Un día la familia Carapaz empezó a recibir a mucha gente que llegaba encantada por los triunfos de Richard. El espacio privado del hogar se volvió público, y así surgió La casa de Richie, un restaurante familiar.

Richard Carapaz ganaba el Giro de Italia 2019 y poco después se desataba una marea en el Carchi. Gente de todo el Ecuador, e incluso de Colombia, empezó a llegar a la casa de su familia, ubicada en la comunidad Playa Alta, un hermoso paraje andino a medio camino entre las parroquias Julio Andrade y El Carmelo, a veinticinco minutos de Tulcán.
Periodistas, curiosos y aficionados querían conocer dónde creció el que para muchos es ya el deportista más importante en la historia del Ecuador, ver si con fortuna se lo encontraban y se tomaban una foto con él, o simplemente saludar a sus padres y felicitarles por el orgullo que ha brindado su hijo.
Doña Ana Montenegro y don Antonio Carapaz, y Cristina y Marcela, hermanas de Richard, recibían a los viajeros y los acomodaban en la sala de su casa, una casa pequeña y modesta de una sola planta donde se disponen, al frente, una bodega, la cocina y esa sala, que a la vez es una minitienda de prendas deportivas de la marca del ciclista y un exhibidor de la parafernalia alusiva a sus logros.
—Un día llegó un señor de Loja —dice doña Ana con la voz frágil—, y me pidió que les preparara algo, aunque sea un cafecito, unas papas con queso, porque venían de lejos y por aquí no había nada para servirse.
Con su conocida gentileza, la familia empezó a ofrecerles, de manera gratuita, café con sánduches de queso, habas, mellocos, papas cocidas. Luego, la pandemia frenó la romería de visitantes, pero con el paso de los meses y la distensión de restricciones, volvieron a llegar.
El espacio íntimo de esa casa, donde nació don Antonio y donde la pareja ha vivido durante cuarenta años, se volvió público, hasta que la concurrencia desbordó las posibilidades de acogida y a Cristina, treinta años, segunda de los tres hermanos (Marcela tiene 31 y Richard veintinueve), se le ocurrió que podían instalar una carpa al filo de la carretera que bordea la casa y ofrecer un par de platos, esta vez ya como negocio.
Lo anunció en sus redes sociales y el sábado de aquel fin de semana, a inicios de 2021, prepararon carne a la parrilla, habas, mellocos, choclos, quesillo con miel de panela. Llegó poca gente, y entonces los Carapaz se preguntaron si al día siguiente debían volver a hacerlo.
Lo hicieron porque ya lo habían anunciado, pero ya no al filo de la carretera sino en el patio de la casa, una explanada de tierra y cemento desde donde se ve, en lo extenso, un hermoso paisaje ondulado forrado de sembríos de papas; al frente un montecito puntón, y al pie la carretera que separa Carchi de Sucumbíos y por la cual atraviesan, a lo largo del día, ciclistas de todas las edades que tienen como ídolo al muchacho de esa familia.
Entre los extremos de esa explanada se teje una historia de triunfo. En el uno está la escultura de un Richard Carapaz con los brazos en alto que el Municipio de Tulcán le otorgó tras ganar los Juegos Olímpicos de Tokio 2021. En el opuesto, a un costado de la casa, como un tótem se erige, asentada en una base de neumáticos pintados de colores y colgada de un tronco añejo, la bicicleta de su infancia, aquella sin llantas que llegó entre la chatarra que transportaba su padre y con la que, se sabe ahora, empezó la leyenda.

Instalados allí, aquel domingo todo iba a ser más práctico porque tenían el cuarto de cocina a la mano, un cuarto amplio pintado en beige donde hay un viejo fogón, una cocina industrial de tres quemadores, un lavadero, un comedor de madera con cuatro sillas y una estantería de metal con vajilla como para una familia de veinte personas.
—Llegó mucha gente, pero la verdad no estábamos muy preparados —dice Cristina Carapaz—, y como era apenas nuestro segundo día con ese experimento, mucha gente nos criticó y nos dijo que debíamos mejorar.
Pero la idea quedó instalada y en adelante tomó la forma de un emprendimiento familiar. Acomodaron el cuarto de bodega e hicieron una ampliación improvisada que cubrieron con plásticos. Los visitantes aumentaban a medida que crecía la popularidad de La locomotora del Carchi, sobre todo luego de que en el Tour de France 2021 se ubicara en el tercer lugar del podio.
No fue difícil definir el menú.
—Conversamos con mi esposo y dijimos que debíamos ofrecer comidita tradicional, lo que nuestra tierra produce —dice doña Ana.
La tierra de su propiedad da papas de variedades superchola y única de producción convencional, como en la mayoría de la provincia. Carchi es el mayor productor por hectárea en el país, con veinticinco toneladas anuales frente a 13,7 toneladas en otras provincias de la Sierra, según cifras del VII Congreso Ecuatoriano de la Papa (2017).
El resto, choclos, habas, mellocos, lo consiguen en chacras vecinas; la trucha en un criadero cercano, y el pollo para el caldo y el cerdo para el asado en la parroquia Julio Andrade. Así se armó un menú compacto basado en los productos más comunes que se dan alrededor y en algunos platos que siempre se han comido casa adentro, que a la vez son platos familiares en las tradiciones locales. La cocina hogareña de la familia Carapaz saltó, de pronto, a la esfera comercial.
—Quisimos ofrecer comida que la gente conoce, pero también cosas que a Richard le gusta comer —explica su hermana Cristina—. Por eso, ofrecemos el morocho con leche y, aunque no están siempre en el menú, bajo pedido preparamos los cuyes asados que a él le gustan.
En noviembre de 2020, luego de haber obtenido el segundo lugar en la Vuelta a España, Carapaz publicó en sus redes sociales una fotografía jocosa en la que se lo ve con los ojos bien abiertos mirando una pantalla, como sorprendido por algo. “Tu cara cuando te dicen que tienes cuy asado y morocho con leche esperando en la mesa”, escribió, y añadió varios emoticones de carcajadas. Para Richard Carapaz el morocho con leche es bebida energizante.
En su casa doña Ana llama a esas bebidas comida de leche, es decir, además del morocho, cereales como el arroz, la cebada y el trigo cocidos en leche para lograr bebidas espesas que, tomadas con o sin azúcar, son comunes en el almuerzo y la merienda.
Luego de más de un año de atender en las instalaciones improvisadas, a inicios de 2022, la familia decidió construir, junto a su casa, un local para restaurante. La casa de Richie es un amplio salón de ladrillo y madera con capacidad para ochenta comensales, en cuyo interior hay unos pocos adornos alusivos a su carrera y donde las mesas de madera rústica tienen impreso el logotipo del lugar.
Aunque no se ha inaugurado oficialmente, abrió sus puertas en marzo de este año. Sobre el marco de la chimenea, una pequeña pizarra de tiza líquida anuncia el menú: Asado (chuleta y chorizo), trucha frita, caldo de gallina, choclos, habas, mellocos, quesillo con miel y, claro, morocho con tortillas de tiesto.

•
—Los días que estamos más a full son los sábados, domingos y feriados —dice doña Ana—, pero atendemos toda la semana, solo que de lunes a viernes a la gente le toca esperar un poquito hasta prepararles los platos.
En abril doña Ana, que tiene setenta años, tuvo que ser hospitalizada en Quito por un quebranto que empezó con hinchazón en los pies y terminó con una embolia cerebral. Ahora está recuperada, y aunque su cuerpo parece desmentirlo (la voz cansada, el caminar esforzado), sí lo demuestran su sonrisa persistente y una bondad muy maternal. Ella sentó la sazón del menú, pero ya no cocina. Hoy dirige las tareas que los fines de semana sostienen su hija Cristina y varios empleados ocasionales, y, en el día a día, la jefa de cocina Mariela Achinchoy, vecina del sector.
Es ella quien este miércoles a inicios de junio preparó sopa de arroz de cebada y un seco de carne para los trabajadores que, junto a don Antonio, desde temprano evacuaban el agua de lluvia que se había acumulado en sus sembríos. Es por eso que en la cocina de los Carapaz existe tanta vajilla: siempre hay trabajadores de la tierra a los que hay que alimentar.
Ahora Mariela me prepara una trucha frita. Soy el único cliente y, por eso, me proponen comer en la cocina de la casa. El pescado, de buen tamaño y buen sabor, se sirve a la usanza local, con arroz, papas fritas y ensalada. Acompaña un vaso con fresco de piña, y cierra el menú una porción de quesillo con miel, postre tan simple como atinado. Cinco dólares por el conjunto. Sencilla y sin pretensiones, la comida en La casa de Richie reconforta.
—No somos especialistas, pero tenemos nociones —dice doña Ana sentada junto al fogón para aplacar el frío que, a media tarde, empieza a sentirse en estos tres mil metros sobre el nivel del mar.
•

Siguiendo su costumbre, don Antonio Carapaz, sesenta años, salud recia y humor jovial, desayunó dos huevos, café, un sánduche de queso y, como tiene que ser, alguna papa cocida que siempre hay. Salió temprano a trabajar en su terreno, que está atravesado por la carretera que bordea su casa, por lo que una parte queda alrededor de esta y otra se extiende al otro lado del camino, en lo que ya es territorio de Sucumbíos. Son diez hectáreas de espacio laborable, la mayoría sembrada con pasto, donde doce vacas que lucen plácidas engordan para más tarde ser vendidas.
En una zona del terreno me muestra un sembrío de papas que anda bien. En total son alrededor de tres hectáreas donde, si el temporal es benigno, por cien quintales de semillas obtiene una producción de dos mil quintales cada seis meses, proporción aceptable. Toda su vida ha trabajado la tierra pero, además de esa labor, durante 35 años fue chofer de un camión que llevaba víveres hacia la Amazonía y de ahí traía café, maíz, madera y chatarra que comercializaba en su provincia y también en Colombia.
Eran finales de los años noventa, una noche de Navidad. Él estaba en la Amazonía y su familia se había ido a una invitación en el pueblo. Ladrones aprovecharon el momento y vaciaron su casa, se llevaron todo, desde la ropa hasta las camas y los electrodomésticos. Se llevaron también la primera bicicleta que le habían comprado a Richard. Desecho, el niño de cinco años no paraba de pedirle a su papá que le comprara otra.
—Pero yo tenía que pagar de un carro que habíamos comprado y, además, empezar de cero por todo lo que nos robaron, y no tenía para comprarle una bicicleta —dice don Antonio.
Poco después, en una carga de chatarra que trajo desde la Amazonía llegó una bicicleta azul sin llantas y sin frenos, la que hoy yace elevada como un monumento frente a la casa familiar.
—Para que ya no me moleste le dije: “Tenga, mijo, ahí está su bicicleta”.
No se despegó de ella pese a que poco después sus padres pudieron regalarle una nueva. Prefirió la azul desvencijada, que mantuvo siempre sin llantas —la rodaba sobre los aros—, y también sin frenos —frenaba atascando la llanta trasera con su zapato derecho hasta que se le destrozara el taco—. Así, Richard iba a la escuela y jugaba hasta la noche en aquellos caminos de lastre. Así, Richard era feliz.
—Le gustaba sentirse diferente, saber que nadie tenía una bicicleta como esa —dice su padre.
La usó hasta que tuvo catorce años, que es cuando empezó a entrenar. El resto es la fulgurante historia deportiva del campeón olímpico.
•
Por esos días de junio, Richard Carapaz acababa de regresar al Ecuador luego de haber obtenido el segundo lugar en el Giro de Italia 2022. Pasó unos días en Quito atendiendo compromisos, y en su entorno familiar se decía que estaba próximo a llegar a Tulcán, donde queda su residencia, pero nadie sabía con exactitud cuándo lo haría.
Su madre esperaba que se lo confirmaran para entonces poner a remojar el morocho y al día siguiente, cuando él fuera a visitarla como cada vez que vuelve a su tierra, tenerle listo en la mesa un vaso de su bebida favorita.