La Casa Embrujada de Urdesa

Fotografía: Omas Sotomayor.

Dicen que el demonio vive donde está la soledad.

Soy una casa embrujada, la mansión del terror de Urdesa. Durante un tiempo me llamaron La Casa de Colores o con el extraño nombre de Inmundicipio, pero me gusta más cuando se refieren a mí como La Casa Fantasma. Soy un lugar levantado sobre el misterio y la imposibilidad. Y sí, estoy llena de demonios.

A semejanza de los seres humanos —después de todo somos creadas por ellos—, las casas también sentimos —o nos gusta sentir— que tenemos un destino. Cuando ese destino no se cumple, sufrimos. Una mezcla de tristeza y amargura se apodera de nosotras, se nos instala en los muros y crece como el moho. Soy una construcción destinada a ser habitada, pero nadie puede quedarse a vivir aquí. Pocos lo han intentado, y su estancia siempre es breve; distintas y violentas fuerzas los expulsan de mí. Los veo caminar por mis pasillos, escucho palabras, risas, algún grito, susurros desde el patio, música en la piscina… y de repente ya no están.

El primero en venir fue Ramírez, un agricultor de otra provincia. Él compró los terrenos y me mandó a construir. Recorría con ilusión mi patio y su malecón junto al estero, la idea era mudarse acá con su familia. Mis acabados estaban casi listos, pero el invierno de 1983 fue devastador. Las haciendas del hombre quebraron y no me pudo terminar. Pasaron los años, sus hijos crecieron, viajaron, formaron sus propias familias. Dicen que Ramírez murió y la viuda, finalmente, me vendió.

Tras un largo silencio, volvieron a abrir mis puertas. A fines de los noventa llegó un tropel de hombres y mujeres con cajas llenas de documentos, sillas, escritorios y computadoras. Guardaron todo tipo de cosas en varios de mis cuartos, mientras en una de las salas armaron una oficina. Al parecer fui una de las tantas bodegas de la Agencia de Garantía de Depósitos. Mis habitantes temporales inventariaban bienes de bancos quebrados, para tratar de venderlos y devolver el dinero de los depositantes. El Ecuador estaba en medio de una de sus peores crisis económicas, decenas de miles de familias lo perdieron todo. Colapsaron diecisiete bancos; curioso, el mismo número de mis cuartos. La AGD ya no existe.

Tengo la maldición de los sueños truncos, piensa hoy el que sería mi próximo residente. En 2010 Daniel Adoum era un joven artista visual que ya se había metido en pleitos con el municipio, que a su vez lo perseguía, multaba y castigaba por sus pintadas urbanas. Daniel vivía en Urdesa y pasaba frente a mí a diario, hasta que una vez —como lo han hecho tantos— saltó la cerca para curiosear. Se fascinó. Fue como un enamoramiento, dice, me vio potencial. Decidió pintar los muros olvidados de mi fachada con rectángulos de colores llamativos, y poco después conoció al Italiano.

El Italiano, que era mi nuevo dueño, lo había estado escuchando desde una mesa cercana, en el restaurante playero donde coincidieron por casualidad. Lo había reconocido, y con paciencia esperó el momento para gritar: “¡Así que eres tú el que ha pintado mi casa!” Pero hicieron migas. Daniel lo convenció que lo dejara adecuarme como un taller y él accedió. Así fui alquilada y rebautizada como el Inmundicipio. Desde octubre de 2011 hasta inicios de 2013 funcioné como galería, sala de conciertos y espacio de todo tipo de encuentros artísticos. Igual me estaba cayendo, pero estaba limpia y de colores, era parte mi encanto y del discurso de Daniel y sus acólitos: de las ruinas estaban haciendo cultura.

Daniel acepta que tengo lugares tenebrosos, donde la temperatura baja, dan escalofríos y sientes algo en la nuca, aunque de la única presencia que puede dar testimonio contundente es la de ladrones (cuatro veces entraron a robar). Pero si le preguntaban por mi actividad paranormal se inventaba cualquier pendejada —como que Camargo había enterrado aquí a sus víctimas—; lo hacía, dice, para alimentar la cultura corporativa y terrorífica del Inmundicipio, de La Casa Fantasma. Fue mi mejor momento. Diez años después Daniel recuerda toda esa actividad, tanta gente recorriéndome y disfrutándome, como un espectro, algo que no sucedió realmente. Yo también. Por la presión de algunos vecinos las citaciones llovían, mis puertas se volvieron a cerrar, y de nuevo quede a solas.

No todos tienen un techo sobre su cabeza, como dice Bianka, una de las personas que más tiempo ha pasado dentro de mí. Bianka vivió aquí tres años. Nunca pensó que se quedaría tanto, fue lo que se dice una okupa junto a otros ocho jóvenes adictos sin más hogar que mis entrañas. Se despertaba a las tres de la tarde y salía a trabajar —decía ella—, a coger, es decir, a robar en los centros comerciales cercanos. El fruto de su recolección lo cambiaba por droga, volvía a mí y no salía hasta la noche, cuando terminaba de consumir. Entonces Bianka bajaba a deambular por el barrio, a pedir comida. Hubo constantes intentos de desalojarlos. Parecía una película de terror, escuchaban a la policía y corrían a esconderse en mi ático.

Gracias a mí, Bianka consiguió trabajo. Su sueño había sido estudiar Hotelería y Turismo, y cuando llegaban a mí los curiosos exploradores de lo desconocido, ella hacía las veces de guía en la mansión embrujada, a cambio de unas monedas. Hablaba de energías, de respetar la casa, y asegura que hubo tres personas desmayadas durante los recorridos. Una vez llegó el Italiano con la policía y una orden de desalojo que se cumplió definitivamente. Cuando mis okupas salieron salió también, alocado, el Bate, un perrito que cuidaban, y un carro lo mató. Bianka y sus amigos volvieron solo para enterrarlo en mi patio, todos estaban llorando.

Decenas de miles de personas me conocen gracias a Internet. Me han visitado youtubers, influencers, investigadores de lo paranormal, guerreros espirituales, pastores, parasicólogos. En los secretos que guardan mis paredes se mezclan mentira y verdad: se dice que aquí se han hecho ritos satánicos, que durante mi construcción un albañil murió en un accidente y su cuerpo está enterrado en mis bases, que una niñera cocinó al niño que cuidaba y se lo sirvió a los padres, que he sido el escenario de orgías de sangre.

“Si hay alguien aquí presente, que de algún modo se comunique”, piden algunos que vienen por la noche a buscar experiencias fuertes. Una vez llegó un grupo de periodistas y religiosos, me hicieron un exorcismo, y un fotógrafo que documentaba el acto de pronto se sintió mal, empezó a sudar frío, se le erizó la piel. “Dicen que el demonio habita donde está la soledad”, recordó.

He sobrevivido a tres incendios, y se me nota, sigo destruida.

En noviembre del año pasado llegaron funcionarios municipales y anunciaron que me iban a demoler por vetusta. Al parecer el Italiano tenía planes para mí, convertirme en una especie de hotel-dormitorio para estudiantes, pero nunca consiguió los permisos.

En 1955 la Urbanizadora del Salado —Urdesa— creó la ciudadela donde sigo, la primera de Guayaquil que buscó integrar a la clase media con la clase alta. Hicieron casas pequeñas, pero también otras en terrenos como el mío, junto al estero, con espacio para piscinas y cuartos de servidumbre. Pasaron las décadas y los ricos se fueron mudando a barrios más exclusivos, las mansiones de Urdesa se convirtieron en aseguradoras, tiendas, restaurantes, consulados. No soy entonces la única mansión abandonada del barrio, muchas de mis hermanas están hoy vacías, esperando su desconocido destino, pero ninguna tiene tantas historias ni es tan famosa como yo.

Por su inclusivo diseño urbanístico y su arquitectura moderna, muchos abogan para que Urdesa sea considerada y protegida como conjunto residencial patrimonial, pero eso a mí no me ampara. Fui construida fuera de tiempo, mis tejas y balcones recogen caca de pájaro, son la antítesis de las líneas elegantes de la modernidad setentera, no tengo valor arquitectónico ni de mercado.

Hoy siguen habitando en mí el abandono, los planes truncos, los sueños rotos, los huesos de un perro enterrado en mi jardín y algunas pesadillas. La noticia de mi demolición me ha hecho aún más popular. Estoy condenada, pero mi ejecución se retrasa. En algún momento el municipio buscó a Daniel para liderar mi reactivación como espacio cultural, pero las conversaciones no avanzan, parece una ilusión, otro proyecto fallido. Sin embargo, sigo aquí, y tengo un presentimiento: aunque finalmente me derrumben y de mí solo quede el terreno, permaneceré, seguiré viviendo en los recuerdos y la imaginación de los guayaquileños como La Mansión Embrujada de Urdesa.

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