La cárcel del cuerpo (¿qué tiene esto que ver con los elefantes?)

Yo vivía en el bosque muy contento.
Moris

Fotografía: Shutterstock.

Desde que supe de ella por primera vez, la interrogación del conatus spinoziano me ha servido como guía en momentos difíciles de la vida. ¿Qué puede un cuerpo? Esa simple pregunta iluminó varias veces el paisaje incierto del tiempo detenido —paralizado— por el dolor o por el miedo. Mi cuerpo vive, respira, se empecina —debo haberme dicho quién sabe ya cuántas veces—; en él la vida se obstina, aunque el mundo se encarnice a veces. Creer en esa vida que el cuerpo abriga y busca como un animal olfativo: creer en esa fuerza impersonal pero concreta por sobre todas las supersticiones de la mente, ha sido, insisto, muchas veces, mi único salvavidas cuando todo se ha vuelto caos.

Pienso en el sencillo verso de Héctor Viel Temperley: “Voy hacia lo que menos conocí en mi vida: voy hacia mi cuerpo”. Pienso en cuánto tuvo que haber vivido el poeta para escribir esa línea simple y verdadera, para haber encontrado la sintaxis capaz de mostrar ese viaje hacia lo desconocido, lo más próximo, lo incognoscible: su cuerpo. Pienso en esa canción de Nina Simone, “Ain’t got no – I got life”, tan triste y vital y soberana, que dice con tanta potencia, con tanto orgullo, una soledad irremediable: dice que no tiene padres, ni hermanos, ni casa, ni educación, ni iglesia, ni dios, ni amigos, ni hijos, ni dinero, ni ropa, ni tierra, ni amor. ¿Qué es lo que tiene, sin embargo? Y entonces enumera las partes de su cuerpo, las más materiales, no metaforizables: tengo mi cabeza, dice, mi cerebro, mis orejas, mis ojos, mi nariz, mi boca, mi sonrisa. Y sigue: tengo mi lengua, mi barbilla, mi cuello, mis tetas, mi corazón, mi espalda, mi sexo. El verso final dice, categórico, simple: tengo vida.

¿Qué tiene esto que ver con los elefantes? Empecé este texto con esos mamíferos en mente, después de haber consultado algunas páginas y de haber recorrido las viejas notas de mi época de militante en la causa animalista. Creo que el largo rodeo con el que empecé tiene su origen en algo que escuché hace años, un descubrimiento expuesto en un congreso científico que me impactó, algo que tiene que ver precisamente con el cuerpo, pero que, para poder ser expresado, tendría que invertir la pregunta de Spinoza. Algo como: ¿qué es lo que impide un cuerpo? O: ¿a qué se rehúsa un cuerpo?

Los animales me han enseñado muchas cosas. Los perros, a reír sin causa. Los gatos a querer la distancia. Las vacas, el sentido verdadero de la indefensión. Los cerdos, que los sonidos del dolor pueden cambiar gustos del paladar, incluso en una hedonista como yo. Y los elefantes me enseñaron que a veces, como hubiera dicho Teresa de Jesús, el cuerpo es una cárcel. Solo que, para los elefantes, imagino, eso nada tiene que ver con Dios o el paraíso, sino con Darwin: el mundo es de los más fuertes, de los que mejor hayan podido desarrollar sus habilidades y sus atributos para poder dominar su entorno y sobrevivir.

Eso que escuché sobre los elefantes es que su cuerpo les impide hacer todas las cosas que podrían hacer según su grado de inteligencia: lo que los elefantes piensan e imaginan no puede convertirse en realidad, porque su cuerpo lo impide. El cuerpo como cárcel. Varias cosas se me vienen a la mente: la primera, que si no tuvieran que convivir con los humanos, este desfase entre cuerpo y mente quizá no sería tan grave. Quiero decir, si no se hubieran encontrado con seres que los obligan a hacer equilibrio sobre una pelota, a hacer malabares o a actuar como idiotas en circos y parques de diversiones, si la especie dominante no tendiera a ser tan brutalmente cruel, quizá los elefantes podrían vivir sus vidas tranquilos imaginando todo lo que harían si su cuerpo lo permitiera, con alguna leve nostalgia, pero sin angustia. Como cuando nosotros imaginamos lo que sería nuestra vida si pudiéramos volar, escuchar los pensamientos de los demás o teletransportarnos: una ficción apacible.

La segunda cosa en la que pienso cuando recuerdo eso que escuché sobre el cuerpo de los elefantes es en la sensación de impotencia. Todos la hemos experimentado alguna vez. Los elefantes tienen un córtex cerebral extremadamente similar al humano, con la misma cantidad de neuronas. La ciencia, por tal razón, supone que entre la especie humana y los elefantes existe una convergencia evolutiva: viniendo de lugares distintos, con procesos ancestrales completamente independientes entre sí, los humanos y los elefantes llegamos a tener un modo de entender el mundo, la propia vida, de modos similares y según patrones y grados de complejidad muy parecidos. Por eso, los elefantes exhiben comportamientos con los que podemos identificarnos: los ritos funerarios, el cuidado maternal, el altruismo, la unión familiar, el sentido del respeto por los mayores.

También tienen una característica más, esta no sé qué tanto tenga que ver con nosotros: son indoblegables. No importa cuánto los torturen, jamás harán una pirueta en el circo a menos que los agarren en edad temprana, siendo aún bebés, y empiecen las torturas en ese momento. Cuando digo tortura no quiero incurrir en un exceso dramático o lastimero; desgraciadamente mis años de militancia me pusieron en conocimiento de cosas que preferiría ignorar como, por ejemplo, los métodos con los que los elefantes jóvenes son obligados a adoptar estúpidas posturas corporales y a hacer trucos absurdos para entretener a la especie que corona la cadena evolutiva.

Algunas veces, saber cosas nos ayuda a mejorar, lo demuestran los avances con respecto a nuestra consideración de la vida de los animales no humanos a raíz de descubrimientos científicos sobre su vida interior, su inteligencia y su grado de desarrollo. Pero yo creo que en el fondo siempre hemos sabido, y eso es lo fundamental, eso es lo ineluctable. Cuando somos niños, algo debemos conversar con los animales que nos rodean, y en el fondo esa charla sin palabras debe quedar como un residuo de saber silencioso que capas y capas de lenguaje van enterrando. Ahora pienso en Mary, renombrada como Murderous Mary, la elefanta que en 1916 mató a su entrenador —porque a veces, incluso cuando son atrapados en la infancia, los elefantes permanecen indoblegables—, y luego fue ejecutada en una horca. ¿Qué más pruebas se necesitan de que, en el fondo, como digo, sabemos que entre los animales y nosotros la diferencia es, sobre todo, una cuestión del cuerpo? Si alguna prueba se necesita, que sea esta: se condenó a la horca a una elefanta por el crimen de asesinar a su torturador. La turba enardecida vitoreó a su alrededor mientras la inmensa grúa accionaba la polea que tensó el cable alrededor del cuello del animal hasta que lo elevó del suelo y lo asfixió hasta la muerte. Que el juicio haya sido injusto y parcial no hace más que confirmar lo que estoy diciendo. Que el público haya aplaudido emocionado, como hizo seguramente tantas veces antes en el circo, viendo a Mary bailar y fingir entusiasmo, tampoco hace más que reafirmar que siempre hemos sabido todo lo que nos emparenta con los animales: se sabe que, en cuestión de entretenimiento, las ejecuciones públicas fueron durante mucho tiempo un preciado espectáculo: gratuito y fascinante.

Entonces, vuelvo a la pregunta spinoziana invertida: ¿Qué es lo que lo que impide un cuerpo? Busco en la web información sencilla y accesible sobre la evolución humana. Miro los cuadros, los gráficos, los mapas que la ciencia ha elaborado para relatar esa evolución y lo que predomina es una sensación de azar. Puro y antojadizo azar: un camino recorría hace siete millones de años el ancestro australopithecus, un camino que solo nos es dado imaginar, y su gesto de enderezarse y caminar sobre dos patas cambió el curso del mundo, como antes lo haría el meteorito que mató a los dinosaurios y mucho antes las primeras exploraciones de los organismos acuáticos hacia la tierra. En un mundo solitario y salvaje, lleno de bosques, un simio se irguió y aseguró así su larga supervivencia, leve de todos modos en relación con la ajena e indiferente vida del universo.

Ahora recuerdo que, siendo niñas, mis tíos me llevaron al circo. El animador llamó a los niños a hacer una fila a un costado del escenario para dar un paseo en elefante, y unos minutos después estaba sentada sobre el lomo rugoso y seco de un animal inmenso. Su caminar era lento, acompasado y circular. Yo sentía en mis piernas la aspereza de su piel y miraba a la audiencia desde una altura nueva. No sentí miedo, tampoco demasiada emoción. Quizá sentí que todo era un poco decepcionante, como si hubiera esperado un desborde que la vuelta sobre el elefante no llegó a provocar. Todo duró unos minutos y luego regresé a mi butaca: la perspectiva volvió a la normalidad. Ahí seguían el presentador y el elefante, ninguno capaz de disfrazar el aburrimiento o el desánimo. Me pregunto qué será hoy de ese elefante, que recuerdo ataviado con prendas brillantes y un sombrerito rojo. Si seguirá vivo hoy que los circos se extinguen, si aún da vueltas en círculo llevando sobre su espalda niños levemente decepcionados, si en las noches de encierro imagina aún lo que pudo ser la vida.

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