Total, llegó la hora

Kitos infiernos.
Ilustración: Miguel Andrade.

1

Un lluvioso sábado de enero se me apareció el ángel al que tenemos derecho creyentes y no creyentes. Se posó en mi ventana, sacudió como un gato sus empapadas alas y me dijo: la primera madeja titulada Albura ha terminado. La segunda, los Kitos infiernos, empieza hoy mismo, así es que, Lázaro, levántate y anda.

Ladeé las cobijas con el pie zurdo y así, medio sonámbulo, ya que a simple vista todo era un sueño, me coloqué bajo la ducha y me vestí con la mejor ropa, como si no me fuera a la guerra.

La única habitanta de la casona que me despidió con el corazón fue la Peta. La anciana choteña que era la sola madre que tuve en la vida, aunque ella no me la haya dado. Las tres descomunales tías lloraron como si tuviesen delante suyo un auditorio.

2

Después de siete horas de bus con carrocería de madera, exceso de pasajeros, caminos en rosca y abismos a los dos lados, desembarqué para siempre en Quito. Bajé del bus con el chimbuzo al hombro y en el primer recodo me doblé en dos para evacuar el pasado completo.

Una mezcla de sueño y de cine fue caminar por la infinita 10 de Agosto, que era un torrente de autos ensordeciendo con sus claxonazos, niños cocidos por el sol pidiendo limosna, esqueléticos perros en tropel huyendo del hambre y de la pedrada pública. Por primera vez veía tanta gente viviendo al mismo tiempo, unos iban y otros venían, y otros, sembrados en el piso, esperaban algo que todavía no llegaba.

3

Blanca, como la leche y con balcones azules, era la casa de la tía abuela Clara, a quien conocía solamente en una foto que más tenía de daguerrotipo: a la sombra de un guabo, una bella Lolita en vestido floreado, sonriendo al universo. Se me secó la boca al verla convertida en una momia, hundida en almohadones y hedor a ungüentos.

Con temblorosa voz hecha de viento, me preguntó mi nombre varias veces. En su boca vacía le bombeaba el corazón y sus ojos titilaban, mojados como almejas. Casi se podía oír el trajín de su memoria escarbando en los añicos del pasado. Con mi ayuda, logró preguntarme sobre mi padre e intentó hilvanar alguna anécdota, antes de evocar su prematura muerte. Agotada del esfuerzo físico más que afectivo, pidió en tres monosílabos a Hortensia, su sirvienta, que se ocupara de mí.

Mientras disfrutaba de una deliciosa sopa, Hortensia empezó a narrarme la historia familiar que me precedía. Con una extraña y seductora cadencia, desmadejaba episodios desde antes de la niñez de mis padres, hasta que ancló en el alba del siglo XX.

Como si ella hubiese presenciado los preparativos, el suceso y la escena, me contó el mítico suicidio amatorio del abuelo Gaitán y su sobrina Nieves. Me deslumbraron las historias, pero mucho más descubrir que Hortensia era una genuina Scheherezade. Una narradora oral, cuyas historias parecían ocurrir en el mismo instante que las contaba, aunque jamás hubiesen sucedido, pues ese es el milagro de la gran narrativa.

He aquí tu primera maestra, me dijo el ángel, sentado en mi hombro, como un cuervo blanco.

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