Por Salvador Izquierdo.
Ilustración: Diego Corrales.
Edición 449 – octubre 2019.
Me puse a despachar una serie de correos que se habían acumulado durante las vacaciones. Desde la cocina, mi pareja me hizo una pregunta sobre otro asunto pendiente. Muchas cosas estaban pendientes porque recién la noche anterior habíamos vuelto a la ciudad luego de un periplo de diez días por la Costa. No le presté atención en ese momento. Tenía poco tiempo para alistarme y salir a la oficina. Vi mi celular. Había información ahí que me servía. Ingresé mi PIN, vi un mensaje, luego otro y luego lo olvidé todo como quien se queda en blanco, salivando.
Mientras me alistaba en el baño traté de recordar qué era lo que iba a hacer. ¿Para qué había agarrado el celular? ¿Cuál era la información relevante que tenía que consultar? ¿Sobre qué? Ya no sabía cómo recuperarlo. No había una secuencia de pasos que pudiera dar en reversa, como cuando de pequeño se me perdía algo y mamá decía que regresara a cada sitio de la casa en el que había estado. Es un buen método, pero dentro de la mente no podía dar pasos ni para adelante ni para atrás, tenía aire. De la nada, recordé a un hombre en un bus en Vancouver, Canadá, hace muchos años. Jugaba en su celular. Iba acompañado de su prometida. Ella se jactaba, frente a otra pasajera, de la luna de miel que habían organizado, un viaje a Egipto, creo. Le preguntó algo a su prometido, pero antes de que este levantara la mirada y pudiera responder, ella le aclaró a la otra pasajera que su man jugaba Sudoku y que lo hacía para mantener la mente activa, incluso durante los trayectos del bus. Era un prometido ejemplar, llegaría a viejo con la mente lúcida porque nunca la dejaba de ejercitar. No tendría problemas de memoria. Eso decía. La escena ocurrió una sola vez y yo la vi hace más de cinco años; mientras que lo que acababa de buscar en mi celular, ¿qué era?
Había más cosas que recordaba y no tan lejanas. Recordaba lo bien que la pasamos en nuestro viaje, que había leído un estupendo libro de poesía. Recordaba que la mañana en que salíamos para la Costa, yo había puesto la alarma para las 5:00 pero me había despertado a las 3:00; y que cuando regresábamos puse la alarma para las 7:00 pero me desperté a las 2:00, pensando, a esa hora en que todo lo de la mente se amplifica, que me estaba volviendo loco. ¿Quién se levanta en la madrugada sin despertador? ¿Era insomnio o una señal más del crack-up de los 39 que tan bien describió F. Scott Fitzgerald en sus artículos para la revista Esquire en 1936?
El Crack-up es un pequeño ensayo autobiográfico cuyo eje central es el relato de una crisis nerviosa sufrida por el autor, antes de lo previsto. FSF se lamenta de no haber jugado fútbol americano en la universidad ni de pelear en la guerra. Esas sensaciones se resumen en la idea de que los daños producidos por los golpes no aparecen todos a la vez, sino que crepitan desde adentro, al ritmo de una grieta en un plato despostillado. No creo que exista un texto que me ofrezca más, en cada una de sus líneas, sobre el paso del tiempo. Quizá todo esto sea solo una excusa para dejarlo por escrito.
Finalmente recordé lo que iba a hacer. No era nada grave. Mi pareja me había preguntado algo y mi intención fue la de buscar en el celular el mensaje que me había puesto un amigo con información sobre ese tema. Cuando la encontré, lo compartí con ella y la vida siguió.
Se me ocurre, ahora, que los celulares son pequeños portales del olvido. En principio, uno acude a ellos para conectarse, pero muchas veces lo que ocurre es que olvidamos lo que estábamos haciendo pocos instantes atrás. Son portales de ansiedad, pero la verdadera resquebrajadura la llevamos en los nervios, y tarde o temprano quedaremos como “el plato rajado que no sacas cuando hay visitas, pero sirve para sostener galletitas de sal en las altas horas de la noche”.