
Texto y fotografías Óscar Espinosa
Descender hasta las mismísimas puertas del infierno y luchar por cada bocanada de aire, mientras con sus manos desnudas arrancan trozos de roca amarilla, siempre pendientes de la dirección del viento para no acabar cubiertos por esa nube de gases tóxicos. Más de doscientos hombres, respirando a través de un trapo húmedo metido en la boca y con una barra de hierro como única herramienta, extraen azufre del interior de un volcán en la isla de Java.
La meseta del Ijen, situada en el cinturón de fuego del Pacífico, es una extensa región volcánica de Java Oriental, en Indonesia, rodeada de selva tropical escasamente poblada y con las mejores plantaciones de café del país. Está compuesta por tres conos volcánicos, el Ijen (2368 msnm), el Merapi (2800) y el Raung (3332). Un lago de color azul turquesa, con aguas cargadas de ácido sulfúrico y ácido clorhídrico y con una acidez extrema, forma el cráter del Ijen que, junto a los gases que emanan de la tierra, hacen del interior del volcán una zona inerte.
Está amaneciendo cuando, después de pagar la entrada al parque natural cien mil rupias (unos siete dólares), empiezo el ascenso al volcán. Son más de dos horas hasta llegar al cráter, a 2368 msnm. Por el camino me encuentro con multitud de mineros, algunos suben cargados con comida, agua y tabaco, y los que bajan lo hacen empujando una especie de carretillas cargadas de azufre. De vez en cuando algún turista, cámara en mano, fotografía este gran hormiguero, donde centenares de hombres se juegan, literalmente, la vida, subiendo y bajando hasta el fondo del cráter.

Poco antes de llegar a la cima del volcán me encuentro con un pequeño grupo de mineros fumando sentados al borde del camino. Uno de ellos, Adi, me pide cigarrillos, y yo aprovecho para preguntarle por su trabajo. “Sé que es un trabajo muy duro, pero gano lo suficiente para poder mantener a mi familia”, me explica mientras apura el cigarrillo. Adi tiene 38 años, y lleva más de diez años trabajando en la mina. “No quiero que mi hijo trabaje aquí, como yo. Tiene que seguir estudiando para conseguir un buen trabajo”, comenta mientras sonríe levemente. Adi, al igual que sus compañeros, cobra ochocientas rupias (cinco céntimos de dólar) por kilo de azufre. Si consigue hacer tres viajes al día, cargando hasta ochenta kilos cada vez, puede llegar a ganar entre nueve y trece dólares al día, de 250 a 350 dólares al mes, descansando cuatro días. Aun siendo una miseria de sueldo por el esfuerzo que realizan, ellos lo ven como una suerte, ya que pueden llegar a cobrar el triple de lo que ganarían en el campo. Un sueldo digno teniendo en cuenta que más del 45 % de los asalariados en Indonesia cobra un sueldo por debajo del salario mínimo permitido, y el salario medio en la zona está en unos 190 dólares.
PT Candi Ngrimbi es la empresa que explota, desde 1969, la concesión de la mina, y nunca mejor dicho, a sus trabajadores. Excepto ellos, que representan un tanto por ciento muy pequeño del coste, todas las partes salen beneficiadas. PT Candi Ngrimbi vende el azufre a un precio cinco veces superior al que paga a los mineros, y los países ricos exportan este mineral esencial a precio de saldo. Unas catorce toneladas de azufre diarias pasan por las espaldas de los mineros, aproximadamente cinco mil toneladas anuales, en la única mina de azufre explotada manualmente. Las aplicaciones del azufre son casi infinitas. El azufre es esencial en muchos procesos industriales. Convertido en ácido sulfúrico, se usa para los fertilizantes, en las baterías para coches, en las refinerías de petróleo y en el tratamiento de las aguas residuales. Para blanquear el azúcar, hacer champú, jabón, neumáticos, pintura, plástico, pólvora y un largo etcétera.

El olor a huevos podridos aumenta conforme voy acercándome al cráter. De repente el paisaje se vuelve más seco, la vegetación va desapareciendo y no hay más signo de vida que la de los mineros que salen de este enorme agujero cargados como mulas con el azufre arrancado del fondo del volcán. Desde la cima la vista es espectacular, el lago turquesa que domina el cráter, de casi un kilómetro de diámetro, contrasta con el color amarillo del azufre que emana de la tierra. Antes de empezar el descenso de los trescientos metros de desnivel, un cartel advierte la peligrosidad del camino y prohíbe a los turistas bajar. El sendero lleno de piedras es casi un precipicio donde apenas cabe un hombre. Los ojos empiezan a picar, cuesta respirar, la garganta se reseca y mis pulmones se defienden tosiendo, pero falta el aire. El humo es cada vez más intenso, mientras un minero me advierte que no me fíe, que el viento puede cambiar de dirección y cubrirme con la nube de humo, llego a lo más profundo del cráter.
Los mineros acaban teniendo muchos problemas respiratorios, de visión, incluso cáncer. Pero a pesar de que saben que este trabajo les puede acortar la vida significativamente, ellos no se quejan, saben que tienen que aguantar por el bienestar de sus familias. Y a pesar de sus caras de sufrimiento y cansancio, aceptan su labor con resignación. Nadie protesta, saben que si no se trabaja no se cobra. La media de vida no va más allá de los cincuenta años. Son muchos los que intentan hacer de mulas de carga en este infierno, pero la mayoría desiste debido al peso y a las condiciones infrahumanas del trabajo. A su dureza se ha de sumar la posibilidad de que en cualquier momento el volcán pueda entrar en erupción. Como pasó en 1989, una enorme erupción vació el lago de ácido, provocando la muerte por asfixia de veinticinco mineros.
A unos metros del lago se encuentran las tuberías de cerámica, que se adentran en las grietas del volcán, donde se condensan en azufre fundido los gases sulfúricos que emanan de las fumarolas a más de doscientos grados. El azufre se torna rojo cuando se funde, cayendo por las tuberías hasta el suelo, donde se enfría, se solidifica y se vuelve amarillo. Al pie de las tuberías es donde, con una barra de hierro, los mineros arrancan trozos de mineral, pendientes de la dirección del viento y controlando de reojo la nube tóxica que envenena el aire. La gran mayoría no usa máscara de gas, respira a través de un trapo mojado en agua metido en la boca. Trabajan sin decir nada, a destajo, el gas apenas les deja respirar y tosen a cada instante. Casi no pueden abrir los ojos por lo que pican y el olor es insoportable.
Con la camisa gastada por el uso, unos pantalones que hace tiempo le quedaron anchos y un pañuelo como única protección, Surya recoge azufre del suelo, junto a las fumarolas, para llenar sus cestas. Tiene 35 años, aunque aparenta más, lleva quince años trabajando en la mina. “Aguantaré trabajando todo lo que pueda, hasta que el volcán me deje”, dice, con la respiración entrecortada. “Sé que viviré menos que haciendo otro trabajo, pero vale la pena el sacrificio por mi familia”, insiste, mientras permanece atento a la nube de humo.

Los mineros acaban teniendo muchos problemas respiratorios, de visión, incluso cáncer. Pero a pesar de que saben que este trabajo les puede acortar la vida significativamente, ellos no se quejan, saben que tienen que aguantar por el bienestar de sus familias. Y a pesar de sus caras de sufrimiento y cansancio, aceptan su labor con resignación. Nadie protesta, saben que si no se trabaja no se cobra. La media de vida no va más allá de los cincuenta años. Son muchos los que intentan hacer de mulas de carga en este infierno, pero la mayoría desiste debido al peso y a las condiciones infrahumanas del trabajo. A su dureza se ha de sumar la posibilidad de que en cualquier momento el volcán pueda entrar en erupción. Como pasó en 1989, una enorme erupción vació el lago de ácido, provocando la muerte por asfixia de veinticinco mineros.
Joko dejó su trabajo para probar suerte en el volcán, tiene veinticinco años y apenas lleva tres años recogiendo azufre en este agujero. “Al principio es duro, te duele todo, pero te acabas acostumbrando”, comenta sonriendo y sin soltar las cestas llenas de azufre que carga a la espalda. A pesar de haber conseguido una máscara de gas, respira con dificultad y tose de vez en cuando mientras hablamos. Un día a la semana baja a su casa, en Pasewaran, a más de noventa kilómetros del volcán, para ver a su familia, llevarles dinero y reponer fuerzas. “Aunque es mi día de descanso, siempre hay algo que hacer en casa. Y si no, intento estar el máximo tiempo posible con mi hijo”, dice con satisfacción. Después de una hora larga de ascenso, Joko, al igual que el resto de mineros, se dirige hacia la báscula que le dirá cuanto ha ganado en su primer viaje de hoy. Un justificante que más abajo le cambiarán por dinero. Y vuelta a empezar, ladera arriba, en busca de una recompensa que parece justificar el sacrificio inhumano que realizan.
Prácticamente no ha cambiado nada desde que se empezó a explotar la mina, PT Candi Ngrimbi argumenta que sus beneficios son muy pequeños y que no puede mecanizar la mina. Y por otra parte los mineros tampoco quieren que eso pase, porque reconocen que la mayoría perdería su trabajo. Un trabajo que los somete a una esclavitud consentida, a destrozar sus pulmones con los vapores tóxicos del sulfuro, a dejarlos casi ciegos y a permitirles vivir lo justo para sacar a su familia adelante. Un infierno que seguirá cobrando vidas mientras enriquece la vida de otros.
