Por Ana Cristina Franco.
Ilustración: Luis Eduardo Toapanta.
Edición 455 – abril 2020.

En las noches de insomnio viene a mí una imagen-sensación que sirve para conciliar el sueño: no sé por qué pienso en la casa de mis tías abuelas en Latacunga. Soy un fantasma y puedo jurar que la recorro. Como una matrioshka era la casa. Interminable. Con puertas que daban a otros mundos. Pasillos serpentinos en los que había muñecas, espíritus, alter egos. En cada alacena, un agujero negro. De hecho, más que una casa, parecía un laberinto mágico. O al menos eso me gustaba creer, tal vez por las historias que me contaba mi mamá; como esa en la que ella y sus primos habían jugado a la ouija en esa habitación de cristal que estaba incrustada en plena sala, y un espíritu les había dicho que en su vida pasada habían sido amantes; desde que supe de esa historia, y de otras de extraterrestres que contaba mi tía Ceci, me gustaba pensar en esa pequeña cabina de cristal como una máquina del tiempo. Me acuerdo también de la mesita pequeña con el mantel bordado, redondo, bajo el teléfono de disco; el comedor de la tía Ceci, siempre con los puestos servidos para todo el mundo, para el que llegue, su corazón enorme, su pelo blanco, sus historias de extraterrestres, su locro (el mejor del mundo) con Coca-Cola, sus tazas de café humeante; galletas, mermeladas, pan, jugo, chocolate caliente, pastas, caramelos, bizcochos… Parecía el comedor de una reina o un hada.
Contenido exclusivo para usuarios registrados. Regístrate gratis
Puedes leer este contenido gratuito iniciando sesión o creando una cuenta por única vez. Por favor, inicia sesión o crea una cuenta para seguir leyendo.