
Por Verónica Jarrín Machuca
Durante este tiempo de pandemia he escuchado a muchas personas quejarse de “no haber hecho nada productivo en todo el día”. A veces me pregunto si esta obsesión por la productividad no nos está haciendo perder de vista el valor que tienen otras formas de pasar el tiempo como la diversión, el descanso, mirar el techo o inventar aparatos inútiles. Nuestro mundo está lleno consejos sobre cómo caminar en línea recta hacia el éxito, sin desvíos, desde luego, porque asociamos lo útil y lo productivo con actividades que generan dinero (esta reflexión me recuerda a cuando la esposa de mi amigo el poeta le decía: “¡Ya consigue un trabajo, haz algo de utilidad!”).
Precisamente, un poeta, Fernando Pessoa, en El libro del desasosiego, nos recuerda: “¿Por qué es bello el arte? Porque es inútil. ¿Por qué es fea la vida? Porque es toda fines”. Si se asocia productividad con dinero, es casi una verdad aceptada que no existe nada más improductivo e inútil que el arte (recordemos cuántas veces hemos oído reclamos como los de la esposa del poeta). Sin embargo, la labor creativa es un trabajo muy exigente. La dramaturga española Angélica Liddell decía, recientemente, en una entrevista para el diario El País: “Trabajar es entregarse a algo mayor que tú, es estar al servicio de algo que trasciende a tus propias intenciones y a tus propias fuerzas”. Los trabajos que requieren pensamiento lateral, no solo en las artes, sino las ciencias o en los negocios, pueden resultar demasiado abrumadores, por eso cuando ocupamos la mente en resolver un problema a veces es imprescindible desviar la atención hacia otra tarea (por inútil que parezca) para que podamos tener ideas originales.
La creatividad no sigue líneas rectas. Quizás esa es la razón por la que grandes escritores se obsesionaron con proyectos paralelos a la escritura, empresas alternativas que parecían estar alejadas de su actividad literaria y que, en algunos casos, consumieron gran parte de su tiempo y su dinero. También es posible que estos hombres temieran ser verdaderamente inútiles y buscaran en sus inventos una forma de hacer riquezas y de justificar su existencia. En todo caso, estas historias nos llevan a entender las derivas del pensamiento creativo y a descubrir cómo puede una improductividad productiva nutrir obras maestras.

Tres patentes para un espíritu inquieto
Los aviones empezaban a despegar de la tierra, la luz eléctrica iluminaba solo algunas esquinas del mundo y los trenes acortaban las distancias. La Revolución Industrial estaba cambiando la vida de las personas cuando Samuel L. Clemens, más conocido como Mark Twain, escribía novelas tan exitosas como Las aventuras de Tom Sawyer o Las aventuras de Huckleberry Finn.
El estadounidense era un hombre de su tiempo: fascinado por la tecnología, fue uno de los primeros americanos en instalar un teléfono en su casa; Tomás Alba Edison le hizo una grabación con la recientemente inventada cámara cinematográfica y se dice que Tom Sawyer fue la primera novela redactada en una máquina de escribir.
Su esposa le daba el apelativo Juventud, por su espíritu travieso y curioso; Twain siempre estaba dispuesto a vivir experiencias y a correr riesgos: fue buscador de oro, piloto de un vapor en el río Misisipi y periodista. Uno de sus múltiples oficios fue tipógrafo de imprenta. Quizás por haber vivido la tediosa experiencia de componer una página de periódico letra por letra, años más tarde se embarcó sin temor en la peor inversión de su vida: gastó la fortuna que había adquirido con sus libros en una novedosa máquina que prometía suplantar al tipógrafo humano. El aparato no funcionaba correctamente y, mientras se hacían las mejoras del caso, las imprentas se cambiaron al linotipo. El escritor cayó en bancarrota (“¡Samuel, eres un inútil!”, le reclamaría su mujer), pero estos avatares nunca mermaron su entusiasmo por la tecnología: algunas fotografías de la época muestran al padre de la literatura estadounidense en el laboratorio de Nicolás Tesla, sujetando cables y dispositivos eléctricos, como conejillo de indias del gran inventor.
En sus años de juventud Twain pensaba en cómo hacerse rico para dejar su trabajo como periodista. En 1871, un año después de contraer matrimonio, y quizás mientras escribía sus relatos de viaje, creó y patentó unos tirantes para chaleco. Señala, en el registro de patentes, que la idea le llegó mientras estaba en la cama y que se prometió no levantarse hasta tener el diseño completo. Quería un tirante elástico, ajustable y removible. Así lo dibujó e inventó un tipo de broche con ganchitos y corchetes tan versátil que, le pareció, podía usarse en chalecos y pantalones, finalmente, el broche nunca se usó en ninguna de esas prendas, pero no fue un invento inútil: si alguna vez libraron una batalla con el broche de un sostén, deben darle las gracias a Mark Twain.
Su segunda patente se registró en 1873. Cansado de ensuciarse los dedos con goma para pegar los recortes que coleccionaba, pensó en un álbum con páginas adhesivas, era un sistema similar al que tienen los sobres para sellar sus solapas: se debía humedecer el papel para que se volviera adherente. ¿Se acuerdan de esos álbumes de fotos que venían con páginas cubiertas con una lámina plástica que había de levantar para pegar la foto? Algo así. Vendió cerca de veinticinco mil ítems.
Finalmente, en 1885, quizás mientras gestaba su siguiente libro, patentó el Constructor de memoria, un juego didáctico para que los niños pudieran memorizar fechas históricas sin esfuerzo, este invento no tuvo éxito debido a la complejidad del juego.
En 1889 Twain escribió la novela Un yanqui en la corte del rey Arturo, en la que se cuentan las aventuras de un viajero en el tiempo. El protagonista, Hank Morgan, es un estadounidense que, por accidente, llega al Camelot medieval y lo primero que hace es fundar una oficina de patentes para registrar sus innovaciones: el jabón, el teléfono, la máquina de escribir, etc. De esta manera, Twain perennizó en la literatura su experiencia como inventor.
Un sistema para no enfriarse las manos
Al otro lado del Atlántico, en Inglaterra, otra mente inquieta, la de Lewis Carroll, matemático y autor de Alicia en el país de las maravillas, se preguntaba cómo hacer para anotar las ideas que se le ocurrían mientras dormía. No era un inútil que no quisiera salir de la cama, solamente tenía frío y anhelaba atrapar esos pensamientos tan originales que pueden llegar en el sueño. En su diario describe lo incómodo que le resultaba levantarse a las dos de la madrugada en las noches de invierno para encender una vela y anotar sus ideas en un cuaderno.
Entonces, para registrar sus creaciones nocturnas diseñó un sistema para escribir en la oscuridad sin sacar las manos fuera de la cama: el nictógrafo. Este invento no era más que una tablita de cartón con dieciséis perforaciones cuadrangulares, dentro de las que se podía trazar un “alfabeto cuadrado” formado a partir de puntos y líneas. Todo el dispositivo se podía guardar bajo la almohada.
Si bien este sistema no tuvo casi ninguna trascendencia, en 1972 el poeta argentino Arturo Carrera publicó su libro Escrito con un nictógrafo y en 2011 se editó una versión de Alicia en el país de las maravillas redactada con el invento de Carroll.
El exquisito encanto de las medias para damas
Casi medio siglo después de que Twain y Carroll probaran suerte con sus invenciones, en el extremo sur del continente americano otro escritor montaba un laboratorio en su casa para probar un sistema de galvanización de medias femeninas, con la intención de que no se corrieran los puntos de la malla. El argentino Roberto Arlt, creador de Los siete locos y El juguete rabioso, tenía intereses químicos y estaba obsesionado con la idea de crear unas medias de mujer que no se rompieran.
Arlt ya era un escritor conocido cuando, en 1934, registró la patente 42 050 de “Medias punteras y talón reforzado con caucho o derivados”. Un año más tarde, cuando viajó a España como periodista, se llevó una muestra de su creación con la idea de promocionarla, desde luego sin éxito alguno.
La mente de inventor de Arlt ya se había revelado en su novela El juguete rabioso, a través su protagonista, Silvio Astier, personaje que soñaba con ser un Edison de su tiempo y había imaginado inventos tan increíbles como un aparato para señalar estrellas fugaces y una máquina de escribir con dictáfono. Sin embargo, el asunto de las medias era una empresa real con la que Arlt pensaba hacerse rico, quizá porque la crítica nunca reconoció el valor de sus obras, tal vez porque siempre se comparó su escritura caótica con la elegante prosa de Borges, su contemporáneo, y creyera que la literatura no le iba a dar suficiente dinero.
El caso es que Arlt tenía una absoluta confianza en su idea de medias irrompibles. Así se lo confesó a su hija Mirta, en una carta en la que le pide que se dedique a estudiar inglés con tanto afán como él se dedica a su invento. Le envió una muestra con la observación: “Te darás cuenta que sacándole el brillo a la goma (me van a entregar ahora una goma sin brillo ni tacto como el que tiene esta) el asunto es perfecto”. Y le asegura que las mujeres estarán usando esta innovación en invierno, sí o sí.
Lastimosamente, quienes probaron el experimento de Arlt decían que las medias eran tan bellas y cómodas como botas de bombero.
Nada podía quitarle la fe en su idea así que, en 1942, volvió a patentar una mejora y convenció al actor teatral Pascual Nacarati para que se asocie con él en la producción industrial del invento. Juntos montaron el laboratorio en el barrio porteño de Lanús. Parece que en este lugar Arlt vertía sus fórmulas de caucho líquido sobre las medias que ponía en piernas plásticas. Lastimosamente, a los pocos meses le sorprendió la muerte, tras haber escrito cientos de artículos periodísticos, varias novelas, cuentos y obras de teatro, pero sin haber conseguido fabricar las medias irrompibles para dama.

En su conferencia TED de 2019, Inventar es tan preciso [6], el escritor argentino Roni Bandini (creador de una máquina para leer Rayuela de Cortázar y de un muñeco Furby que habla como Borges), cita la historia de Arlt para argumentar la necesidad de experimentar desde lo lúdico, liberando a nuestra imaginación del imperio de lo rentable o lo útil. Estas anécdotas nos demuestran que, a veces, la creatividad no puede contenerse ni restringirse a lo productivo. Desde luego, no se trata de perderse en ensoñaciones (los niños tienen que comer, diría la esposa del poeta), sino de aceptar que lo inútil puede tener un espacio en nuestras vidas. Y la próxima vez que queramos quejarnos de nuestra improductividad, consideremos si no estamos simplemente dándonos un descanso para buscar ideas más originales y seamos más amables con nosotros mismos.