tierra ya estaba causando hambrunas terribles. Para colmo, los enormes gastos en armas, propaganda política y culto a la personalidad habían dejado al país al borde de le la bancarrota. Sin embargo, Kim Jong-il anunció al asumir que seguiría al pie de la letra la política de su padre.

Ocurrió tal cual: la “Idea Juche” siguió aplicándose incluso cuando Kim Jong-il murió, diecisiete años más tarde, y el poder fue asumido por su hijo Kim Jong-un, quien al heredar el trono tenía —nadie lo sabe con certeza— veintiocho o veintinueve años. Era diciembre de 2011. Más aún, como parte de la política de autosuficiencia socialista y de orgullo nacional, Corea del Norte había emprendido en los años ochenta un programa de desarrollo de armas atómicas y misiles de largo alcance, proseguido con gran empeño por Kim, el nieto, que acentuó el aislamiento del país, su pobreza y la represión a críticos y disidentes.

Los Kim y su régimen socialista se apoyan, precisamente, en las fuerzas armadas, que tienen 1’150.000 miembros. Hay, además, 3,8 millones de soldados de la ‘Guardia Roja Campesina’ y 150.000 ‘tropas de seguridad del gobierno’. Un régimen tan militarizado ha llevado a que la vida en Corea del Norte sea la más gris y controlada del mundo, sin ningún espacio para la individualidad y mucho menos para la oposición o el descontento. Según cifras independientes, 99 ejecuciones han sido ordenadas por Kim Jong-un desde que asumió el poder, entre ellas las de su tío Jang Song-thaek, su ministro de Defensa Hyong Jong-chol y su viceprimer ministro de Educación Kim Jong-jin. La mayoría de las ejecuciones han sido por fusilamiento, pero, según versiones surcoreanas, al menos un condenado fue muerto a cañonazos y otro entregado a una jauría de perros hambrientos.

A pesar de todos estos excesos, durante muchos años —en especial desde el colapso y la desaparición de la Unión Soviética— Corea del Norte ha tenido en China a un aliado seguro. El régimen chino, que en la actualidad está ya en su quinta generación de dirigentes comunistas, teme que la desestabilización del reino de los Kim le causaría de inmediato dos efectos indeseables: desencadenaría una ola de refugiados que se lanzaría a través de la frontera china y, sobre todo, apuraría la reunificación de Corea con un sistema democrático y capitalista en que los Estados Unidos tendrían una influencia significativa. Y, desde luego, lo último que quiere China es tener soldados americanos acampando a sus puertas.

 

Peligro de guerra

Pero China ya tiene a sus puertas algo a lo que le teme más que a los soldados: un sistema antimisiles de última generación, llamado ‘Terminal High Altitude Aerea Defense’ (THAAD), diseñado por los Estados Unidos para derribar, mediante impacto directo, misiles balísticos de alcances corto, medio e intermedio, cuyo despliegue —aún incompleto— fue solicitado por el gobierno surcoreano ante la dureza y frecuencia de las amenazas norcoreanas. China se opone a ese despliegue, lo que desató en Corea del Sur un debate interno, con la oposición pidiéndole al régimen de la presidenta Park Geun-hye que revise su pedido, para así evitar cualquier represalia china. Pero el 9 de septiembre, cuando Corea del Norte hizo su quinta prueba de armas atómicas, la importancia del sistema THAAD se hizo más evidente que nunca antes.

En efecto, cuando saltaron las alarmas de los servicios sismológicos de toda el Asia Oriental, China se sumó de inmediato a las condenas enérgicas efectuadas por los gobiernos surcoreano, estadounidense y japonés, en un esfuerzo apurado por organizar una respuesta conjunta que se limite a sanciones comerciales y, por consiguiente, que prescinda de acciones militares, como sería la instalación del sistema THAAD. Pero el esfuerzo chino caducó muy pronto, pues Kim Jong-un, al celebrar el “éxito maravilloso” de su estallido atómico subterráneo, advirtió que Corea del Norte continuará sin tregua su programa de desarrollo de bombas y misiles.

Pero hay algo más: la misma noche del estallido, la televisión norcoreana aseguró que sus expertos militares están ya en capacidad de montar cabezas nucleares en misiles balísticos intercontinentales, con lo que Corea del Norte estaría en capacidad de cumplir su amenaza tan reiterada de “reducir Nueva York a cenizas antes de que el gobierno americano tenga siquiera tiempo de arrepentirse por sus maldades”. Incluso el jefe del comando norte de la armada estadounidense, el almirante, William Gortney, dijo ante el congreso, en Washington, que se debe “asumir” que efectivamente el gobierno de Kim Jong-un “tiene esas capacidades”.

En pocos días, las voces de alerta se multiplicaron. Así, por ejemplo, el diario oficial chino en idioma inglés Global Times publicó un artículo de Wang Hongguang, un teniente general retirado experto en la geopolítica del Asia Oriental, en el que aseguraba que “una guerra en este territorio es inevitable” y que “sólo es cuestión de tiempo”. Por su parte, IHS Jane’s, la revista especializada en asuntos militares, reforzó la tesis sobre el peligro de un conflicto armado cuando en su edición del 8 de septiembre confirmó que Corea del Norte ya dispone de los medios tecnológicos suficientes para colocar cabezas atómicas miniaturizadas en misiles capaces de llegar al territorio continental de los Estados Unidos.

Esas afirmaciones, agravadas por la detonación atómica del viernes 9 de septiembre, hicieron que fuera desechado el compromiso adquirido en mayo anterior, durante el octavo congreso del Partido Norcoreano de los Trabajadores, por Kim Jong-un, cuando afirmó que, “como un estado nuclear responsable, nuestra república no utilizará armas nucleares a menos que su soberanía se vea constreñida por alguna fuerza que también posea armamento nuclear”. A partir de ese compromiso, el gobierno chino trató con persistencia de disuadir a surcoreanos y estadounidenses de que recurrieran al sistema THAAD. Pero las nuevas acciones norcoreanas desbarataron ese argumento.

Ahora queda por saberse si China conseguirá que las represalias conjuntas de Corea del Sur, Japón y Estados Unidos por la escalada nuclear de Corea del Norte se queden en nuevas sanciones económicas, severas pero pacíficas, o si —como propone el candidato republicano a la presidencia americana Donald Trump— surcoreanos y japoneses deciden dotarse de sus propios arsenales atómicos, lo que, a su vez, llevaría a China a dar un paso más en su política crecientemente desafiante de hegemonía en el Asia Oriental, lo que pondría a esa región, y al planeta entero, al borde de una guerra de largo alcance y de resultado devastador. Muy pronto se sabrá.

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