La baguette, el pan francés por excelencia, ha sido incorporada por la Unesco a la lista de Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, consagrándose como un símbolo nacional.

Nada más recurrido, para caricaturizar a un francés, que pintarlo con boina en la cabeza, un cigarrillo en la boca y una baguette bajo el brazo. Boinas las hay en todos los colores; cigarrillos, ahora, de todos los sabores; pero baguettes, baguette solo hay una.
Es que, a pesar de que cada día se consumen más de treinta millones de estas palanquetas, para que hablemos de baguette debemos ceñirnos a normas y características muy específicas que están detalladamente apuntadas no en una receta, sino en algunas leyes.
Porque en este caso particular, más allá de la caricatura, estamos frente a un símbolo de la identidad nacional francesa. De hecho, la Unesco acaba de inscribir a estos sesenta centímetros de harina, agua y levadura en la lista de Patrimonio de la Humanidad.
Un símbolo nacional de esta trascendencia tiene sus raíces en la Revolución francesa o tiene tras de sí la mano de Napoleón.
Hasta el siglo XVIII el pan era generalmente redondo y de masa oscura. Pero se empezó a amasar una versión en formato alargado, y de masa de tonalidades claras que se convirtió en un producto elitista para la aristocracia. El postulado de “Libertad, Igualdad y Fraternidad” de la Revolución no pudo dejar de lado al pan, menos en un momento en el que constituía el 90 % de la alimentación, con un consumo de un kilo y medio por persona al día.
Por tanto, el pan igualitario constituyó uno de los principales legados de la Revolución. El 15 de noviembre de 1793 la Convención adoptó un decreto que buscaba precisamente eliminar los diferentes tipos de pan para ricos y pobres, e impuso a los panaderos la norma de hornear un solo tipo de pan para todos, bajo penas de prisión.


Parecería tener cierto fundamento histórico ubicar el origen de esta forma particular de amasar el pan en un artificio de los panaderos de Napoleón encargados de alimentar a las tropas de la Grande Armée que marchaban en sus campañas por Europa. El entonces tradicional pan campesino era redondo y podía llegar a pesar hasta dos kilos en las mochilas de los soldados. Un pan alargado era fácilmente transportable en los faldones de las casacas de los elegantes uniformes del ejército del emperador Napoleón Bonaparte.
Para evitar peleas
Otra leyenda ubica el origen de este célebre listón en diferente momento y ambiente: la construcción del metro de París. Hasta finales del siglo XIX el pan era mayoritariamente de forma redonda y, generalmente, bastante duro al momento de consumirse. Por ello los trabajadores que cavaban los túneles del metro de París solían llevar consigo un cuchillo para trocear el mendrugo.
En los continuos problemas entre los grupos de obreros traídos de distintos orígenes para levantar —o enterrar— esta obra, estos cuchillos constituían un peligroso elemento. Así, el ingeniero Fulgencio Bienvenüe, uno de los principales impulsores y constructores del metro parisino, pidió a un panadero que horneara el pan en forma alargada, de manera que se pudiese dividir fácilmente con la mano.
Leyendas aparte, parecería tener mayor fundamento situar su popularización en el proceso de crecimiento y evolución social de la urbe a fines del siglo XIX. Por un lado, debido a ese crecimiento la demanda de pan también había aumentado frente a un consumo del producto ya no solo en las mañanas, sino a cualquier hora del día.
Por otro lado, ya se habían generalizado las críticas a las condiciones de trabajo de los panaderos, calificados por Marx como “mineros blancos” a quienes se explotaba durante toda la noche. En Francia se aprobó en 1919 una ley que establecía la “prohibición de emplear a los trabajadores en la fabricación del pan y pastelería entre las diez de la noche y las cuatro de la madrugada”. Con esta limitación de horarios, la preparación de la palanqueta se difunde, pues requiere menos tiempo de horneado que una hogaza.
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Baguette con magia

A pesar de la simplicidad de la receta, la preparación es un arte sujeto a una serie de variables y, en algunos casos, secretos del panadero. Además, la auténtica baguette de tradición es objeto de estricta reglamentación legal. Un decreto del Gobierno de François Miterrand reguló los ingredientes y preparación de este tipo de pan, a fin de proteger la fabricación artesanal de las pequeñas panaderías frente a la masificación de productos industriales.
Los ingredientes son los mismos y no pueden alterarse si se quiere mantener el nombre de baguette. Harina, agua, sal y levadura exclusivamente. Ningún componente puede ser congelado. Ninguna adición suplementaria está permitida. No hay, por tanto, tal cosa como “una baguette con semillas”, y tampoco se acepta discusión sobre el género femenino de la palanqueta francesa a riesgo de toparse, como la ingenua Emily en París, con la soberbia corrección de las cáusticas vendedoras.
Si los ingredientes son los mismos, la diferencia está en la calidad de cada uno de ellos y en la forma en la cual se integran. Ahí es cuando entra en juego el saber del panadero y su experiencia, para determinar el tiempo y la forma del amasado o hasta el tiempo, condiciones de humedad y temperatura de reposo de la masa.
Si bien se dice que todo trigo es limosna, la verdad es que no todo trigo es igual. Según su variedad, los hay blandos y duros, con más o menos proteínas o almidones, así como con mayor o menor capacidad de absorción de agua. También el proceso de molienda y refinamiento determinan la calidad final de la harina. La baguette solo puede utilizar harina de trigo que contenga hasta 75 % del salvado, es decir, de la cáscara que envuelve el grano del trigo.
Generalmente, la masa se mezcla el día anterior, y se deja en reposo entre dieciocho y veinticuatro horas para desarrollar el leudado, una fermentación lenta en el curso de la cual se desarrollan los sabores. En este proceso la masa puede llegar a triplicar su volumen.
Esta masa se corta y moldea con medidas y tamaños específicos pues, por la misma reglamentación legal, toda baguette debe necesariamente medir entre 55 y 65 centímetros de largo y entre cuatro y seis centímetros de ancho. Todas deben pesar alrededor de 250 gramos. La baguette es, en principio, la base de la igualdad social.
En principio pues, promovido por el mismo Gobierno, cada año se celebra en París el concurso de la mejor baguette de la ciudad. El ganador de este concurso se convierte en el proveedor oficial del palacio del Elíseo por un año, a más de ver cómo cada día se forman permanentes colas frente a sus vitrinas para adquirir el premiado listón.
Esto, por supuesto, no es poco en un país en el que nueve de cada diez habitantes compran cotidianamente su pan, y en el que el promedio de consumo per cápita es de cuatro baguettes por semana. Treinta millones de palanquetas se consumen cada día en Francia; la mayoría de ellas, las que llevan el título de “tradición”, preparadas por pequeñas panaderías artesanales.

Además, se trata de un producto efímero, pues no resiste más de veinticuatro horas sin perder su característica principal: tener un exterior crocante y una masa interna esponjosa. Según los puristas, el tiempo ideal de consumo es una hora después de salir del horno pero, en cualquier caso, un día después ya no es comestible.
El presidente Macron describió a la baguette como “250 gramos de magia y perfección. Un arte de vivir a la francesa”. Y no le faltó razón.
Remojada en el café, untada con mantequilla o utilizada para limpiar la salsa del plato, la baguette está presente en la tradición gastronómica francesa, y ahora constituye un legado para la humanidad.