En la Casa Museo Remigio Crespo Toral se puede admirar no solo la forma de vida de la aristocracia de hace un siglo, sino también el arte de las diversas épocas que ha vivido Cuenca.

Fotografías Juan Pablo Merchán.
Si recorremos el Centro Histórico de Cuenca, sorprende que aquello que comúnmente llamamos arquitectura colonial realmente corresponde a una espléndida arquitectura republicana que se fue levantando a fines del siglo XIX y principios del XX. La ciudad en su época de oro o progresista, entre 1880 y 1913, cambiaría su fisonomía aupada por una economía boyante ligada a la exportación de quinina o cascarilla y el sombrero de paja toquilla. Poco a poco la pobre, oscura e insalubre urbe colonial de sencillas casas de adobe y ladrillo empañetadas de cal, de uno o dos pisos, algunas techadas de teja, muchas de paja, iba desapareciendo. Poderosos comerciantes e industriales progresistas la moldearían románticamente francesa, inglesa o alemana, y poetas y políticos la tildarían como la Atenas del Ecuador.
Hasta fines de 1800, el límite sur de Cuenca había sido la Calle Larga. Y es precisamente en esta —hoy llena de bares, cafeterías y hoteles— donde se empezarían a construir grandes y modernas casonas familiares que se descolgarían literalmente por un despeñadero, hoy conocido como El Barranco, hacia la plataforma baja donde corren briosas las aguas del Tomebamba.
La diferencia de altura provocó que la mayoría de estas nuevas construcciones se diseñaran escalonadas en varios pisos y que se aprovecharan las vistas hacia la gran explanada cuyo recorrido visual terminaba en Turi, un pequeño poblado habitado por campesinos. Este ejercicio que incorporaba el paisaje ayudó a la creación de los primeros jardines domésticos modernos, e integrar plantas, árboles y arbustos “exóticos”. Y aquí empieza nuestra historia…
Frente a la Alianza Obrera, la plaza de la Merced y su iglesia oblata, ambas aún en pie, se empezaría a construir en 1910 la casa del escritor y político conservador Remigio Crespo Toral (1860-1939) y su esposa Elvira Vega. Reubicada hacia el río, sus habitaciones más importantes daban a él. Esta fachada posterior presenta un peculiar diseño en medio de un jardín lleno de vegetación, acorde con las ideas de su dueño de crear más espacios verdes para la ciudad.
Lo cierto es que a pesar de las limitaciones físicas de la topografía irregular, Crespo Toral levantó su casa de varios pisos, al parecer bajo la dirección de un ingeniero civil y eléctrico, el chileno Juan Teodoro Thomas Muñoz. Dicha edificación se convertiría en el Museo Municipal Remigio Crespo Toral, gran ejemplo de la forma de vida de una familia burguesa, moderna y poderosa, y visita obligada de cualquier turista.
La casa tuvo dos etapas de construcción, antes y después de 1917, como hace constar Manuel J. Calle en su obra Biografías y semblanzas. En la primera fase se prescindió de la planta alta y la fachada era distinta de la que ahora apreciamos. Según Calle, la casa del pobre poeta, inserta en un tugurio era: “Baja, fea, de míseros adobes, apenas si una puerta conventual y unas pocas ventanas de reja andaluza, con hierros fundidos, se abren mezquinas en la larga pared que forma lo que —es un decir— calificaría de fachada. En fin, el nido es lo de menos si el pájaro es canoro”.
Si bien el exterior reproducía el modelo colonial que aún se expresaba reiteradamente en algunas casas del vecindario, el interior, en cambio, proponía una disposición constructiva neoclásica y una decoración neorrococó visiblemente alejada de la tradicional residencia colonial.
De casa a museo
Después de 1917, la fachada fue modificada totalmente por sus mismos dueños, tal como la vemos en la actualidad. Al edificar la planta alta se la rediseñó utilizando para ello ladrillo visto en su totalidad, en clara alusión a propuestas vignolescas, cuyo tratado arquitectónico aparecido en el siglo XVI se reutilizó en el siglo XX y se convirtió́ en manual de muchos constructores de la América de entonces.
La casa tiene cinco pisos, dos de los cuales dan directamente hacia su frente en la Calle Larga (plantas alta y baja) y las tres restantes únicamente hacia el río Tomebamba. Las plantas alta, baja y buena parte del subsuelo uno fueron utilizadas por la familia, el resto estuvo destinado al servicio y almacenamiento de productos provenientes de las haciendas. Esta diferencia se hace visible en el tratamiento ornamental que decrece en calidad y fastuosidad a medida que descendemos e ingresamos en las áreas de servicio.
Hace pocos años, estas zonas de servicio en manos de los restauradores Lourdes Abad y Fabián Orellana se convirtieron en reservas abiertas de la espléndida colección de veintitrés mil objetos de arqueología y la bellísima cafetería rodeada de un jardín que nos da la bienvenida en la parte baja desde el paseo 3 de Noviembre, con fotos transferidas a delgados velos que hablan de la vida pública y privada del escritor, de la Fiesta de la Lira, de su amistad con los grandes de la región, como Rafael María Arízaga y Honorato Vázquez.
Muchos espacios, fotografías y piezas nos llevan a sus años como diputado por Azuay (1883, 1890, 1899, 1903, 1904 y 1915), rector de la Universidad de Cuenca (1925-1939), director del Centro de Estudios del Azuay (1894), abogado consultor del Ecuador en Madrid (1905), cónsul de Chile en Cuenca (1899), entre otros.
La puerta principal da acceso al área social, que es notablemente extensa si la comparamos con la totalidad de área útil. Es aquí donde al presente se exponen las obras más sobresalientes de la Casa Museo y quedan como constancia los bellísimos papeles tapices, los techones importados de latón, algunos pintados a mano.
Aquí se pone de manifiesto el carácter extrovertido de la vivienda burguesa al dedicar un alto porcentaje de sus espacios a la recepción a gran escala, aunque en este caso en particular la vida social de la familia fuese limitada. Se reunían únicamente en la celebración de los diversos santos. Para ello se hacia uso del llamado Salón Amarillo y la orquesta, usualmente de Carlos Ortiz, se situaba en el cuarto del piano.
Morada de un gran señor
Compartimos la vívida impresión del escritor y biógrafo de Remigio Crespo, el citado Manuel J. Calle, quien visita la casa en 1917. Cuenta que llama a la puerta y una vez dentro: “No es un conserje de librea, ciertamente la india mísera que acude a franquearnos la entrada; y nos hallamos en una especie de recibimiento de altas y blancas paredes, inundado de un chorro de luz que le viene del fondo: una gran escalera de madera desciende a profundidades vedadas al indiscreto y al extraño; y lleva un cómodo pasadizo a pie llano, a una amplísima galería de cristales, entapizada con lujo, y cuyo pavimento es de hule costoso tendido sobre las recias y enceradas tablas. Profusión de luz, abundancia de flores y hasta de plantas tropicales como en una gran estufa; cuadros alegres con marcos de caoba y nogal finamente tallados; columnas y soportes con jarrones y objetos de arte; mobiliario de mimbre, con ruedos de alfombra los sofás, mullidos almohadones y cojines, las butacas. En jaulas y pajareras metálicas gorjean y brincan docenas de aves escogidas; y cortinas de encaje y muselina sirven para suavizar a ciertas horas la irrupción del padre sol y sus flechas de oro… Perfumes, colores, armonías, confort”.

“A lo largo de esta galería se abren los salones; ricas alfombras, mármoles del Portete, talladuras de maestros azuayos, madera dorada y plateada, cuadros, estatuas, bronces y terracotas, mucha seda y mucho arte de decorados, en paredes y mobiliario. La luz de la tarde se quiebra en los grandes espejos de bisel y la marquetería dorada o de porcelana, irísase en los colgantes prismas de arañas y candelabros, y arranca reflejos y chispas a la seda verde mahón, de los pesados cortinajes… Ciertamente, es la morada de un gran señor”.
Lo cierto es que caminar por este museo histórico es transportarnos a la Cuenca de principios del siglo XX no solo porque en ella habitó Remigio Crespo Toral y su familia, sino debido a que las colecciones que se han ido incorporando posteriormente enriquecen la lectura de momentos sobresalientes del devenir de la ciudad.
El total de piezas es de alrededor de veintiocho mil (veintitrés mil de arqueología de las culturas prehispánicas del Sur). Las salas dispuestas en sus cuatro pisos despliegan testigos de lo que fue la vida del escritor (mobiliario, condecoraciones, vestuario), obra de artistas de la talla de los escultores Gaspar de Sangurima y Miguel Vélez; paisajes de Honorato Vázquez y fotografía de su hijo Emmanuel, yerno de Crespo Toral; una colección numismática, reliquias y trivia del primer piloto Elia Liut, además del Archivo Histórico de la ciudad.

Siete salas han sido reservadas para exposiciones temporales; en ellas se realizan diversas exhibiciones que muestran monográficamente diversos momentos de la historia de Cuenca y su región de influencia.
Es interesante recordar que mientras el público quiteño, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, iba optando por la pintura de temas laicos, dejando atrás el arte religioso que había invadido casas y conventos, en Cuenca, en cambio, se formó una escuela de escultura religiosa magnífica con Vélez a la cabeza. Conocidísimo por sus Cristos serenos, de anatomía clásica perfecta, su obra está muy bien representada en este museo. Asimismo, los pequeños paisajes que Honorato Vázquez pintara en clave romántica y bucólica, o las fotografías del primer artista moderno del país, su hijo Emmanuel, nos dan pautas sobre el cambio de aires de esta pequeña urbe.
