Por Ana Cristina Franco.
Ilustración: Luis Eduardo Toapanta.
Edición 466-Marzo 2021.

La diferencia de clases la viví, por primera e intensa vez, en la clase. Como mi madre es profe de música, yo migraba con ella a los distintos colegios donde trabajaba. Estos solían ser, casi siempre, aniñados. Me refiero a que mis compañeras se trataban de usted, vivían en lujosas haciendas y viajaban todos los veranos a Disney; comparaban las marcas de su ropa y zapatos, valoraban muchísimo la calidad de los vehículos de sus progenitores y el color de ojos y cabello de sus mejores amigos.
Como yo no conocía Estados Unidos, y prefería en secreto leer a hacer coreografías, escuchar Los Beatles a Britney Spears, no solía congeniar del todo con ellos. Y no soportaba cuando decían, despectivamente, “longo”. En los noventa longuear era pan de cada día. De todas formas yo trataba de encajar. Una vez invité a un par de compañeras a mi casa, un departamento en Quito; ellas inspeccionaron el lugar y lo compararon con sus casas. “Mi cuarto es del porte de toda su casa, pero sin el baño de visitas”, dijo una de ellas. Y ya no volvieron a salir conmigo al recreo.
Opté por llevarme con los chicos, con ellos me iba un poco mejor. Admiraba a uno en especial. Tenía el pelo largo y collares, desafiaba a los “maestros” con preguntas perspicaces y sabía con precisión todos los datos históricos que se puedan imaginar. Se llamaba Atawallpa. Leía sin parar. Pero tiempo después fue expulsado por tener el pelo largo, por hacer preguntas que los profesores no sabían responder, por ser el único niño de quinto grado que participó de una revuelta de alumnos de quinto curso, que se organizó para exigir justicia para una alumna que fue echada del colegio alternativo por quedar embarazada.
En sexto grado la pasé padeciendo en fiestas “bailables” de cuatro de la tarde a diez de la noche en las que tomábamos Coca-Cola y bailábamos Los Ilegales, no de España, sino de República Dominicana. Por suerte, también tenía un gran amigo, él también era muy especial para mí, iba en patineta y me dedicaba canciones de Nirvana por teléfono. Hasta que un día “se me declaró”. Pero cuando le dije que no, se encargó de mandarme cartas horribles todo el año, asesorado por su mejor amigo, quien le decía que no entendía cómo pudo enamorarse de mí, si yo soy fea. El mejor amigo de mi amigo era un niño hiperactivo dueño de rottweilers (él mismo se parecía bastante a un rottweiler) que pegaba a otros niños, los llamaba longos, y dibujaba esvásticas. Supe, tiempo después, que cuando yo abandoné la escuela, fue él quien empezó a conseguirle drogas a mi amigo, quien nunca pudo salir de eso y murió a los veinticuatro años.
Me enteré también de que otro compañero de esa clase murió a la misma edad. Era “el gordito” de la clase, solían molestarle por su peso y siempre se lo veía solo. Supe que cuando creció se volvió adicto al gimnasio y a las bebidas energizantes y con el tiempo tuvo una trombosis.
Creo que no nos damos cuenta de la enorme responsabilidad que implica enseñar. El otro día, conversando con un amigo, concluimos que este es un país de profesores. Ni bien la gente se gradúa de la universidad empieza a dar clases. No hay muchos profesores apasionados por la docencia, y más bien hay una sobrecarga de seres fracasados en otras ramas, que en lugar de ejercer su profesión directa, se dedican a enseñarla… sin saber enseñar. Como un círculo vicioso (y peligroso) de mediocridad.
Uno de los aspectos positivos y bastante comentados de la pandemia es la revolución que ha causado en el sistema educativo. ¿Será que ahora, que supuestamente hemos aprendido a valorar más los cuidados, estas dinámicas empiezan en realidad a cambiar?