La carne fría de Mamaotra

Por Gonzalo Dávila Trueba

Por mis escuchas de las tertulias de la época (1955-60), entre Mamaotra (mi abuela), mi mamá y las tías, sabía cuándo iban a preparar la carne fría. Claro que ellas usaban dos reales de bizcochos (en lugar de pan molido). Y cuando debían poner un huevo por libra de carne, añadían otro de yapa.

Probar la carne de chancho suponía escupir la muestra, por aquello de la triquina. Cuando lograban la bola de carne, la guardaban en una bolsa de lino. La sal que usaban era la mejor: la “de estanco”. Además, empleaban una paila de bronce para desleír la manteca de chancho.

En Chillogallo, sector al que llamaban la Suiza del sur de Quito, ni por asomo se conocía la refrigeradora. A las cuatro de la tarde la niebla cubría el paisaje. Tanto frío, por cierto, impedía que la carne se estropease.

Cuando estaba lista la carne procuraban usar mascarilla, pues se les caía la baba por la gana de zampársela, más no por miedo al contagio de paperas. Luego, para que la bola no se expandiera, colocaban una tablilla y, sobre ella, un pesado libro viejo o uno de aquellos Informes a la Nación, tan voluminosos como inútiles.

Para la guarnición los berros eran traídos directamente de la vertiente, y a las zanahorias las hacían “perfumadas” porque, si bien eran cocidas en agua sal, previamente les incrustaban tres clavos de olor; las rodajas las sazonaban con pimienta de limón y aceite de oliva. Las papas las cortaban tan finamente que parecían hostias.

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