Por Óscar Molina V. ///
Antes de tomar el taxi, la cantante ecuatoriana Mariela Condo se fija en ciertos detalles: que la placa sea anaranjada, como corresponde, y que el sello municipal, color verde, esté a la vista. En el asiento trasero del auto, sentada junto a la ventana, se cerciora de que su cuadernito azul esté en el bolso y de allí mismo saca su celular Nokia —un modelo en vías de extinción, previo a los smartphones— para revisar el mensaje de texto que acaba de llegarle. Casi todo lo que Mariela viste para la reunión que tendrá en veinte minutos es fucsia: el saco, el collar de esferas gruesas, el celular y las margaritas de tela que sostienen su pelo negro en un moño.
—Qué bestia, ya me estaba olvidando de la reunión. Si es que no me preguntabas, me iba de largo.
La cita de esta tarde es con su mánager, su productor musical y su relacionista pública, un equipo que trabaja para y por un mismo nombre. El propósito es buscar lugares, dentro y fuera del país, donde presentar Pinceladas, el tercer álbum de Mariela. El disco, grabado en Quito a comienzos de año en los estudios de La Increíble Sociedad, se lanzó en mayo y tiene trece canciones; entre ellas, versiones almibaradas —que no empalagosas— de clásicos latinoamericanos como Duerme negrito y Luchín. En ambos temas, como en el resto de la grabación, la voz de Mariela agrega una suavidad nueva a eso que ya está hecho con finísimas fibras.
—Yo prefiero estar siempre con un equipo, no solita. No alcanzo. Además, a veces no tengo cabeza para estar pensando en cómo negociar, no sé.
Lo dice una mujer de 32 años que no aparenta la edad que tiene. Sus facciones son delicadas, casi frágiles, y su cara respira un aire inocente; una mujer delgada, bajita y admirada por sus colegas, quienes la tienen siete grados por encima del halago.
—Me encanta su voz, te cautiva desde un principio. Marie y su música nos ayudan a vernos y apreciarnos mejor, a entender quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos —dice, vía mail, el músico y productor quiteño Daniel Pasquel desde Nueva York. En 2012 Mariela y Pasquel colaboraron en Bossa Lynch, “una especie de bossa nova andino”, incluida en Paramar, el disco de Marley Muerto, un proyecto de Pasquel.
La impresión se repite entre quienes tocan con ella y quienes la han escuchado cantar. Ellos dicen que su voz ——la voz que a ella le parece pequeña, como de pájaro—— es sedosa, afilada.
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En la sala del departamento de Daniel Orejuela, productor de Vengo a ver ——el álbum anterior de Mariela, editado en 2013—— y Pinceladas, hay un sillón cubierto con partituras que tienen anotaciones hechas a lápiz. Allí está Beto Gómez, guitarrista mexicano que tocó en Pinceladas, sentado con su guitarra, repasando bajito una canción.
—Conocí a Marielita en 2010. Estábamos grabando el disco del (músico quiteño) Carlitos Grijalva y, en el descanso, él había puesto un álbum de ella mientras conversábamos en la cocina. Lo que más me llamó la atención fue su voz. Me dije: ahí hay un súper material para trabajar, hay potencial ——cuenta Orejuela, el guayaquileño que le enseñó a Mariela cómo identificar un taxi seguro en Quito.
El álbum que Grijalva le hizo escuchar fue Shukshimi, warankashimi (Una voz, mil voces), el primer disco de Mariela, editado en 2007 con el apoyo del Ministerio de Cultura. Shukshimi, warankashimi recopila temas cantados en kichwa revisitados con arreglos musicales contemporáneos, composiciones del cantautor imbabureño Enrique Males, uno de los favoritos de la madre de Mariela, y dos canciones que acunaron su infancia: Manila y Kikilla, los cantos de sus abuelos. Manuela, su abuela, solía cantar Manila para darse ánimos frente a la vida; Manuel, el abuelo, repetía el arrullo Kikilla para recordar a un hijo muerto. Luego de escuchar el álbum completo, ver presentaciones suyas en YouTube y conocerla en persona, Orejuela le propuso a Mariela trabajar con un sexteto para su siguiente producción: vientos andinos, percusión, violonchelo, clarinetes, guitarra y voz, “un sonido que evocara la madera”. Por esos años, Mariela vivía en Estados Unidos y gastaba gran parte de su tiempo buscando su verdadera voz, su propio sonido.
—Después de grabar el primer disco, me fui a Estados Unidos a vivir dos años y me desconecté de la música. Como estaba terminando las materias en la universidad, no quería saber nada, como que me agarró el abombe —dice Mariela durante un almuerzo en La Cafetina, la cafetería del cine Ocho y Medio, donde quienes la reconocen, empezando por la mesera, la saludan con cariño. “Hola, Marielita, cómo estás”, “Marielita, qué gusto verte”.
El abombe —la incertidumbre— tiene una explicación. En 2009 a los veintiséis años, Mariela egresaba de la carrera de Música en la Universidad San Francisco de Quito, en la que estudió con una beca parcial del programa de Diversidad étnica. Como muchos estudiantes de artes en el país, no sabía cuándo o cómo empezaría su futuro, o si el talento bastaría para impulsar su carrera en un mercado de público fiel a la piratería y a los éxitos con abre fácil. Ese año Mariela no tenía certezas profesionales pero sí un requerimiento académico impostergable: aprobar la suficiencia en inglés para poder graduarse. Por eso viajó a Boston, para “soltar la lengua” atendiendo a los clientes de la tienda de artesanías donde consiguió trabajo.
—O hablaba o me moría de hambre —dice Mariela con el mismo tono con el que dice casi todo lo demás: riéndose de sí misma.
Fue también en Boston donde, según ella, escribió las letras de sus primeras canciones. Daniel Orejuela, sin embargo, dice que está mintiendo. Que desde que la conoció ella siempre estaba, como ahora, escribiendo letras en el cuadernito azul que lleva a todas partes.
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“Lo que sea por Mariela. La adoro, respeto y admiro mucho”, escribe el reconocido músico quiteño Álex Alvear desde Boston, donde conoció a quien es ahora su gran amiga. Días más tarde interrumpirá una sesión de grabación en Quito para hablar por celular sobre la cantante. Alvear, exmiembro del mítico grupo Promesas Temporales, puede tocar rock, cantar un albazo o un guaguancó con la misma pasión.
—Desde esa primera vez en Boston, hasta el día de hoy, yo le oigo cantar y me erizo completamente. Me hace llorar, me pega en un nervio muy fuerte. Ese machete está tan afilado que ella puede, además de cantar bellísimo, hacerlo con mucho feeling.
Cuando Mariela llegó a Estados Unidos, él ya conocía la escena musical de Boston, tocaba en varios sitios, tenía contactos. Ella, en cambio, era vocalista de un grupo de música andina llamado Ñawi que apenas y conseguía presentaciones en vivo. Entonces, para que no dejara de cantar, Alvear empezó a invitar a Mariela a sus conciertos. Y las colaboraciones han seguido desde esos primeros días. Caballito azul y Somos, para muestra, son canciones tan perfectas como un cielo abierto. “Somos el suspiro de un ayer, flor que desmayó, beso que se fue”, dice la letra escrita por Mariela y musicalizada por Álex Alvear. Escucharlos cantar y tocar juntos es sentir que la sangre se vuelve espuma.
—A Marielita no se la puede definir por la impresión que te da: es chiquitita, súper delicada en su manera de expresarse… hasta tímida, en cierto punto. Yo la veo como una mujer durísima, muy fuerte, que está en un proceso de reinvención, de redefinición.
En el poema Canto, escrito en 2014, Mariela Condo dice:
Soy…
no sé quién soy
es mi primer misterio
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Cacha es una parroquia rural de la provincia de Chimborazo en la que vive una comunidad indígena del mismo nombre. Queda a pocos kilómetros de Riobamba y tiene tierras secas, vientos recios, unos pocos ojos de agua. Allí, en ese vallecito árido, tranquilo, musical, nacieron Sami Pilco y su hija, Mariela Condo.
En Cacha vivían también Manuel y Manuela, sus abuelos maternos, los primeros músicos que Mariela conoció en su vida. A él, que sabía leer, escribir y cantar los cánticos del catecismo, Mariela le dedicó El trigo y el sol, elegida en 2013 como Canción imprescindible en la Radio Pública del Ecuador. Petrona, mamá de Pedro, su padre —un comerciante que ahora vive en Guayaquil— también vivió en ese pueblo y fue la anciana que un día, hace ya muchos días, tocó la frente de su nieta y sentenció: “Esta será cantante, no sabe hacer más”.
—¿En realidad no sabe hacer nada más?
—No, ella vive enteramente de (y para) la música, no hace otra cosa que cantar, ni quiere tampoco. Aunque pinta y dibuja —dice Sami Pilco.
—¿Y es siempre tan tranquila?
—En general, sí. Pero también tiene su carácter, un temperamento bastante fuerte. Cuando tiene que reaccionar, reacciona. Creo que es algo hereditario porque yo también soy así.
En 1988 Sami Pilco, su hija Mariela y su hijo menor, Inti, se mudaron de Cacha a Riobamba y, nueve años después, se establecieron finalmente en Quito. En la capital, Mariela pasó de ser la niña que tocaba el piano y cantaba en el Día de la Madre, en las mañanas deportivas de su escuela, a la adolescente que tomaba lecciones formales de música clásica en el Conservatorio Nacional. Estudiaba piano, pero tras dos años rígidos y sin advertir sobre esto a su madre, empezó a aprender canto. Poco después, junto a cuatro de sus compañeros, formó el grupo vocal Vostezo: aún no había cumplido dieciocho años.
—Me tomé un año sabático para dedicarme solo al grupo vocal. Éramos cinco locos dedicados todo el día a ensayar y a escuchar música con unos traguitos. Éramos como enamorados. Fue una cosa tan fuerte e intensa que llegó a cansarnos. Pero igual fue un regalo de la vida, porque ahí supe para qué se canta.
En otro verso del poema Canto, Mariela Condo escribe:
Ahora que sigo siendo una niña
en un cuerpo de mujer
canto para amar
o para ser amada.
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“Hola, Mariela, cómo estás”, “Marielita, qué gusto verte”. La escena se repite durante un almuerzo en el bar restaurante El Pobre Diablo mientras ella termina el postre. Mariela Condo lleva una blusa blanca, un pantalón y un saco negros, y, otra vez, un moño con flores, y otra vez, la cara limpia, sin maquillaje, y también el collar de esferas fucsias. Lo distinto es el tono de su voz: por un momento se ha vuelto de yeso.
—No me estoy inventando nada, esto es con lo que crecí. Si hay elementos indígenas en mi vestimenta o en mi música, no es que yo los incorporé, siempre han estado ahí. A mí no me gusta nutrir ese lado del indigenismo o la folclorización, sería explotar la imagen de la cantante indígena salida de no sé dónde. No me interesa.
En las letras de Mariela Condo, caben versos para la melodía de pétalos de una flor de quebrada, para el viento que barre las hojas secas y trae semillas nuevas, para su voz tejida entre otras voces, para el (des) amor. En la tersa Bajo la lluvia, Mariela canta: “Todo crece bajo la lluvia/ como voy creciendo yo/ bajo este llanto”.
—Ella ha cuidado bastante bien a su niña interior —dice Daniel Orejuela—, aunque también tiene suspicacia. Mariela no ha claudicado a su sinceridad y ha decidido hacer lo suyo, su música, y eso hace el camino aún más difícil.
El camino difícil es no ser —todavía— una artista con millones de descargas en iTunes, millones de visitas en YouTube o estadios rellenos de alaridos. Parte de ese tramo complicado fue también, como dijo en un homenaje al músico y arreglista Segundo Cóndor, no haber tenido a su regreso de Estados Unidos un plato para comer.
—Estaba recién graduada y no tenía trabajo. Me lancé a hacer música de forma independiente y eso implicaba buscar maneras de que salgan las cosas. La pasé muy mal, perdí peso. Todo el dinero que caía era para pagar a los músicos del disco (Vengo a ver) —dice Mariela como quien preferiría hablar de otra cosa.
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Al llegar a la casa de Mariela Condo, trepada en una loma verde del barrio Asedim, al centro oriente de Quito, se ve la ropa de los vecinos tendida al aire libre y niños que juegan fútbol sobre el cemento.
—Pasa, pasa, disculparás nomás el desorden.
Al final de la escalera de la sala, hay un altillo. Ahí, una cama tendida, un mesón de madera con pinceles secos, dibujos hechos a mano, una botella de cerveza artesanal vacía, su omnipresente cuadernito azul y una caja de acuarelas a medio uso. En el piso de su cuarto, están Kawabata, Gelman, Cortázar, Nicanor Parra, Pizarnik; pilas de libros y películas piratas, La lista de Schindler, La Pantera Rosa y Candilejas, de Chaplin. Más allá, una pequeña plancha y una planta de sábila que suele olvidarse de regar.
—Ahora te voy a presentar a la Reina de la casa— dice emocionada.
Mariela vuelve de la sala con un estuche compacto, de cuero, color celeste. Saca un acetato y lo coloca en su majestad, la vitrola marca Crosley.
—¿Has escuchado La fugitiva, de Agustín Lara? ¡Qué linda que es esa canción! —dice Mariela, sentada a la mesa en la que están los pinceles y el ave que dibujó hace unos días: el pico como lanza, el pecho hinchado. Por el momento, es la figura que mejor sabe hacer.
—¿Eres enamoradiza?
—Claro. Si alguien no es enamoradizo, está perdido, va a vivir la vida amargado —dice riéndose—. A mí me pasa desde que tengo uso de memoria, siempre andaba así, ilusionada, y escribía cositas. El corazón siempre tiene ganas de florecer.
A veces, cuando no sabe hacia dónde más ir con esa ilusión, Mariela sale del canto y las palabras y viaja sobre formas: dibuja. “Siento al dibujo y la pintura como algo natural en Mariela”, dice la artista plástica Begoña Salas, su profesora de arte, la diseñadora de las portadas de Vengo a ver y Pinceladas. “Su personalidad, a mi modo de ver, es muy pensante, y su tranquilidad la lleva a confiar y dejarse vivir por lo que viene”.
“Solo quedó de la tarde y de tu juramento, la fugitiva sensación de un beso que no ha de volver”, se escucha desde la vitrola y Mariela, después de mirar fijamente el paisaje fuera de su ventana, dice:
—Cada vez me doy cuenta de que pasa el tiempo, pasan los años sobre ti y te vas haciendo más frágil, estás volviendo a ser niño… Es una búsqueda infinita esto de saber quién eres. Y me parece lindo que nunca puedas encontrar una definición clara. Si alguien tiene clarísimo quién es, es medio sospechoso. Aunque a veces también ya me pregunto, ¿adónde vas con toda esta búsqueda?
Queda, en el aire, una fugitiva sensación.