
Corregir, hasta hace poco, era una acción represiva, una cualidad mal recibida, un comedimiento innecesario, un tic de señora sociópata. Pero desde ese “hace poco” esta fijación con los defectos de los otros al escribir se ha convertido en todo lo contrario. Ahora es una profesión hipster.
Algunos le decimos corrección de estilo; enseguida, otra persona dedicada al mismo oficio puede decir: “perdón, yo prefiero corrección de textos”; otra, más ampulosa, hasta podría decir “lo mío va más allá, soy editora de…”. Y así… no terminaríamos nunca.
Correctores de pruebas también los llamaban —a mediados del siglo anterior—, y eran tan exclusivos y raros que los vecinos creían que eran agentes secretos. Solían ser circunspectos y de lentes. Y los empleaban únicamente editoriales, periódicos y revistas grandes.
Ahora no hay que mantenerlo en secreto. Porque el secreto para conseguir trabajo es ser conocido. Que te busquen, que te necesiten, que dependan de ti. Que confíen en ti casi como en su propia mano.
Antes, no. Los escritores desconfiaban de los correctores. Entraban en litigio con ellos por una coma, por una tilde, por una oración. Se batían a duelo con la mayor arma del corrector: el Diccionario de la lengua española. Era una profesión bastante peligrosa y muy mal pagada. Incluso con la ingratitud.
Ahora la mayoría nos necesita. Ahora nos pagan lo que nos merecemos y a veces hasta nos ponen en las dedicatorias de sus libros y sus tesis. Sin hacer bomba, desde luego, no vaya alguien a suponer que también hemos ‘dado investigando y analizando’.
Como la escritura, la corrección es un oficio silencioso, solitario, claro, sin el mérito de estar creando la obra que revisamos con tanta meticulosidad; aunque, a ratos, parezca que la mejoramos un poquito. Para esto se necesita un ojo de águila, modestia, criterio, infinita seguridad y nada de rencor ni de envidia; es un oficio casi fantasmagórico: si no sale impresa una falta, no existimos; si sale el error o más bien dicho ‘¡el horror!’, ahí sí existimos hasta en los titulares de los insultos.
Un texto habla de la reputación del autor y de su genio; un error, de la falta de corrector o de que este no tenga ‘una buena madre’. Siempre se ha dicho que un buen libro requiere de un buen editor y de una prolija edición. Lo veremos en la siguiente columna de Lenguaje y estilo.