Por Jorge Ortiz.
Edición 433 – junio 2018.
La respuesta del oráculo había sido alentadora, pero también ambigua y confusa: “hallarás un nuevo hogar frente a la ciudad de los ciegos”. Lo de “nuevo hogar” sonaba promisorio, pues era, al fin y al cabo, lo que los expedicionarios estaban buscando. Pero, ¿“frente a la ciudad de los ciegos”? Bizas, el líder de la expedición, había ido a Delfos para que el oráculo lo iluminara, pero las pitonisas le estaban haciendo naufragar en un océano de incertidumbre. Y es que ni Bizas ni nadie había oído nunca hablar de “la ciudad de los ciegos”. ¿Existe, acaso, una ciudad de ciegos? Como quiera que fuera, la necesidad apremiaba, la consulta estaba hecha y su “nuevo hogar” les esperaba. Y se hicieron a la mar.
Por entones, siete siglos antes de Cristo, las ciudades griegas estaban sobrepobladas y revueltas. Los alimentos faltaban y los precios subían. Y no sólo en Atenas. También en Tebas y en Corinto, en Megara y en Esparta. Quienes tenían espíritu emprendedor y aventurero, que no eran pocos, se embarcaban en busca de lugares propicios, con puertos naturales y tierras generosas, para fundar nuevas ciudades, nuevas ‘polis’ con los valores y procederes de su admirada cultura helenística. En el Mediterráneo, al este y al oeste de Grecia, no sería difícil encontrar bahías hospitalarias.
Hacia el noreste, en concreto, había una región muy codiciada: el Ponto Euxino (hoy conocida como mar Negro). Para llegar allá había que remontar el mar Egeo, cruzar los Dardanelos (el estrecho, entonces llamado Helesponto, que separa Europa del Asia Menor), avanzar por el mar de Mármara (al que los griegos llamaban Propontis) y, tras cruzar un segundo estrecho, el del Bósforo, alcanzar el Ponto, cuyas tierras costeras eran ricas en cereales, con llanuras pródigas que se extendían sin límite hacia el norte, hacia Escitia (la Ucrania actual). Con ese rumbo izaron velas Bizas y sus marinos, como en el relato mitológico lo habían hecho seis siglos antes Jasón y los Argonautas. Atrás quedaron los parajes ásperos, de rocas y montañas, de la vieja Grecia.
En efecto, los expedicionarios atravesaron el Helesponto, cruzaron el Propontis y se internaron en el Bósforo. Rastrearon palmo a palmo sus orillas, seguros de que, si allí fundaban una ciudad, dominarían el comercio entre los mares Egeo y Negro, como Troya lo había hecho hasta su destrucción en el siglo XIII (o, tal vez, XII) antes de Cristo. Pero tenían que identificar el lugar adecuado. Sin embargo, otros habían tenido antes la misma idea: en la orilla oriental, en el lado asiático del estrecho, unos colonizadores ya habían dado con una línea costera recta y suave, donde sería fácil construir un puerto. Y allí habían fundado una ciudad, a la que llamaron Calcedonia.
Decepcionados, Bizas y sus hombres se dedicaron, sin grandes esperanzas, a rastrear la orilla occidental, la europea, del Bósforo. Y en esas estaban cuando un buen día, como si fuera obra de Zeus, se les presentó el lugar ideal, inmejorable, en la desembocadura de un río (el Cuerno de Oro, según se lo denominaría más tarde), con un puerto natural plácido y extenso, que sería fácil de defender porque tenía agua en tres de sus cuatro lados, y adyacente a amplias planicies de tierra fértil. No podía haber en el mundo un lugar mejor. Los expedicionarios quedaron maravillados.
Y allí, frente a Calcedonia, a sólo cuatro kilómetros pero en la orilla opuesta del estrecho, Bizas y sus hombres fundaron su propia ciudad. Pero, antes, se hicieron unas preguntas inevitables: ¿cómo los primeros expedicionarios no vieron un lugar tan perfecto, al que ningún reparo se le podía poner, y habían fundado su ciudad en un sitio tan inferior, de puerto pequeño y muy vulnerable a invasiones, cuando ahí, a la vista, había otro lugar, mejor en todo? ¿Cómo pudieron ser tan ciegos?
Fue entonces cuando, “frente a la ciudad de los ciegos”, frente a Calcedonia, Bizas fundó su ciudad y le puso su nombre: Bizancio. Era el año 657 antes de Cristo. La profecía del Oráculo de Delfos se había cumplido. Esa ciudad sería, con el pasar de los siglos, la capital del Imperio Romano de Oriente, y en ella, rebautizándola, Constantino el Grande crearía su propia ciudad, Constantinopla, donde a partir del año 325 (hasta su caída en manos de los turcos y del islam, en 1453) sería debatida, configurada y pulida la doctrina cristiana, que, a su vez, estaría en la base de lo que llegaría a ser la civilización occidental, heredera de la sabiduría griega y del derecho romano. Nada menos. Y todo eso ocurrió allí, frente a la ciudad de los ciegos.