Por Fernando Larenas.
Edición 466 – marzo 2021.

Georg Friederich Händel (1685-1759), otro de los grandes del Barroco, nació en Alemania el mismo año y mes que Johann Sebastian Bach, pero en su juventud emigró a Italia para profundizar sus conocimientos sobre ópera y luego se fue a Inglaterra, donde consolidó su fama de compositor de destacadas obras, algunas religiosas como “El Mesías” que, en realidad, lo inmortalizó.
En toda la Gran Bretaña lo admiraban y veneraban como a un lord, lo que no evitó que corriera la misma suerte que la mayoría de los músicos: vivir acosado y huyendo de los acreedores por causa de las deudas.
Stefan Zweig, ese gran escritor e historiador austríaco, escribió sobre las dos resurrecciones de Händel, la primera, cuando el músico sufrió una apoplejía y la mitad de su cuerpo quedó paralizado. Le dijeron que no volvería a tocar ni a escribir música. Pero salió adelante, revirtió el diagnóstico mediante un tratamiento no convencional: esa sería una de las resurrecciones, según Zweig.
La segunda ocurrió cuando, angustiado por sus acreedores, se encerró durante tres semanas en su habitación y no salió de allí hasta que terminó de musicalizar “El Mesías”, su mayor obra religiosa, más conocida como el “Aleluya”, que dura dos horas y 45 minutos, algo titánico e imposible para cualquier músico. Solo un par de ejemplos: la “Novena sinfonía” de Beethoven fue concebida en casi una década y Brahms ideó y escribió su “Primera sinfonía” durante dieciséis años.
Al mediodía del 13 de abril de 1737 el músico alemán había regresado a su casa en el número 25 de Brook Street “rebosante de cólera”, según el relato de su criado, que estaba acostumbrado al malhumor de su patrón, que se indignaba cuando los ensayos de sus partituras no eran ejecutados adecuadamente.
Se fue a su habitación en el segundo piso, se sentó en su sillón habitual y de repente se escuchó un estruendo, el criado lo sintió desde la planta baja. Subió, el sillón se había virado y Händel estaba sobre el piso inmóvil, en estado semiinconsciente… solo dejaba escapar unos débiles gemidos.
Con ayuda del asistente del maestro, Christof Schmidt, el empleado de la casa logró levantar el pesado cuerpo. Schmidt corrió hacia la calle en busca de un médico al grito de “Händel se muere”. Luego explicaría al galeno que la culpa es de los muchos disgustos que le causan los cantantes, los castrati, los criticastros.
Hasta ese día del año 1737 había escrito cuatro óperas, invertido todos sus ahorros y le importunaban con pagarés, lo acosaron hasta la muerte, narraba indignado su asistente musical. Händel había cumplido entonces 52 años.
Tras el primer procedimiento médico de pincharle una vena hasta que saliera sangre, el músico reaccionó, respiró hondo y abrió los ojos. Al salir de la casa el médico confesaría a Schmidt el diagnóstico: apoplejía, la parte derecha de su cuerpo está paralizada, se narra en la historia escrita por Zweig.
El asistente comenzó el interrogatorio y la pregunta más directa fue: ¿se quedará paralítico? La respuesta: “probablemente, si no se produce un milagro”. Que el autor de decenas de óperas y oratorios vuelva a trabajar era imposible, según reconocería luego el mismo médico.
En efecto, durante cuatro meses Georg Friederich Händel vivió sin fuerzas, la parte derecha de su cuerpo continuó muerta, no podía caminar, le resultaba imposible escribir ni arrancar a las teclas ningún sonido, tampoco podía hablar, su labio colgaba torcido por el desgarro, de acuerdo con el relato.
El hombre, colosal en otros tiempos, tampoco podía controlar sus párpados, permanecía emparedado en una tumba invisible; hasta que por fin el médico, que no abrigaba ninguna esperanza de curación, sugirió una terapia diferente, alternativa, natural.
Aconsejó que llevaran al enfermo a los baños (termas) calientes de Aquisgrán, porque consideraba que se podría lograr una cierta mejoría. El resto ya dependería de la voluntad de Händel para someterse a la terapia; y vaya que el músico puso de su parte, pero fue mucho más allá de los consejos sobre ese tratamiento.
En Aquisgrán —continúa Zweig— los médicos le previnieron con insistencia del peligro de permanecer más de tres horas en las aguas calientes, porque su corazón no lo soportaría, pero su indomable deseo de curarse pudo más que la advertencia científica.
“Para horror de los médicos”, de acuerdo con el relato, Händel permanecía metido en los baños de aguas calientes durante nueve horas diarias y, al contrario de las advertencias sobre su corazón, recuperó fuerzas, en una semana ya podía al menos arrastrar su cuerpo y el último día de la terapia recuperó milagrosamente la capacidad de andar.
Lo primero que hizo al salir de las termas fue entrar a una iglesia y poner sus manos sobre el órgano que estaba ubicado al lado del coro, tanteó y rozó las teclas con su mano izquierda y sonaron “de un modo claro y puro”, luego hizo lo mismo con la derecha, la que se había paralizado, y comprobó que todo seguía igual que antes de la apoplejía.
Y ese sería el fin de la historia, pero solo fue la culminación de un primer milagro, porque lo que vino después, tal como lo relata Zweig, fue apoteósico y en vez de morir el maestro prefirió encerrarse durante tres semanas consecutivas hasta dejar terminada la obra que hasta el día de hoy es considerada como de las más importantes en el repertorio universal de la música sacra.
Recuperado por completo continuó escribiendo oratorios, odas, pero la muerte de la reina interrumpió las audiciones, comenzó la guerra en España; en las plazas públicas la gente se reunía, gritaba y cantaba; llegó el invierno y hasta el Támesis se congeló y los teatros permanecían vacíos.
Cayó nuevamente en depresión y Zweig se pregunta: “¿no era mejor tener paralizada una parte del cuerpo y no como ahora toda el alma?”. Durante varios meses solo salía de su casa por las noches porque durante el día estaban en la puerta los acreedores con los pagarés vencidos en sus manos.
El autor de Momentos estelares de la humanidad señala con precisión el día 21 de agosto de 1741 cuando, después de recorrer las calles e incluso tras sufrir pensamientos suicidas, regresó bien entrada la noche y se encontró con un paquete y una carta del poeta Charles Jennens (1700-1773), a quien Händel conocía porque compuso los textos de “Saúl” y de “Israel en Egipto”.
El poeta le enviaba una composición y pedía al maestro que le pusiera la música. Se trataba de “El Mesías”. Su primera reacción fue de rechazo… “ah, de nuevo un oratorio”, habría exclamado y rompió la carta; más tarde, en medio del insomnio, volvió a revisar el contenido y así fue que se encerró durante tres semanas hasta que terminó de componer la música.
En su encierro cantaba, tocaba el clavicordio, volvía a sentarse y escribía, narra el escritor austríaco. “Escribía hasta que le ardían los dedos”, y en toda su vida jamás le había sobrevenido un arrebato creador. El 14 de septiembre la obra estaba finalizada y las palabras del poeta convertidas en música.
Otros historiadores señalan que el poeta Jennens se indignó porque consideró que le tomó muy poco tiempo para crear una música con un contenido tan sublime. Durante tres semanas, casi sin comer, durmiendo muy poco y con la compañía de su vetusto clavicordio, logró la obra musical más grande de la fe cristiana.
La composición se estrenó en Dublín en 1742 y toda la recaudación, según otros historiadores, fue donada a los presos, a los huérfanos y a los enfermos, porque esa fue la voluntad del maestro Händel. En “La resurrección de Händel”, Zweig corrobora esa versión. “No quiero ningún dinero por esta obra, nunca cobraré por ella, será siempre para los enfermos y para los presos, pues yo mismo he sido un enfermo y me he curado con ella… y fui un preso, y ella me liberó”.
Desde su muerte, en 1752, la música quedó sacralizada, refiere el historiador Tim Blanning en El triunfo de la música. En Londres se dispensó a Händel una despedida excepcional; la misa celebrada en la abadía de Westminster ante tres mil fieles incluyó numerosas obras interpretadas por los coros de la capilla Real y la catedral de San Pablo: el funeral tuvo un carácter exclusivamente religioso, “como era apropiado para un hombre de tan profunda piedad”, escribió Blanning.
Cuando llegó a Londres, en 1710, no generó mayores expectativas en la sociedad y necesitó medio siglo para ser reconocido y admirado. A su muerte fue homenajeado por el rey, la aristocracia y también por el pueblo. Fue un hombre discreto —señala Blanning— que nunca contrajo matrimonio y cuyos amigos más íntimos pertenecían a las clases altas.
El gran contraste entre una vida de miseria, como escribe Zweig, lo contrapuntea Blanning, al señalar que a su muerte Händel dejó una fortuna de veinte mil libras esterlinas, alcanzó fama y fue “inmensamente rico”.
