La guerra fría había empezado y, a medida que transcurrían los meses, se hacía cada vez más evidente que el conflicto entre el Occidente capitalista y el Oriente socialista tarde o temprano se calentaría hasta explotar en otra guerra mundial. Corría el año 1953 y, poco antes de morir, el dictador soviético Yósif Stalin había ordenado a su lugarteniente, Lavrenti Beria, que dirigiera los preparativos para afrontar la guerra que inevitablemente se vendría.
Lo primero que debía hacerse era proteger la capacidad soviética de respuesta a un posible ataque nuclear estadounidense. Para entonces, en las ciudades ya había refugios subterráneos para la cúpula militar y para los jefes del partido Comunista, que eran los gobernantes absolutos y todopoderosos. Había, además, planes concretos para mantener siempre en el aire, a buen resguardo de la aviación enemiga, a una parte de los aviones de combate. Pero la avanzada tecnológica de la marina, que eran los submarinos atómicos, estaba expuesta a una destrucción rápida y total.
Georgui Malenkov, primero, y Nikita Kruschev, después, los dos sucesores de Stalin en la cúpula del poder soviético, decidieron proseguir los planes, para lo cual encargaron a los expertos que localizaran el lugar más propicio para esconder la flota de submarinos y “protegerla hasta del ataque más pérfido”. A pesar del apremio, la búsqueda fue cuidadosa y minuciosa. Las inmensas costas soviéticas fueron rastreadas palmo a palmo, en búsqueda del sitio ideal. Finalmente, ya en 1956, el lugar fue encontrado. Y al año siguiente los trabajos comenzaron.
El lugar estaba ubicado en la península de Crimea, en Ucrania, a orillas del mar Negro, junto a una pequeña ciudad portuaria y de pescadores, llamada Balaklava. Antes de que empezaran los trabajos, todos los accesos a la zona fueron tomados por tropas de asalto de la agencia soviética de inteligencia, la KGB, cuyos agentes interrogaron uno por uno a los habitantes del sector para decidir quiénes podrían quedarse y quiénes serían deportados. Los autorizados a permanecer en Balaklava debían ser, todos ellos, comunistas convencidos y seguros. Y así se hizo.
Balaklava estaba al final de una bahía larga y sinuosa, rodeada por montañas rocosas, lo que la ocultaba de la vista tanto desde el mar como desde el cielo. Todo lo referente al proyecto sería “alto secreto de Estado” y, en lo sucesivo, mencionado tan sólo como “Complejo 825 GTS”. Consistía en extraer cien millones de toneladas de roca para construir una fortificación en las entrañas de la montaña, a la que se ingresaría por un canal natural de quinientos metros de ancho, donde serían escondidos los submarinos nucleares soviéticos en caso de guerra. Para mayor seguridad, Balaklava debía ser borrada de los mapas. Y así ocurrió.
Cuando estuvieron terminadas las obras, en 1961, Balaklava ya era una ciudad de varios miles de habitantes (del número preciso nunca hubo datos oficiales), que trabajaban todos en la fortificación, que era una unidad autónoma, con vías internas de transporte, tanques de combustible, plantas de agua potable, generadores eléctricos, depósitos de alimentos, arsenales, talleres, lugares de residencia y hasta un hospital. Contaba también con un dique para reparar los submarinos. En caso de un ataque enemigo, dentro de la montaña podrían vivir tres mil personas hasta tres años, protegiendo siete submarinos.
Balaklava recién volvió a aparecer en los mapas en 1994, tres años después del colapso del sistema socialista y de la desintegración de la Unión Soviética, cuando la fortificación había pasado a control de la nueva Ucrania independiente. Durante medio siglo, Balaklava desapareció de los mapas, como si se la hubiera tragado la tierra. Hoy es un lugar turístico, con un museo histórico y una fortaleza medieval. Y es, también, una reliquia de la guerra fría, esa guerra que el Occidente capitalista y democrático ganó sin disparar ni un solo tiro. (Jorge Ortiz)