Por Milagros Aguirre.
Ilustración: Adn Montalvo E.
Edición 444- mayo 2019.
Me aterra cuando me encuentro con alguien, me saluda y no sé su nombre. Soy extremadamente despistada y supongo que aquellas personas a las que no recuerdo y me saludan cariñosamente creerán que soy muy antipática. Me disculpo de antemano: a veces ando en las nubes. Es herencia paterna. Mi padre no solía recordar nombres y, para salir del paso, saludaba a todo el mundo diciéndole “ñatito / ñatita” o “flaquito / flaquita”. Nunca quedaba mal pues siempre el cariñoso apelativo venía con apretón de manos o palmaditas en la espalda o abrazo apretado. Yo, en cambio, quedo pésimo porque, por más que pienso, no se me viene dónde vi esa cara o de qué me suena ese nombre. Entonces hago una sonrisa, que seguro se nota falsa, y digo: “Hola, ¡a los tiempos!… ¿qué haces, en qué andas?”. Con eso espero que me dé una respuesta que sea una pista, una señal, de con quién estoy hablando. No es gracioso: es verdaderamente angustioso y, cuando ocurre, suelo pasar muy malos momentos.
Últimamente me angustia la memoria. Pero no por mis deslices memorísticos, sino por la memoria del país, que creo que es mucho peor que la mía, mucho más frágil y más peligrosa. Es más, creo que ya nadie quiere tener memoria, a nadie le interesa el pasado, ni quien fue tal o cual ni cómo aportó en la vida de la ciudad o del país. A nadie le importa a quién le debemos la primera librería en la ciudad o quiénes participaron en las grandes luchas por los derechos de los pueblos o quién puso la primera piedra del museo tal o la universidad cual. La falta de memoria, creo, nos hace caminar sin rumbo, atolondrados, perdidos, de tumbo en tumbo. Y, lo más curioso: creyendo, absolutamente convencidos, que vamos a inventar lo que ya está inventado… el agua tibia.
Los políticos, por ejemplo, nos han mostrado sus obras como si las hubieran hecho ayer y con una varita mágica, en un abrir y cerrar de ojos. Pero no… si tuviéramos memoria, podríamos ver que muchas cosas se han hecho en minga y durante muchos años de esfuerzos colectivos, que la mayoría de logros responde a procesos, mientras que los fracasos suelen ser culpa de la inmediatez.
Por la falta de memoria se repiten las guerras, los totalitarismos, los abusos, los racismos.
Con esa afición de vivir día a día, de disfrutar el mundo al instante, de pensar en el hoy y no en el mañana (peor en el ayer), olvidamos —o ignoramos— de dónde venimos y si no sabemos de dónde venimos es difícil saber hacia dónde vamos. La desmemoria nos vuelve ingratos, no honramos los esfuerzos de los demás, enterramos a nuestros muertos sin haberles agradecido sus desvelos. La desmemoria nos hace repetir los errores una y otra vez. Por eso, una y otra vez, tropezamos con la misma piedra.