De la librería al bar
El bar La Cueva, ubicado en el centro de Barranquilla, en realidad fue una tienda, por lo que no se parecía en nada a un café europeo: sus tertulianos se liaban con discusiones sobre béisbol y fútbol más que con el devenir histórico o las artes. Y no es que no tuvieran las capacidades para hacerlo, sino que la burla (“mamadera de gallo”) se convirtió en el sello de fábrica de los jóvenes intelectuales, sobre todo, costeños, reunidos en aquel sitio.
El ambiente de La Cueva ―cambio de nombre impuesto a El Vaivén por sus propios usuarios― era intelectual, pero de un modo extraño y alegre: Quevedo se camuflaba entre bailes y Hemingway, muy propio de él, surgía al hablar de combates de box; la literatura no se mencionaba de forma explícita al tratarse del motor vital de los asistentes.
Pero más allá de la risa, las discusiones podían ser tremendas entre la fauna del bar, tanto que para zanjarlas de antemano la administración se vio obligada a colocar un letrero con la leyenda “AQUÍ NADIE TIENE LA RAZÓN”; quizá esta fue la primera vez que un comercio admitió sin tapujos lo que es una verdad universal: los clientes siempre están equivocados.
Los tertulianos tenían que cortar su jolgorio cuando la tienda, mostrándose como tal, cerraba sin haber avanzado mucho la noche; entonces ellos marchaban con resignación a otro sitio mientras, por el camino, los transeúntes se sorprendían por el adelanto del carnaval barranquillero.
Bar La Cueva, ubicado en el centro de Barranquilla.
Un precursor que solo bebía Coca-Colas
Cuando se habla de los intelectuales de los años cuarenta y cincuenta en Barranquilla, la figura de Ramón Vinyes aparece como un héroe fundador que, sin sospecharlo él mismo, terminó por marcarlos de alguna manera.
La primera vez que él se autoexilió de Cataluña fue en 1911 y fue a parar en Colombia para administrar molinos, exportar cacao y otras actividades que nada tenían que ver con la literatura; disciplina a la que, como un Platón extravagante, había renunciado en medio del océano quemando ejemplares de sus obras publicadas en España.
En efecto, vino a América con la idea de abandonar los libros, pero una vez aquí, empezó a venderlos en una librería fundada junto con su compatriota Xavier Auqué i Masdeu.
Como sucede con frecuencia a este tipo de negocios, el de Vinyes se dedicaba a comercializar también artículos de papel, obras de arte, cerámica fina y juguetes. Los conceptos de tienda de libros y de chucherías a menudo se confunden, pero los libreros de los tiempos del catalán y de hoy suelen resignarse por instinto de supervivencia.
En cualquier caso, lo más importante no eran las ventas, sino la charla. El rumor de un intelectual cosmopolita y de palabra fácil hacía que por allí dieran vueltas, a modo de un sistema solar, intelectuales de Barranquilla para charlar sobre las novedades llegadas desde Europa y Estados Unidos.
Al mismo tiempo, se editó el magacín Voces aupado por las élites de la costa atlántica colombiana y al que la “mamadera de gallo” lo llamaba “la revista de Vinyes”.
La publicación, que duró desde 1917 hasta 1920, se empeñaba en combatir el costumbrismo romántico de la literatura de Colombia, oxigenándola con autores de movimientos y latitudes poco convencionales. La suspensión de la revista quizá tuvo que ver con los viajes de don Ramón, quien empezó a saltar del nuevo al viejo continente hasta 1923, cuando su librería se quemó por causa desconocida.
En 1925 el general Eparquio González, gobernador del Atlántico, lo expulsó a Europa, harto de los artículos que, en su contra, publicaba en La Nación. Pudo volver a América en 1929, aunque quiso marcharse de nuevo en el 31, emocionado por la proclamación de la Segunda República española. La Guerra Civil lo hizo huir a Colombia por última vez.
Allí el catalán se sorprendió al ver que Barranquilla había “dejado de ser un gallinero”, según escribió, para convertirse en ciudad. Sus amigos intelectuales lo ayudaron ofreciéndole trabajos y presentándole personalidades de la región.
Entre gaseosas y café, revelaba el nombre de autores imprescindibles a jóvenes contertulios como Alfonso Fuenmayor, gracias al que, a su vez, pudo conocer los textos de Álvaro Cepeda Samudio, Germán Vargas y un tal Gabriel García Márquez que escribía en El Espectador.
Al catalán lo veían en los cafés hasta dos veces al día, ebrio de Coca-Cola porque alcohol no probaba; hablando, eso sí, por los codos y con palabras llenas de sabiduría y ponzoña, pues siempre fue un crítico implacable.

En 1950 abandonó de forma definitiva tanto su puesto en las tertulias como su casa en Barranquilla y se fue a Cataluña que, igual que Colombia, se le hacía imprescindible solo al encontrarse lejos. Tan real es la afirmación que, incapaz de superar a América, murió dos años más tarde, escribiendo cartas a sus amigos de los cafés en las que prometía volver para seguir con las charlas que quedaron truncas.
Ellos le organizaron una despedida in absentia, cantando vallenatos en el bar La Cueva, que él nunca pudo conocer.
El grupo no existió, pero fue importante
Cuando Álvaro Cepeda Samudio publicó su libro Todos estábamos a la espera, sus amigos pensaron que el título era acertadísimo: el autor, un Bartleby, tenía textos desparramados por revistas y cajones como hojas en otoño.
Antes se había ido a Estados Unidos para estudiar Periodismo, carrera que abandonó al menos en el sentido académico; luego, trabajó para los Santo Domingo en su cervecería, creando eslóganes o en otras empresas como vendedor. También escribía para periódicos de la talla de El Heraldo e incluso se hizo editor de su propia revista, Crónica.
Tanto su vida como sus lecturas eran un torrente desbocado. Entusiasta de Hemingway, buscaba aplicar sus teorías de la narrativa en la prensa y en la ficción por igual. Estas ideas, traídas desde Estados Unidos, influyeron en muchos periodistas posteriores.
Después de las extenuantes horas en la redacción, él, García Márquez y Alfonso Fuenmayor iban a La Cueva para encontrarse a veces con Germán Vargas, Rafael Escalona, Orlando Figurita Rivera y otros personajes de la intelectualidad caribeña.
No todos estuvieron allí a diario, pues a menudo marchaban para el extranjero, la capital u otras zonas del Caribe colombiano, pero volver al bar era, aunque fuese por un rato, una experiencia necesaria.

Las tertulias allí dentro eran caóticas, siendo más frecuentes los piropos indecentes que el arte, sin embargo, para captar el sentido de esas reuniones es imprescindible partir de que aquella generación entendía la literatura no como inspiración divina, sino como algo vivo, capaz de producirse solo en las entrañas de alguien que ha conocido el amor y la muerte.
Los periodistas, fantásticos para un mote, años después transformaron a los tertulianos en el Grupo de Barranquilla, pese a que ni ellos mismos aceptaban la categorización, indicando que solo habían sido gente con pasión común por la parranda y los libros.
Cada “miembro” aportaba algo distinto: Cepeda la creatividad; García Márquez, el instinto literario; Fuenmayor, la erudición; Vargas, el buen criterio. Juntos se dedicaron a fundar revistas y a disolverlas, a pasear por el Caribe o a montar juergas mitológicas.
En medio de sus charlas surgía el nombre de algún autor nuevo y el que lo había develado tenía que prestar un volumen para que los otros lo conocieran: las tertulias estaban dedicadas al baile y a la circulación de libros.
La Cueva vio pasar con distinta frecuencia a estos y otros personajes hasta que en 1959 cerró sus puertas y los juerguistas se mudaron. García Márquez ya andaba lejos, sin embargo, trasladó escenas que vivió allí a Cien años de soledad y, al ganar el Nobel, dijo que sin sus contertulios quizá su destino hubiera sido diferente.
Cepeda hizo un par de libros más y luego murió de cáncer, también a muchos quilómetros de Barranquilla. Probablemente alguien habrá dicho que su obra quedó solo como una promesa, lo cierto es que él encontró el modo de hacer literatura con lo que le pusieron delante: publicidad, comercio y, sobre todo, periodismo. E igual que todos los aprendices de brujos de aquel bar de La Cueva, intuyó que la literatura no es solo una página impresa, sino un modo de vivir.