Por Gabriela Paz y Miño.
Ilustraciones: María José Mesías.
Edición 461 – octubre 2020.

La mayor parte del trabajo doméstico y del cuidado de personas dependientes está en manos de las mujeres. La pandemia ha puesto a miles de ellas frente a una sobrecarga de tareas en el hogar, tras perder sus trabajos, sus espacios y sus ingresos propios.
“No es que me sienta deprimida, es que lo estoy”. Pamela (nombre protegido, por pedido suyo) aclara la diferencia, con algo de molestia. Si estuviera escribiendo, pondría ese “estoy” con mayúsculas.
Recostada sobre su cama, con el pelo suelto y la cara aún hinchada por el sueño —recibe esta llamada a las siete de la mañana—, esta quiteña de 46 años, residente en Guayaquil hace quince, se declara abatida. Vencida por las consecuencias que el “dichoso virus” han provocado en su vida.
Estilista y maquilladora profesional, colaboradora regular de una empresa, Pamela estaba acostumbrada a una vida activa, con independencia económica y con recursos que le permitían incluso darse una “escapadita” mensual con su hijo, para comer fuera o comprar libros, pues él estudia Literatura.
El 17 de marzo, cinco días después de que el Gobierno ecuatoriano declarara el estado de emergencia por la pandemia de la covid, todo eso se acabó para ella.
“En la empresa nos dijeron: no vengan más, hasta nuevo aviso”. Esa decisión ajena significó para Pamela una reducción del 70 % de ingresos en su hogar, que comparte con su marido, un electromecánico que aún conserva su trabajo y con su hijo, de diecinueve años.
“Intenté seguir trabajando, en el pequeño local que tenía en mi casa y donde atendía por la tardes. Usaba mascarilla, brochas desinfectadas, alcohol, pañitos húmedos. Pero con el confinamiento, perdí la clientela”.
Habla lentamente, con desánimo. “Yo antes, estaba en pie a las seis de la mañana: me bañaba, me maquillaba, desayunaba. A las ocho salía a trabajar y estaba ocupada hasta las tres. Después atendía en mi casa. Ahora no me importa bañarme o cambiarme de ropa ni peinarme. Paso el día con una cola en la cabeza, licra y camiseta”.
En junio la pandemia disparó la tasa de desempleo en el Ecuador hasta al 13,3 %. Se trata de la cifra más alta registrada desde 2007. En términos interanuales, el dato pasó de 4,4 % en junio de 2019 (unas 366 163 personas) a 13,3 % en el mismo mes de 2020. Más de un millón de personas.
En el caso de las mujeres, esta tasa se ubicó en 15,7 % de la población, mientras que en el de los hombres fue de 11,6 %. Los datos son de la Encuesta Nacional de Empleo, Desempleo y Subempleo, publicada por el INEC.
El mayor impacto de la pandemia se siente en el universo de los trabajos ocasionales, las relaciones comerciales o la venta. (70 % de mujeres en el país se desenvuelve en el mercado informal). Los trabajos precarizados, muchos de ellos relacionados con el cuidado, y hechos mayoritariamente por mujeres, fueron los primeros en sufrir el golpe.
Además, según la Organización de las Naciones Unidas para la Igualdad de Género y el Empoderamiento de la Mujer (ONU Mujeres), 69 de cada 100 mujeres empresarias debió cerrar sus negocios y 76 % de quienes fueron entrevistadas afirmó que la carga de trabajo y cuidado dentro del hogar ha aumentado a partir de la crisis y del confinamiento.
En países desarrollados, como España, la tendencia es la misma. Al final de junio se registraban 750 mil mujeres expulsadas de los circuitos de empleo. En los datos de “nuevos inactivos”, publicados por el INE, la franja de “mujeres-labores de hogar” pinta un enorme color mostaza, el más grande de la barra estadística: 504 mil mujeres han vuelto a sus casas.
El cuidado de niños y niñas (y el tortuoso desafío de las clases en línea), la atención a personas mayores o con discapacidad y a las personas que enfrentan el contagio del virus, el trabajo doméstico: todo suma a la montaña de responsabilidades, en la mayoría de casos no compartidas con equilibrio.
Según otro dato del INEC, en el Ecuador las mujeres destinan 88 horas de trabajo a las labores del hogar, en comparación a las doce que dedican los hombres. El total de horas anuales que se emplean en tareas domésticas y de cuidado es de 11 823 millones. Anualmente, representan 19 880 millones de dólares, equivalente al 20 % del producto interno bruto. Pero… son horas que no se pagan.
La crisis de la covid solo refuerza esta tendencia, que mucha gente ve con naturalidad. Algunas revistas de moda (Vogue, entre ellas) hablan ya del regreso de la bata —la prenda, por antonomasia, para estar bonita y cómoda, mientras se limpia—, aunque con colores y toques modernos. Para los hombres se sigue hablando del terno “importante aún para el teletrabajo”.
Quédate en casa
Soledad de la Torre es abogada. A sus cuarenta años, y con dos niños, de seis y cinco años, que cría sola, ha logrado importantes metas en su carrera. “Puedes guglearme y verás”, dice, como si eso hiciera falta para creer que esta experta en propiedad intelectual, y con varios cargos directivos en el antiguo IEPI (actual Senadi), es la misma persona que intenta reinventarse para superar esta crisis.
“Después de trabajar quince años, me bajaron el sueldo. Renuncié y antes de un año, me puse mi propia oficina, con mi papá”. Sus ingresos mensuales alcanzaban los cuatro mil dólares, lo que le permitía pagar un colegio privado para sus dos hijos, tener una niñera y entregarse a su trabajo como ejecutiva.
“Cuando llegó la pandemia, mi papá, que tiene setenta años, ya no pudo salir. Renunció la niñera y tuve que quedarme en la casa, con los pocos ahorros que tenía. Fue un cambio tremendo”.
Eso, que se dice rápido, terminó siendo una odisea. “Yo soy abogada, no parvularia. El colegio exige, para niños tan pequeños, clases en hebreo y en inglés. Se volvió una situación muy tensa; mis hijos se hartaron de mí”, dice. “Pago dos mil dólares al colegio, por clases virtuales. Pedí una beca y me rebajaron doscientos dólares, en el caso de uno de los niños. Con la pensión de 370 dólares que me pasa su padre por los dos, y los ingresos de mi emprendimiento, que representan unos quinientos al mes, finalmente tendré que cambiarlos de colegio”.
Su emprendimiento es la venta de frutillas que se producen en la finca de su padre en Guayllabamba. Las anuncia en redes y las entrega personalmente.
Aunque ha buscado un sentido espiritual a esta situación, el cambio de sus rutinas hace que, a veces, no se reconozca ni frente al espejo. “Antes me vestía bien, como una doctora, con ropa bonita, con tacos. Me despertaba, llevaba a mis hijos a la escuela, iba al gimnasio y volvía para arreglarme y salir a la oficina. Ahora me quedo en casa: me ocupo del arreglo, lavo los platos, cocino, limpio, baño a los niños, les ayudo en sus clases. He bajado de 81 a 60 kilos y no por hacer dieta. ¿Para qué me voy a poner tacos, si tengo que salir a hacer las entregas?”.
Las noticias sobre el virus y las facturas de los servicios empiezan a quitarle el sueño, pero De la Torre aún lucha por volver a trabajar en su campo. “Hay mucha gente que está emprendiendo. Un registro de marca puede costarles hasta quinientos dólares y yo, que soy experta, lo estoy haciendo por cien: cincuenta de entrada y cincuenta cuando la marca esté registrada. No lo hago con fines de lucro, es por dar un servicio y hacer un trabajo para el que estudié”.
Como esta abogada quiteña, Pamela, la estilista que tiene sus tijeras guardadas por meses, también se ha visto empujada de vuelta al mundo doméstico, sin haber tomado esa decisión por voluntad propia. A ella, asegura, le da “alergia la casa”. Alergia, no alegría. “La cocinada, la lavada de ollas, las cortinas, las montañas de ropa: todo eso lo odio”.
De esto se encargaba otra mujer, contratada también para cuidar a la abuela de Pamela. Ella debió prescindir de sus servicios, pues ya no podía pagarlos ni una vez por semana. Su antigua trabajadora le pide —“ruega”, dice Pamela— volver, pues también tiene la nevera vacía. “Pero yo, con esos veinte dólares, lleno mi refrigeradora para diez días”.
“Mi esposo, cuando puede, lava los platos o limpia los polvos. Mi hijo me ayuda a tender las camas y recoge la ropa. Yo les digo: si me vieron cara de empleada, lo siento mucho”.

Trabajar puertas adentro o perder el empleo
María Zurita probablemente nunca se ha preguntado qué es eso de tener “cara de empleada”. Ella limpia casas y oficinas desde hace treinta años y su rostro es el de una mujer cansada, pero casi siempre alegre. En estos días, sin embargo, las preocupaciones han apagado su voz y han borrado de su conversación ese humor chispeante que antes tenía. Su hija, de veinte años, está enferma y ella, madre a cargo de dos jóvenes, ha tenido que aceptar trabajar como interna en la casa en la que servía, para no perder sus ingresos.
“Ellos (sus empleadores) me dicen: ‘es por seguridad, así nos cuidamos todos’, y tienen razón”, dice Zurita. “Una compañera de la urbanización ya se contagió”. Esta modalidad de trabajo, empezó el pasado 20 de julio. Fue la fecha en que volvió al trabajo. “Me dieron la oportunidad”, dice, en un tono que quiere ser agradecido, pero suena a resignado. “Estoy bien, en el cuarto de huéspedes. Lo que pasa es que hasta acostumbrarse es difícil. Una ya no está para estos trotes”, asegura la mujer de 51 años.
Entre marzo y julio, no pudo salir de su casa, pero recibió el sueldo correspondiente a dos meses. Antes, su jornada era de 09:00 a 16:00. “Ahora trabajo de siete a siete, excepto los viernes, que salgo a las tres, para volver el lunes a las nueve”. Así reduce los viajes a Cotocollao, uno de los barrios quiteños con más contagios. Antes de la pandemia, Zurita viajaba dos horas de ida y dos de vuelta. “Ahora me pagan un recorrido”, explica. Su sueldo sigue siendo el mismo: el básico. Pero ella no se detiene a hablar de eso. “No me han dicho nada de cambiar”, es lo único que contesta. “No puedo perder el trabajo”.
Según una publicación reciente de ONU Mujeres, las mujeres que trabajan en servicios domésticos enfrentan dos desafíos: el incremento de tareas y la posibilidad de perder sus ingresos por el miedo al contagio. Algo que les ha pasado ya a varias amigas de Zurita. “Algunas están viviendo con lo poco que han ahorrado. Otras se han puesto a vender frutas, verduras, lo que sea”, cuenta ella. Y un tercer grupo ha visto sus jornadas y sus sueldos reducidos, en acuerdos con sus empleadores.
Para Karina Marín, escritora y docente académica, la situación de estas mujeres es el síntoma de una desigualdad estructural. “Nos debería importar mucho lo que pasa con la mujer que ha perdido su trabajo. Esa mujer ha dejado de trabajar en labores domésticas, un trabajo históricamente precarizado, pero continúa asumiendo las labores y el cuidado de su propia casa, de su propia familia. A partir de ahí, el desequilibrio se extiende a otros espacios: si ella se ha ido, si han debido prescindir de su mano de obra, quienes ocupan el lugar que deja, y sin salario, son otras mujeres, incluso las que habitan espacios donde pueden hallarse modos de vida cubiertos con ciertos privilegios”.
Los acuerdos de trabajos como internas o seminternas son, en el contexto de esta crisis, una salida. “Especialmente en América Latina, acuerdos así podrían garantizar la sostenibilidad de varias familias. Ahora, todo depende de la forma que asuman esos acuerdos: que respeten las horas de trabajo, que sean temporales, que valoren por igual la salud de la trabajadora y de quien la emplea; que considere las características de su familia, que le garantice atención de salud oportuna… Si el trato se aprovecha de la situación desesperada de muchas mujeres, para pagarles el sueldo mínimo y hacer que trabajen diez o doce horas, sin beneficios, además, cuidando a los empleadores que, irresponsablemente, se han contagiado con el virus, pues entonces no estaríamos hablando apenas de pérdida de derechos, sino ante todo de vulneración de derechos y de incumplimiento de responsabilidad laboral”.

Las cuidadoras, invisibles entre las invisibles
Blanca Rivadeneira se dedica al trabajo de cuidado de un familiar, desde hace dos años. Para esta pedagoga en Artes y profesora de danza y biodanza, que ahora vende granola y hace sesiones de lectura de I Ching, el confinamiento decretado por el Gobierno no significó algo nuevo.
“Yo ya estaba aislada. Como cuidadora exclusiva, te colocas en un espacio paralelo al sistema. Aunque dedicas la mayor parte de tus horas a velar por absolutamente todos los aspectos de la persona: salud, alimentación física y espiritual, higiene, ambiente… no sabes exactamente de qué vives; no tienes un sueldo fijo, dependes de ayudas externas”.
Según Rivadeneira, quien cursa una maestría de Género en la Flacso, los cuidadores (la mayoría de ellas, mujeres) son un grupo que ya estaba aislado e invisibilizado antes de la pandemia. “Ahora vivimos un aislamiento dentro del aislamiento, pero somos gente que ya estaba en pantuflas desde hace rato”.
Una de sus luchas personales es que a nivel social el trabajo de cuidado se reconozca como tal. “No es una labor de ocho horas, no es mecánica ni solo física, porque implica tu afectividad; no puedes renunciar, no puedes pedir vacaciones. Pero vivimos en un sistema discriminatorio que no reconoce esta labor como un trabajo”.
De todas formas, cree que la vuelta “forzada” a casa de tantas mujeres, por esta crisis, puede ser vista de otra manera. “La casa, los cuidados también son un lugar de poder. ¿Qué mayor poder que dar de comer a la gente? Toca reconstruir esos espacios, revalorizarlos y resignificarlos. Estar en casa no significa estar en una posición subalterna, como la ha marcado un sistema atravesado por el machismo”.
Las redes de apoyo, los grupos de confianza, son esos espacios “casa adentro” donde las mujeres pueden potenciar ese poder. Esto lo aprendió Rivadeneira cuando debió quedarse en casa, mientras el mundo seguía andando. Ahora, cuando el mundo se ha parado para todos, a ella se han sumado miles de mujeres “en pantuflas”, que luchan por conservar sus propios sueños.