Betty la fea no es solo una telenovela sino un ícono de la cultura popular. Lo que no todos saben es que la protagonista de esta historia tiene su casa en Bogotá. Un lugar de culto para fanáticos y un nuevo tipo de patrimonio urbano que materializa el legado de este personaje.
A estas alturas, el nombre de Beatriz Pinzón Solano es reconocido en todas partes. Mencionarla evoca no solo a un personaje televisivo, sino a un referente de la cultura latinoamericana, a la altura del Chavo del 8. Al igual que este ícono mexicano, Betty es y será una heroína construida con ese pulso colombiano para relatar grandes narraciones de ficción. “Comer cuento”, como dirían en el país cafetero, no es solo inventar historias, sino saber cómo crear imaginarios sociales y culturales. No por nada hay un meme que compara a Betty la fea con Cien años de soledad.
Betty ha trascendido en el tiempo (casi veinticinco años), por eso que distingue a los grandes personajes: una caracterización única, combinada con una personalidad que desafía al stats quo. Esta mujer, de grandes anteojos y un flequillo inconfundible, llegó para demostrarnos que, en un mundo de desigualdades, la belleza es otro mecanismo de poder y discriminación. Si México nos hizo amar el desparpajo de ese hombre de pueblo llamado Cantinflas, Colombia nos hizo enamorarnos de esta antifashionista, de estética kitsch, dueña de una estrambótica risa.
Valga las distancias entre personajes históricos y televisivos, pero si algo distingue a Manuela Sáenz y Beatriz Pinzón Solano, es que en ellas hay una búsqueda del legado simbólico, al cual podemos acudir para rememorar y enaltecer. Es así que, si uno visita Bogotá, podrá encontrarse con dos patrimonios de la ciudad. Una casona colonial, ubicada en el barrio La Candelaria, lugar de encuentro entre Simón Bolívar y la Libertadora del Libertador, y en otro sector, una casa de inicios del siglo XX, en la que Betty escribía en su diario cada noche, sobre la fealdad, el amor y la pérdida de la inocencia.
Si bien esta comparación puede ser inoficiosa y tal vez algo desatinada, lo cierto es que permite reflexionar sobre dos aspectos clave. Primero, cómo un espacio ficcional puede trascender la pantalla y convertirse en un lugar de la memoria colectiva. En segundo lugar, cómo los patrimonios urbanos no están anclados solo a una identidad histórica, sino que se construyen desde consensos, asociados a la cultura local, la memoria y también al consumo turístico. En este sentido, la casa de Betty es un perfecto ejemplo de un legado que Bogotá no vio venir, pero que definitivamente ya está en boca de todos.
En búsqueda de la casa de Betty
Desde hace varios años, solo hace falta colocar en Google Maps: Casa de Betty la fea, para que aparezca la ubicación exacta del lugar. Esta se encuentra en el centro norte de la ciudad, en el barrio Santa Teresita, sector parecido a lo que algún día fue La Mariscal, en Quito. Un barrio centenario en el que conviven casonas y chalés de estilo europeo, construidos por una élite que buscaba la modernidad; y casas de estilo más sobrio y homogéneo, edificadas por una nueva clase media en búsqueda de una mejor vida. Como dirían los bogotanos, la mirada de los ricos estaba en Europa y la de la clase media en Estados Unidos. Esa mezcla es evidente en este tipo de barrio.
Una leve llovizna me acompaña en mi trayecto a la casa de Betty. Esta se intercala con breves rayos de sol que van y vienen, como es habitual en la sabana bogotana. Las calles lucen algo vacías, más allá de ciertos comercios que rompen con la calma residencial del sector. La gran casona esquinera, de un intenso azul claro, se camufla entre las pequeñas calles y los grandes árboles. Nada parece indicar que tiene algo especial. Las hay más bellas, más llamativas y distinguidas. Las grandes rejas blancas parecen querer disuadir toda intención intrusiva o mirada curiosa.
Después de algunos minutos de inquietante sosiego, observo cómo empieza el peregrinaje de turistas. Primero arriban Luis Ángel y Julieta de Ciudad de México. Llevan su equipaje y hacen esta parada, camino a su hotel. Se acercan con cierta precaución, primero observando a lo lejos, como quien no quiere la cosa. Fue él quien convenció a su novia de incluir una visita a la casa como parte de su viaje. “Desde muy chiquito vi la novela, y pensé que estaría cool conocerla”, dice. Julieta afirma que solo ha visto algunos capítulos, pero se ha dejado enamorar por los personajes, en especial por Patricia Fernández, la peliteñida. “Luis siempre habla de ella”.



Mientras conversamos, una familia entera se baja de un automóvil. Van apurados, pero eso no impide que se tomen varias selfis frente a la fachada de la casa. Incluso, uno de ellos decide colocar por unos segundos la canción de la telenovela en su celular. “Se dice que soy fea, que camino a lo malevo, que soy chueca y que me muevo con un aire compadrón”. Todo sucede en apenas unos minutos. Luego se suben al vehículo y desaparecen con el mismo ímpetu. A pesar de lo curioso de la escena, nada parece perturbar la calma del barrio. Los bogotanos siguen inmutables, con sus rutinas, mientras los turistas llegan a Santa Teresita en búsqueda de su mayor reliquia.
No ha sido necesario que las páginas web especializadas en turismo recomienden este distintivo espacio bogotano. Cientos de fanáticos han compartido a través de redes sociales sus fotografías e impresiones al conocer la casa del icónico personaje. Incluso se sabe, por estos medios, que estuvo descuidada por mucho tiempo, y que alguien grafiteó, alguna vez, en uno de sus muros: “El diablo es puerco”, famosa frase de don Hermes, el padre de Betty. Desde hace unos meses, la fachada de la casa fue retocada, y se corrió el rumor de que es posible acceder a su interior.
La curiosidad es grande y la osadía también. Un timbrazo y alguien sale a la puerta. “¿Disculpe, esta es la casa de Betty?”, me atrevo a preguntar. Un hombre un poco receloso intenta generar una respuesta ambigua al respecto. Quizás la consulta sonaba extraña, pues sabía que ninguna Betty vive en ese lugar, pero pensé que podría funcionar como clave de paso. Después de cierta dubitación, se me permite entrar junto a otras personas que están en la puerta. Se nos explica que la casa es propiedad privada, que se permite el ingreso para apoyar a los fanáticos y que no hay como filmar. Para nosotros, los intrusos, esto resulta irrelevante. Lo importante es entrar.
Nada es parecido a lo que se ve en pantalla, y aun así la sensación es la de estar en un lugar familiar y lleno de nostalgia. “¡Esas son las gradas!”, dice emocionada Angie, quien llegó desde Lima. “Yo soy muy novelera y no podía dejar de venir aquí”. Viaja con su mejor amiga, Cristina, con quien comparte el haber visto la telenovela, por primera vez, durante la pandemia. Lo planificaron todo con tiempo. Incluyeron al cerro Monserrate y algunos museos, dentro de su vista a la ciudad. Sin embargo, la casa era el punto central. “De aquí nos vamos a comer a un corrientazo”, bromean, recordando el almorzadero donde Betty se reunía con el resto del cuartel.
Afuera sigue lloviendo, mientras la sala y el comedor, únicos espacios accesibles de la casa, despiertan la imaginación de todos los que nos hemos autoconvocado ahí. La improvisada visita es ambientada con cumbia colombiana. Ya habría sido mucho pedir escuchar alguno de los tangos que el padre de Betty colocaba en su tocadiscos, para terminar de aclimatarnos. Toda esta atmósfera se vive con cierta solemnidad. Cada metro cuadrado es escrutado en búsqueda de algún detalle.
“Me habría encantado ver la habitación de Betty, con sus trajes y su diario”, fantasea Yaneli, al imaginar una casa museo como la que el personaje se merece. Ella y sus dos amigas se escaparon del tour con el cual llegaron desde Puebla. “Es que Betty es Colombia”, señala categóricamente al justificar la razón por la cual dejó de visitar los lugares emblemáticos del centro de la ciudad.
La casa comienza a vaciarse en poco tiempo. Sin tanto fanático alrededor, la magia se va disipando. Lo que por momentos fue la casa de Betty ahora vuelve a ser el hogar de un desconocido. Un lugar cualquiera, en uno de los cientos de barrios de Bogotá. Sin embargo, en un universo paralelo ella habita esos espacios. La casa huele a los guisos de su madre, doña Julia, y las paredes tapizadas se encuentran repletas de los títulos de la joven economista. De estos recuerdos están hechos los mitos y estos espacios están para contarlos. El mito de la fea que enamoró al mundo sigue intacto.
El fenómeno de Betty en la era de las plataformas






Después de su estreno, en 1999, Betty la fea se convirtió en la telenovela más exitosa de la historia, con emisiones en 180 países, y con un gran número de adaptaciones. Este boom implicó un clímax para la telenovela latinoamericana, la cual había conservado hasta entonces los estereotipos de los grandes melodramas mexicanos. Betty no solo representó un cambio en la representación de las protagonistas de estas historias, sino en el tono en el que podían contarse. La comedia, como recurso narrativo, le dio al espectador la posibilidad de reírse y llorar, por igual, con los personajes.
El inicio del siglo XXI transformó el consumo audiovisual, a través del acceso a videos de YouTube o redes sociales, y contenidos bajo demanda en las nuevas plataformas. Betty la fea se incorporó muy bien a los nuevos tiempos. A partir de 2011 y mediante una alianza con RCN, la telenovela entró al catálogo de Netflix, con un altísimo nivel de visualizaciones que la ubicó siempre en el top ten de lo más visto en varios países. Betty ya no solo competía con las emergentes telenovelas de Corea y Turquía, sino que se enfrentaba también, mano a mano, con series como Friends o Black Mirror.
Los contenidos se han ido diversificando y los gustos también, pero aun así Betty la fea se ha mantenido vigente, como un producto de la cultura popular que puede ser disfrutado una y otra vez. Según Antonio Ochoa, investigador del patrimonio audiovisual colombiano, las continuas retransmisiones en señal abierta muestran la acogida de una audiencia fiel a la historia. Esto mientras la telenovela transitaba en 2022 de Netflix a Amazon Prime, para una oferta permanente de sus 335 capítulos.
En la actualidad, los memes y los tiktoks también la han llevado a un nuevo público que disfruta de las frases y los momentos más icónicos. Este tipo de consumo viral era desconocido hace casi veinticinco años, cuando la telenovela llegó por primera vez a nuestras vidas. Betty se ha convertido así no en una princesa de cuento de hadas, sino en una heroína de la clase laboral, de los oficinistas frustrados, de los feos y las feas que se ríen de la perfección. ¡Tan divina!