La desocupación.

Por Francisco Febres Cordero.

Ilustración: Mario Salvador.

Edición 441 – febrero 2019.

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Lo que más me duele, a esta provecta edad en que me encuentro, es que me voy quedando sin trabajo. Una de las cosas que hacía con mayor laboriosidad y meticulosidad era barrer, hasta que a la casa llegó, un día de infeliz memoria, esa cosa horrenda que se llama aspiradora, con la cual, definitivamente, no pude competir porque, según aseguró el señor que se la vendió a la Cata, no solo que dejaba las superficies impolutas de todas las basuras que se veían, sino que absorbía también las cosas que no se veían, como unos monstruos milimétricos y feroces que se alimentan de la piel humana y no solo son los causantes de todas las alergias imaginables, sino que se reproducen con ansias y velocidad indescriptibles hasta formar colonias de cientos de miles en las alfombras, las telas de los muebles, los colchones, las cobijas. Al ver mi cara de incredulidad, la Cata —a quien el vendedor le acababa de graduar en microbiología— me dijo que esos monstruos se llaman ácaros y que están ahí, aunque no se ven.

—¿O sea más o menos como Dios?, le respondí: creer en su existencia resulta un artículo de fe. Y por más que me declaré agnostácaro, mis argumentos no solo que no sirvieron de nada, sino que los tales ácaros inexistentes se hicieron plenamente visibles el instante en que me llegó la notificación para el pago de la primera cuota de la aspiradora, lo que me produjo una alergia a un año plazo.

Despojado de la escoba para siempre, todavía ejercía un oficio que había perfeccionado a lo largo de mi largo ejercicio: el de lavador de platos. ¿Y si nos compramos una lavadora?, me preguntó un día la Cata como al desaire, mientras yo, luego del almuerzo, armado solo de un estropajo suficientemente enjabonado, dejaba relucientes los cubiertos, las fuentes, las ollas, las sartenes y, por supuesto, los platos. Todas mis objeciones resultaron insuficientes y entre ellas, la principal: si habíamos vivido los últimos 41 años sin una lavadora, podíamos vivir sin ella los que nos restaban de vida. Pero el vendedor le dijo a la Cata que en los platos lavados a mano quedan unos residuos que no se ven y que solo pueden ser eliminados a altas temperaturas, con vapor.

Si los ácaros son como Dios, estos deben ser más o menos como los ángeles, pensé, aunque no dije nada para no embarcarme en una discusión teológica que no hubiera conducido a nada. O bueno, podía haber conducido a que no compráramos la tal lavadora, que terminamos comprando y pagando en unas cuotas tan angelicales, limpias y relucientes como los platos.

Unos días después vi en una ferretería un artilugio maravilloso, mucho más grande y seguramente mucho más efectivo que el que emplean los que se paran en las esquinas para limpiar los parabrisas. Lo compré sin dudar y lo estrené la mañana de un sábado con, francamente, no muy halagüeños resultados porque seguramente aún no adquiría la destreza indispensable. Después de pasar y repasar uno por uno todos los vidrios de la casa, la visibilidad quedó bastante —lo confesaré sin tapujos— empañada. Fue entonces cuando la Cata me dijo que en Internet había visto el anuncio de una empresa que, ¡qué casualidad!, se ocupaba de limpiar los vidrios.

Así pues, los 150 años que me restan de vida (por no sé qué del ADN y unos estúpidos descubrimientos que prolongarán la existencia hasta límites insólitos) los tendré que pasar en el infierno de la desocupación, sin nada que barrer ni nada que lavar. ¡Triste destino!

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