(¿Qué lleva a alguien a tomar antidepresivos?)
Y pensar que todo empezó por mi nariz. Resulta que por su forma casi aguileña me resulta más difícil respirar. Las personas con narices grandes y extrañas respiramos por la boca. Los que respiran por la boca deforman su dentadura y paladar, así que cualquier problema con el dentista también es culpa de la nariz. Y resulta que las personas que respiramos menos sufrimos más, incluso nos da apneas, pequeñas muertes súbitas durante la noche, que yo había atribuido a algún problema circulatorio.
Entonces fui al otorrinolaringólogo, después de la revisión, él puso su mano en mi cuello. “Tú no duermes”, decretó. No duermes porque no respiras. Y como en las noches no duermes, en los días no vives. Todo por culpa de la nariz. Al otorrino se le ocurrió recetarme Zalepla. ¿Por qué no?, pensé yo. Es cierto que dormía, pero no descansaba, así que me encantaba la idea de dormir como una persona normal.
Cuando tomaba esta pastillita blanca y pequeña y amarguísima, empezaba a perder la conciencia, mi cuerpo se ponía pesado y caía en la cama hasta el otro día; el problema era que al día siguiente todavía tenía sueño, y lo peor, tenía un sabor amargo en la boca que no se iba con nada. Una semana después mi estómago se irritó y yo no entendía por qué tenía gastritis, una gastritis que desató una “colitis nerviosa” o algo parecido. Todo un “cuadro”. El estómago es otro cerebro y cuando no funciona bien desequilibra de paso a la cabeza. Así que no mentiría si dijera que la rinitis me provocó depresión. O que me deprimí por culpa de mi nariz. O tal vez ya estaba triste y ansiosa y mi nariz hizo evidente que mi estado natural nunca había sido tan “natural”.
Aparte del cuento de la nariz y el estómago, ¿qué más pasaba?, me preguntaba el psicólogo. Y pasaba que la gente se moría de diez en diez, los cadáveres se secaban en las calles de Guayaquil, las redes sociales anunciaban muertes inesperadas cada día. Y en medio de eso, murió también otra persona. Y no a causa de la pandemia. Murió precisamente la única persona que tenía el poder de tranquilizarme cuando la muerte me soplaba en la nuca. La persona a la que llamaba cuando sentía que me iba a volver loca o que me iba a morir, y me decía que todo estaba en orden y era perfecto, y después hacía algún chiste surreal y todo era más ligero y soportable.
¿Qué pasa cuando muere la única persona que no le tiene miedo a la muerte?
Después de levantarme las madrugadas angustiada, ir a todos los doctores posibles sin respuesta, después de dar paseos y chocarme contra una puerta de vidrio partiéndome, precisamente, la nariz, alguien dio con la solución: Paxil CR 12.5.
Después de que la pastilla me hiciera efecto en casi un mes, yo era otra. Se impuso un filtro protector entre la realidad y yo. A las penurias del mundo las entendía, sabía que eran tristes, pero ya no me afectaban, más o menos como ver una tragedia griega con doble vidrio. Amé este estado casi robótico porque toda mi vida había estado gobernada por las emociones. Yo lloraba recordando La vida es bella, leyendo un poema y oyendo las noticias. Si escuchaba en el bus a algún desconocido hablar sobre una enfermedad, no dormía una semana. Por eso, me sentaba bien una dosis de apatía. Y es que a veces se siente bien, muy bien, que te importe un comino el mundo. Pero, ¿hasta cuándo puede durar este estado?, ¿es una ilusión ese estado?, ¿importa?
(Continuará)…