Edición 467 – abril 2021.

Los tiempos de lustre y esplendor, en los que fue el centro del mundo, habían quedado atrás: Roma era, ahora, una ciudad en decadencia, que no sólo perdía su brillo, sino también su población. Las epidemias, la corrupción y la molicie de sus élites la habían sumido en una depresión de la que ya nunca se recuperaría. Consciente de la debacle, el emperador Diocleciano resolvió trasladar la corte imperial hacia el Oriente, al Asia Menor. Y en 248 estableció la capital en Nicomedia, la vieja sede del Reino de Bitinia.
Pero al empezar el siglo siguiente, el IV, el Imperio volvió a estremecerse por una sucesión interminable de ambiciones y discordias. Y se partió en dos. Del Occidente se apoderó Constantino, que gobernaba desde Milán, y del Oriente se apropió Licinio, asentado en Nicomedia. La disputa, con algunas treguas precarias e inútiles, duró once años, hasta que, en septiembre de 323, Constantino abatió a Licinio y reunificó el Imperio. Y sin demora puso manos a la obra en sus planes de recobrar la magnificencia de tiempos idos.
Para entonces, Constantino ya había abierto el Imperio Romano a una nueva fe, llegada de Galilea, que la gente pobre y olvidada extendía hasta los confines más lejanos. Lo había hecho en 313, con un edicto que firmó en Milán para que el paganismo dejara de ser la religión oficial, lo que en la práctica había significado la legalización del cristianismo. Había sido un gesto de tolerancia, por supuesto, pero también una maniobra política oportuna y hábil.
Constantino anhelaba el renacimiento del Imperio y, claro, la apertura al cristianismo le había provisto de unos respaldos caudalosos y resueltos con los cuales emprender su obra magna. Y decidió que una nueva capital sería el símbolo mejor de ese renacimiento. Primero pensó en Troya, la ciudad que Homero había venerado en La Ilíada, el poema épico más célebre jamás habido. Pero Troya, destruida quince siglos antes por los griegos, si bien coronaba los estrechos, estaba ubicada en las orillas del mar Egeo, una posición difícil de defender. Pero Bizancio, en las orillas del mar Negro, no tenía esa dificultad.
Tras largas cavilaciones, el emperador se decidió por Bizancio: también coronaba los estrechos, el del Bósforo y el de los Dardanelos, y quedaba a medio camino de las dos fronteras imperiales más amenazadas, que eran la del Danubio, acosada por los godos, y la del Éufrates, asediada por los persas. Y aunque Bizancio nunca había sido una ciudad deslumbrante, tan sólo un centro dinámico de comercio, sin arte, cultura ni grandes personajes, Constantino concluyó que con unas murallas resistentes, un ejército poderoso y una flota bien dotada la nueva capital sería inexpugnable. Y, además, sí era posible hacerla formidable.
Era posible, incluso, convertirla en la nueva Roma, edificándola otra vez sobre planos que emulaban a la vieja Roma, con siete colinas, un foro, un senado y un palacio. La dotó también de un hipódromo de dimensiones colosales, con medio kilómetro de longitud, ciento cincuenta metros de ancho y capacidad para sesenta mil personas. Hizo teatros, iglesias, baños, embalses y graneros. Y construyó casas para los aristócratas, dispuestos a pagar precios de oro para estar cerca de la corte. Y, al final, de Atenas hizo llevar estatuas para embellecer ‘su’ ciudad.
‘Su’ ciudad, sí, porque cuando la refundó, el 11 de mayo de 330, la llamó “la Nueva Roma, que es la ciudad de Constantino”. Y aunque en los papeles oficiales se llamó Nueva Roma durante más de mil años, todos la denominaron siempre ‘Konstantinou Polis’, en griego, o ‘Constantinopolis’, en latín. Y así, como Constantinopla, fue la ciudad más luminosa y famosa de su tiempo, la mejor de todas, la más rica y la más culta, donde el cristianismo que el emperador había autorizado con el Edicto de Milán definió, consolidó y pulió su doctrina, que ya se había difundido por el planeta entero cuando once siglos más tarde, en 1453, cayó en manos de los turcos, que la convirtieron al islam.