Por Santiago Rosero
Fotos del Museo de Arte Moderno de París
A finales de los setenta, el brío primario, indómito, visceral del grafiti, se tomaba Nueva York. Estaba en todas partes, y cuando parecía que ya ni en los vagones ni en las estaciones del metro cabía una sola marca de espray, aparecieron unos dibujos —unos dibujitos— como de historieta, como traviesos. Pero no estaban hechos con aerosol ni tenían la misma explosión cromática que aquellos. Compartían el mismo espíritu porque andaban también por ahí, transgrediendo, pero eran otra cosa.
Cuando los paneles para publicidad del metro de esa ciudad no estaban cubiertos con un afiche, se los tapaba momentáneamente con láminas de cartulina negra. Un día de 1980, a sus 22 años, Keith Haring empezó a dibujar en ellas las que serían sus primeras obras en el espacio público. El crayón blanco corría perfectamente sobre la piel aterciopelada del cartón. Las figuras básicas de hombrecitos y animales, platillos voladores, tanques de guerra, televisores que ocupaban la cabeza de los seres, trazaban críticas y provocaban cuestionamientos muy acordes con la época: poder, dominación, consumismo.
Llevado por una energía incontrolable, a partir de entonces, trabajó en ello, de manera intermitente, durante cuatro años, y llegó a realizar hasta 40 dibujos por día caminando por todo lo extenso del subsuelo. El acto se convirtió en un performance y en una declaración de principios. Keith Haring dibujaba, la gente lo miraba y luego se le acercaba para preguntarle sobre las piezas. No pasaban más de tres días antes de que un nuevo afiche publicitario las cubriera, pero ya se había establecido un diálogo entre el artista y un público espontáneo, a partir de esas obras efímeras. Los Subway drawings (dibujos en el metro) fueron la primera piedra en su propósito de llevar el arte al espacio público y ofrecerlo a quienes no necesariamente eran asiduos de los museos. Enseguida, algo similar pero en formato mural empezó a verse —en algunos casos se conservan hasta hoy— en paredes de parques, hospitales, piscinas y edificios de toda la ciudad. La consolidación de una identidad estética quedaba a la vista de todos, a la vez que el nacimiento de una marca mundial.
Con su pana Basquiat
Haring nació en 1958 en Reading, Pensilvania, y creció en Kutztown, un pequeño pueblo, del mismo estado, donde se hacía poco más que ir a la escuela e ir a misa. A los 18 años, con los 100 dólares que ganó en un concurso en el que participó con una historieta sobre hippies y policías, pagó la inscripción en la Ivy School of Professional Art de Pittsburgh para estudiar la carrera de Arte Comercial que sus padres le habían forzado a seguir, pero que abandonó luego de dos semestres. “Rápidamente me di cuenta de que no quería convertirme en un ilustrador o en un diseñador gráfico”, le dijo a la revista Rolling Stone. En 1978 se mudó a Nueva York e ingresó a la School of Visual Arts (SVA), el epicentro de la vanguardia y la experimentación del momento. Hasta entonces, su trabajo había sido abstracto y sus búsquedas aún no alcanzaban una definición de estilo, pero tras visitar en Pittsburgh una exposición de Pierre Alechinsky, entendió que sus trazos antropomorfos y zooformes, similares a los de ese pintor belga ya consagrado, podían también convertirse en un sólido cuerpo artístico.
Los astros se juntaron en Nueva York. Influenciado por la jeroglífica demótica egipcia y por el arte aborigen maya, azteca y norteafricano; entusiasmado por la energía de grafiteros como Crash, Daze y Fab 5 Freddy; motivado por una actitud crítica posguerra de Vietnam, post Watergate, la inicial obra abstracta de Keith Haring se transformó en un lenguaje figurativo guiado por una línea de pincel grueso, mayoritariamente con pintura negra, que parecía haberse iniciado alguna vez y ser la misma a lo largo de todas sus piezas. “Las imágenes comenzaron a salir con naturalidad —dijo Haring—. Eran humanos y animales en distintas combinaciones. Intentaba entender de dónde vino todo eso, pero no tenía idea, simplemente se volvió ese grupo de dibujos. Yo pensaba en estas imágenes como símbolos, como un vocabulario de cosas”. Entre pictogramas y jeroglíficos, entre caligrafía y cómic, los dibujos de Keith Haring conjugaban el primitivismo enérgico del grafiti y la esquemática resolución que supo darle a su interés por la semiótica.
Al arrancar la década de los ochenta, él ya había encontrado su pulso, al igual que Jean-Michel Basquiat y Kenny Scharf, compañeros suyos en la SVA y con quienes formó una suerte de trío de mosqueteros del arte callejero. En la calle estaba su hábitat: la efervescencia del hip hop y del tecno, la noche y las discotecas, el vértigo del East Village de Manhattan que juntaba drogas, promiscuidad y vanguardia. En su obra fueron tan inspiradores los artistas Jean Dubuffet, Pierre Alechinsky y William Burroughs como el Club 57 y el Paradise Garage, focos de la movida electrónica de los ochenta que él habitó no solo para la fiesta sino también para darle un escenario alternativo a su arte. Haring adoptó el ethos de la cultura pop, de la cultura de los clubes de baile, se volvió parte de un jetset artístico por el que circulaban Madonna, Andy Warhol, Yoko Ono y David Bowie.
Parecía que estaba en todas partes, pero quería estar en la suya propia: un pie en el mainstream, otro en el underground. Dualidades de ese tipo lo acompañarían por siempre. Su apuesta estaba en el arte público, pero para cuando las galerías, los críticos y los medios especializados empezaron a prestarle atención al grafiti, él y Basquiat estuvieron siempre entre los más solicitados. Entre 1980 y 1982, participó en varias exposiciones colectivas y arrancó también su camino en solitario. La exhibición de 1982, en la famosa galería Tony Shafrazi, en el Soho de Nueva York, le significó la aclamación unánime, y ese mismo año dio un salto inmenso al participar en la Documenta 7 de Kassel junto a Basquiat, Warhol y Lichtenstein. Pero al tiempo que Haring vivía inmiscuido entre celebridades, su costado agitador y comprometido no dejó de guiarle el rumbo.
Perro danzante
La exposición Keith Haring – The political line, que actualmente se presenta en el Museo de Arte Moderno de París y en el centro cultural Centquatre, destaca la evolución de esa toma de posición crítica. Alrededor de 220 obras en el primer recinto y una treintena entre grandes formatos y esculturas en el segundo constituyen una de las retrospectivas más importantes jamás dedicadas al artista. En un inicio, los lienzos de Haring fueron paredes, pisos, techos y pedazos de madera, de lata y sobre todo de lona, que recuperaba de camiones de carga e impregnaba primero a bicromía y luego con una paleta variada que incluía colores fluorescentes. Ponía a sonar Devo, The B- 52’s o Run-DMC y frente a la superficie en blanco actuaba como un rapero con el micrófono en la mano, improvisando, dejando que las ideas se concibieran en simultáneo a la aplicación del pincel: un freestyle de la plástica. Los gráficos iban saliendo como una serie mecánica de repeticiones que, con ciertas variaciones, podían cobrar otros significados, mientras los personajes principales iban definiendo sus formas. Así, lo que en un principio era un ser cualquiera que parecía gatear se convirtió en el radiant baby (bebé radiante), la representación optimista de la vida frente a ese contexto denso que criticaba y el manifiesto de su amor por los niños. Un primer ser animal indefinido pasó a ser el dancing dog: cabeza de perro y cuerpo de hombre danzante: “representaciones de las diferencias entre el poder humano y el poder del instinto animal”, dijo él.
Entre sus íconos están también el hombre que con su cabeza atraviesa el vientre de otro hombre (la violencia, la agresión), los mismos dos hombres abrazados frente a frente (una declaración elocuente de su homosexualidad) y los muchos hombres abigarrados en montoneras (el caos). De William Burroughs tomó la idea de cortar las partes de un texto para reordenarlas y crear un nuevo código (técnica del cut-up), y él mismo hizo piezas con titulares del periódico New York Post que se enfocaban en Ronald Reagan y el papa Juan Pablo II, pero sobre todo adaptó la técnica a sus dibujos para generar nuevos significados, yuxtaponiendo y combinando los símbolos. Y alrededor de ellos, esa suerte de rayos o marcas de irradiación que traducen movimiento, elasticidad, dinamismo: un reflejo de la intensidad con que llevaba su vida.
Armas, droga y sida
Más que períodos, el trabajo de Keith Haring tuvo temas, unos que hoy —quizás— podrían resultar inevitables, pero que en el arte de su época eran inquietudes de unos cuantos. Durante la primera mitad de los ochenta, con una mirada doméstica a la vez que universal, se enfocó en la crítica al racismo (destacan sus obras Free South África y la dedicada al artista afroamericano Michael Stewart, asesinado por la policía de Nueva York en 1983), a las religiones (la obra Los diez mandamientos, que realizó en 1985 para el Museo de Arte Contemporáneo de Burdeos), a la amenaza nuclear y los problemas ambientales (en ambos casos con representaciones explícitas de monstruos que atacan la Tierra), al consumismo (el signo de dólares como ente devorador), a la guerra (tanques, armas y las iniciales USA como titular en los cuadros). Con ese pulso llevó sus obras a las bienales de São Paulo, París y Nueva York, y pintó murales, a pedido de instituciones artísticas y por cuenta propia, desde Sidney hasta Río de Janeiro, pasando por el muro de Berlín, en 1986.
Las preocupaciones de Haring se asientan también en el terreno de la salud pública. En las calles de Nueva York, el consumo de crack explota y el virus del sida empieza a revelarse como una plaga incontrolable. En un parque de Harlem, Keith Haring pinta el famoso mural Crack Is Wack (El crack es terrible), que es promocionado tanto como las campañas oficiales de prevención. Pero será el sida su última batalla. En 1988 es diagnosticado con el virus, pero al contrario de derrotarse, vuelca la energía que le queda a militar junto a Act up, la coalición fundada en 1987 para exigir asistencia a los enfermos y promover la investigación científica y el sexo seguro. Sus obras, entonces, se llenan de una elocuencia casi violenta. El propósito está en visibilizar la amenaza de la epidemia y activar las conciencias. Ignorancia = Miedo / Silencio = Muerte, dice una de sus pinturas.
Keith Haring murió en 1990, a los 31 años. Invadir el mundo y el mercado con sus jeroglíficos pop le tomó poco más de una década. Es el artista que más provecho comercial le ha sacado a su trabajo. En 1985 abrió en Nueva York, y 1988 en Tokio, las llamadas Pop Shop, tiendas de concepto con productos derivados de su arte: de camisetas a llaveros, de afiches a juguetes y calendarios. ¿Cómo alguien comprometido a su manera podía ser a la vez el más grande mercader de su obra? La paradoja se resolvía con lo que Walter Benjamin llamó la politización del arte. Militante y artista, artista militante, para Haring el arte debía reproducirse y deshacerse de su aura idealista en pos de una función social. “Prefiero que mi arte esté al alcance de todos y no solo de unos cuantos coleccionistas y galeristas”, decía. Los fondos que sumó con esa terminante forma de resolver el dilema sirvieron para crear una fundación que trabaja en la divulgación de su obra y en la gestión de programas educativos para niños desfavorecidos y afectados por el sida.