Fotografías: Amaury Martínez / cortesía de Karla Morales.
Edición 457 – junio 2020.

No cumplía aún dos años cuando fue víctima de intento de abuso sexual. En su círculo familiar. Un oscuro momento. Uno luminoso. Uno que la aproximó a la justicia. Cuando denunció el horrible hecho a su madre, ella le creyó, la defendió. Inmediatamente. No hubiese corrido a contarlo si, antes, no hubiese sido educada sobre el valor de su cuerpo, sobre el valor de la confianza. Tras huir de su agresor, no tuvo dudas, contó lo que le había pasado. No todos los niños que sufren abuso o intento de abuso están armados de aquellas herramientas. Ella lo estuvo. Así, aquella niña, hoy una mujer de 33 años, casada desde hace cuatro, y madre de un niño de dos años y una niña de nueve meses, cimentó la confianza en sí misma, naturalizó la justicia y conoció la empatía: si su dolor fue entendido, entonces, ella podía entender el de otros. Un círculo virtuoso. Uno para enfrentar momentos oscuros. Para el infortunio. Uno que promueve esta activista de la sociedad civil que, en medio de la pandemia mundial por el nuevo coronavirus, desde la ciudad más golpeada de Latinoamérica, ha vuelto a movilizar a medio mundo alrededor de un objetivo social. Ya lo hizo hace cuatro años, cuando un terremoto destruyó parte de Manabí, una provincia que es parte de su historia personal, de esa que hablamos en esta entrevista que se realizó en forma virtual, un domingo, a finales del sombrío abril pasado.
—En Twitter te presentas como alguien que cree en el poder de la educación. ¿Cómo fue la educación que recibiste, no la académica, sino la familiar, de tu entorno?
—Cuando hablo del poder de la educación siempre me refiero al poder de la instrucción acompañada de la formación que tienes en casa, con los amigos, con el cine, con un buen libro. Ese todo integral en el que el ser humano adquiere desde conocimiento académico hasta el conocimiento para vivir la vida como tal. Para saber convivir, para saber coexistir, para saber de valores y principios que le permiten luego respetar todo lo diferente y no cuestionarlo o satanizarlo, sino abrazar esas diferencias para encontrar en ellas complementos. Yo creo que cuando en casa te enseñan de valores, de respeto, de amor al prójimo, cuando te enseñan de honestidad, de solidaridad y de generosidad, cuando creces, vas a respetar, por ende, vas a saber convivir y vas a saber valorar el esfuerzo de todos, en un entorno en el que el otro y el yo sepan convivir, entendiendo que es importante el amor propio, pero que es, precisamente, en este donde crecen y yacen todos los demás amores.
—En tu caso, ¿cómo fue esa educación?
—Yo creo que fue una extraordinaria combinación: tener una madre manabita y un padre guayaquileño. Tenía lo mejor del puerto, pero al mismo tiempo tenía la calidez y el hogar que solo en Manabí sabes encontrar. No quiero despreciar al resto de provincias, pero creo que es sabido por todos ese sabor a hogar que hay en Manabí. Ese plato de comida que siempre hay para alguien más, esas casas de puertas abiertas que luego, combinado con alguien madera de guerrero, que viene y sabe que hay que levantarse, no importa cuánto pirata e incendio nos golpee, generó en nosotros, en mí y en mis hermanos, una formación que fue muy rica en valores, porque fueron estratégicos también en escoger dónde ponernos a estudiar.
—¿Dónde estudiaron?
—Estudiamos en escuelas y colegios pequeños, para nada costosos, pero donde la educación era, prácticamente, personalizada. Aprendíamos haciendo, se respetaban las libertades individuales, se potenciaban los talentos y, en casa, tenía padres que me decían que podía hacer y soñar con lo que yo quisiera, que lo importante era siempre apuntar a ser mejor, pero que eso incluía ser payaso de circo, abogada, arquitecto o astronauta.
—Y tú quisiste ser abogada, ¿por qué?
—Porque siempre sentí esa sensación no tanto de buscar justicia como sueño utópico de la ciudadanía, sino más bien a ese comportamiento correcto del ser humano, sin importar qué dicen los demás o qué dice la misma ley. Cuando tú sabes que vas por la vida haciendo lo correcto no te pasas el semáforo, respetas una fila, no exiges a partir de creer que tu economía o que tu posición social te da un derecho superior sobre el resto. Ante ese tipo de situaciones a las que me enfrenté muy joven, entendí que era importante hablar de la defensa de derechos desde una perspectiva más humana, no reduciéndola al trabajo en las cortes o al trabajo operativo, sino a ser voz de causas que necesitan ser visibilizadas para que entren en la agenda pública.
—Dices que te enfrentaste a eso de muy joven, ¿de qué manera?
—Antes de que yo tuviera dos años, un familiar muy cercano intentó abusar de mí. Encontré en mi mamá el primer refugio, pero también en mi familia, y en la lectura, y en mi formación. Entendí que había muchas injusticias que sucedían casa adentro sobre las que estábamos acostumbrados a hablar en casa, pero no a hacer más allá de eso; entonces, cuando crecía sentía una afinidad con las causas de los derechos de las niñas y de los niños, más allá de cualquier otro derecho que también es importante. Creía que eran voces que necesitaban una voz más grande, en el sentido de un adulto que asumiera esa causa como propia, y que entendiera que era importante socializar entre la comunidad el valor de la defensa de los derechos y cómo necesita un niño que sus derechos sean protegidos tanto casa adentro como casa afuera. Es importante saber que quienes luchan por esa reivindicación y por la protección de esos derechos, y que no queda únicamente como un asunto de mamá me protegió o papá me defendió, es tu comunidad, es tu sociedad la que te está acompañando en ese proceso.
—Eras muy pequeña cuando tuviste esa experiencia y a la que te refieres como un punto de partida. ¿La recuerdas bien?, ¿resultó un trauma?
—No creo que sea muy pequeña para recordar, porque lo recuerdo perfectamente. A veces, subestimamos la memoria y las capacidades de un niño en una edad en la que su desarrollo cerebral es extraordinario y donde muchas cosas que vive lo marcan. Creo que fue una de las razones por las que dije: “Es algo en lo que me quiero involucrar”. No necesariamente en la defensa de niños abusados, sino en la protección de los derechos de los niños, que implica, principalmente, garantizar su acceso a la educación. Esto se conecta con lo que hablábamos al principio, pero sobre todo en cómo lo viví. Yo sé que las cosas que vivimos como niños nos marcan y nos definen como seres humanos, pero no trato esa situación como un trauma, sino más bien como una oportunidad para darme cuenta de que en ese momento, y aunque no viví lo peor de la situación, sin desmerecerla ni subestimarla, pero tampoco sobrevalorarla, entendí que en ese momento algo se activó en mí, para darme cuenta de que la empatía partía precisamente de aquello, de tener esa capacidad de sentir el dolor ajeno como propio. No sufrí la peor parte de un abuso, pero sí fue clave para entrar en perspectiva con relación al dolor del resto. Si yo recuerdo cómo me dolió eso, no me resulta difícil entender cómo le duele a una madre perder a un hijo, cómo le duele a un joven perder un trabajo. Entender el dolor y abrazarlo como una oportunidad para crecer.
—Cuando ocurrió, tu mamá te defendió. Muchas veces, lo peor de un abuso es que no te crean, es la injusticia alrededor del abuso.
—Completamente. Yo creo que más allá de la acción delictiva como tal, es decir, la situación compleja que te toque vivir, es indispensable contar primero con la confianza de tu entorno, con que crean en lo que estás diciendo y que nadie en medio de ese dolor terrorífico que ya estás viviendo dude siquiera de la certeza de tu palabra. Ese es un primer punto fundamental para empezar a hablar de justicia, que nace en ese momento en el que te creen. Mi mamá me defendió como una leona. Creo que ese primer paso, entre que tú aceptas lo que sucedió y lo cuentas, es clave contar con esa capacidad de recepción del otro, esa confianza, que sienta tan suyo lo que tú vives, que salga y te defienda como si se tratase de ella misma.
—Hiciste pasantías en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, ¿ahí empezaste?
—Sí, yo tenía alrededor de veintiún años. A mí siempre me gustó viajar, nunca había hecho un viaje solo por mi cuenta, así que presenté mi carta de interés. No tenía nada más que mi intención, porque por la edad no había recorrido mucho profesionalmente. Supongo que ese ímpetu que tenemos cuando bordeamos los veinte, veinticinco, se traslada a las palabras cuando presentas una carta de interés. Fui aceptada. El trabajo que hice ahí era básicamente recibir peticiones, denuncias. Conocía casos que luego tenían que pasar por diferentes grupos de trabajo. En ese momento existía allá el GRAP (Grupo de Recepción y Apertura de Peticiones) y el Grumeca (de medidas cautelares). Mi trabajo era recibir esa documentación y ser el primer filtro entre la organización y el peticionario. Eso me hizo pensar más globalmente en el impacto del daño que se puede causar en una comunidad cuando no se garantizan ni se protegen los derechos humanos.


—Has referido antes que tuviste acceso a una carta de una niña indígena que cambió tu vida, ¿por qué?
—Sí, una carta de una niña de alrededor once o doce años de una población indígena en la que ella contaba cómo grupos armados entraron a su comunidad indígena y los obligaron a jugar fútbol con las cabezas de sus ancianos que habían asesinado; entonces, sí fue bastante difícil leer algo así, controlarte, porque la reacción innata de alguien es querer ir y abrazar a esa niña y protegerla y defenderla de todo mal. Y entender que, a veces, y aunque a muchos les cueste creer aquello, la ayudas más haciendo que esa denuncia prospere, que se visibilice esa realidad y que encuentre reparación afuera porque, probablemente, en su país no la iba a encontrar y por eso acudí a la ayuda internacional. Ahí me di cuenta de que había mucho que hacer por nuestra gente, pero que era indispensable que quienes creíamos que esa era nuestra causa y nuestra vocación regresáramos a ser una luz en casa, a construir ese país que queríamos, hablando de reparación integral, pero procurando que ningún niño nuestro salga a pedir ayuda afuera porque la podía encontrar dentro.
—Luego trabajaste en la organización Asuntos del Sur, ¿fue ahí donde hiciste contactos, donde aprendiste a gestionar fondos?
—Asuntos del Sur es un tanque de pensamiento, es un think tank regional que se creó en París, pero que se enfoca en Latinoamérica. Aprendí mucho del trabajo en equipo, a entender los asuntos de derechos humanos como un asunto que nos implicaba a todos. Estuve en México, Panamá, Perú, en fin.
—Volviendo al tema de la educación y al poder que confiere. ¿Qué poder te ha dado a ti la educación?
—El poder de ayudar. Si yo no hubiera recibido la educación que recibí y que sigo recibiendo, porque yo creo que el ser humano se enriquece en su formación desde una buena conversación, una película, un libro, viajes, experimentar la gastronomía de otro lado, todo eso es parte de tu formación, yo no hubiera hecho conciencia plena del poder de ayudar. Y con ese poder me refiero a ser ese puente entre quienes pueden ayudar y quienes tienen las necesidades. Yo sabía que si me quedaba en una de las dos esquinas no iba a poder lograr mucho y que lo que nos faltaba era la construcción de esos caminos entre el que tiene la voluntad y quien está pidiendo a gritos ayuda. Y no es así. Ahí fue cuando me di cuenta de que podía utilizar toda mi preparación no solamente para mi crecimiento individual, profesional, para mi pasión que es trabajar en la protección de derechos y procurar una agenda pública donde se visibilicen esas realidades, sino también entender que no necesitábamos ni asistencialismo ni reducir el rol de la mujer principalmente al de “bueno, ella como es mujer se encarga del servicio social, se para en la puerta de un centro comercial a pedir caridad”. Cuando hablamos de brindar ayuda desde una perspectiva técnica, de brindar atención, respuesta, ayuda humanitaria, de construir procesos con diseños participativos que garanticen la resiliencia de la capacidad, estamos hablando de capacidad de gestión.
—¿Experimentaste discriminación?
—Completamente, pero la asumo como parte del proceso, del costo que todos debemos aceptar y asumir cuando viene con una decisión que tomas, y que tienes plena conciencia de que va a tener consecuencias. Habrá gente a la que no le guste lo que haga; habrá gente para la que represente una amenaza porque visibiliza realidades que estaban maquilladas; habrá gente a la que no le agrada porque eres competencia, porque han encontrado en la pobreza un negocio y les conviene tanto que la quieren multiplicar en lugar de resolver el problema de fondo; y habrá gente que te califique como el bombero del tercer sector como muchos nos han dicho: te pasas apagando incendios, y de esa manera lo que haces es evitar que el Gobierno asuma un rol mucho más eficiente. En redes sociales, eso era un poco lo que nos decían, que el filantrocapitalismo que yo proponía lo que hacía era solapar al Estado irresponsable.
—Te piden que cuestiones al Estado.
—Yo tenía que ser una tecla brava de redes sociales exigiendo al Estado que haga, asumiendo al ciudadano como un ente con derechos pero sin deberes, cosa que me parece totalmente desatinada. Así como tenemos derechos también tenemos deberes y, además, el trabajo que nosotros hacemos no es un trabajo que se debe reducir a asistencialismo ni a caridad.
—La solidaridad, el ser puente, ha sido una de las cosas que se ha hecho en Guayaquil a lo largo de su historia, resolver por cuenta propia problemas como los de la falta de atención estatal en salud, mediante la Junta de Beneficencia, por ejemplo. En parte, ¿le ha pasado factura a la ciudad ahora no haber reclamado al Estado?
—Completamente. Yo creo que Guayaquil, en este ímpetu de “yo resuelvo” y de “yo veo por mí”, que no necesariamente debe ser visto desde la soberbia, sino desde la capacidad de: “¿Sabes qué? No te voy a estar pidiendo, voy a trabajar para tener lo que necesito”, ese empuje guayaquileño que tenemos todos de alguna manera, sí silenció o facilitó una posición cómoda desde el Estado en muchas áreas, incluida la salud pública. Sí es una factura pendiente del país, y de la región, mejorar el sistema de salud pública. Y esta pandemia la ha visibilizado. Esta pandemia superó a los Gobiernos, incluso a los más grandes y en los países más pequeños, en donde el sistema ya vivía una crisis que se agravó con el virus. Como en el terremoto, que ya hablábamos de comunidades desabastecidas, de necesidades básicas insatisfechas que este desastre permitió ver. Ahora, esa realidad segmentada: Manabí es pobre, Esmeraldas es pobre, Guayaquil ve por ustedes y les manda ayuda, nos impidió quitar la venda (de los ojos) y hacer plena conciencia de nuestros problemas internos.
—¿Cuándo te movilizaste por la pandemia?
—Me preocupó profundamente desde principios de enero-febrero. Después del paro, en octubre empezamos un plan de trabajo, más aterrizado en Guayaquil, y cuando se sumó lo del covid se fortaleció. La historia nos está poniendo, desde hace diez años, frente a una realidad que golpea. Es un sacudón que exige decisiones políticas eficientes.
—¿Por qué creaste la fundación?
—En 2014 la creamos más como un movimiento. Unía voluntarios que querían ayudar. Si bien estudié y viajé, y luego estuve en un estudio jurídico y seguía trabajando, mi tiempo libre y el de mi jornada de trabajo estaba vinculado de alguna manera al servicio: lo hacía con el estudio jurídico, ofrecía servicios gratuitos a quien lo necesitaba, o llevábamos comida o entregábamos becas, pero más como voluntariado y movimiento ciudadano. En 2016 adquirió forma jurídica. Se creó esta organización sin fines de lucro, y tomando en cuenta que en el Ecuador no existen incentivos tributarios para los donantes, era mucho más desafiante conseguir fondos o apoyo para proyectos, porque para el empresario, en esa época sobre todo, ahora no, ayudar era un gasto, no una inversión, una inversión como un ejercicio de responsabilidad social desde tu marca. Así que nació la fundación en Estados Unidos, donde sí hay beneficios tributarios y donde era mucho más viable plantear este tipo de proyectos, porque allá desde hace mucho existe la responsabilidad social corporativa. En el Ecuador creamos Kahre, que es nuestro programa de asistencia humanitaria, y en Florida nació la fundación Karla Morales (www.karlamorales.org).




Eres feminista. El feminismo en estricto sentido busca la igualdad, pero también hay varias ideologías. ¿Qué tipo de feminista eres tú?
—Yo soy una feminista bastante pragmática y realista. Yo creo que no podemos desconocer que la mujer, históricamente, ha sido discriminada de muchos roles por ser mujer, que la mujer sufre una brecha salarial evidente. Son datos, son hechos, no lo estamos sugiriendo, sucede. Pero también creo que la mujer ha perdido, o no ha ganado, muchos espacios porque se ha mantenido en una zona de confort en la que ha preferido no alzar la voz. Creo muchísimo en el poder de la voz.
—¿Crees que es por mantenerse en una zona de confort? ¿No como consecuencia de la hegemonía patriarcal, de un modelo estructurado desde hace siglos?
—Hay esa hegemonía patriarcal, ese hecho que me ha convencido de que yo no lo puedo lograr, yo no lo puedo pedir o de no me corresponde pedirlo, alguien me tiene que dar. Y no. Los derechos se exigen. Y también los deberes se ejercen. Entonces, ha tenido un poco de esas dos cosas. Hay muchísimas mujeres preparadas, capacitadas y empoderadas que prefieren mantener la retaguardia antes que asumir un rol protagónico porque piensan desde lo individual: “A mí no me llega lo de la brecha salarial, yo sí cobro lo que debo cobrar, yo sí voy a la universidad, entonces yo no me siento identificada con tu causa porque a mí no me ha pasado”. No soy fanática y no soy radical. Yo no creo que para posicionar una causa y una verdad como es la desigualdad el camino sea la violencia. En ese punto no coincido con muchos movimientos.
—Eres católica, ¿estás a favor del aborto?
—Soy católica, creo mucho en el valor de la vida, creo que tenemos que proteger la vida siempre, pero también creo que hay que respetar las libertades, que no hay que juzgar a nadie, porque cada ser humano vive su libertad como le parezca y que ni el Estado ni la comunidad ni la Iglesia pueden decidir respecto de la vida de alguien. Solo esa persona tiene derecho a disponer o a elegir respecto de su vida. ¿Tú te imaginas qué significa para una mujer decidir abortar o no abortar? Es una decisión tan íntima como respetable y ninguno de nosotros puede incidir. Sí creo que para hablar de aborto tenemos que hablar de educación sexual, de responsabilidad. Tenemos que hablar de un ejercicio pleno de libertades partiendo del conocimiento y la información. Si tenemos una población educada y garantizamos el acceso a educación sexual objetiva, pragmática y necesaria en nuestros adolescentes, primero, vamos a disminuir las tasas de embarazo adolescente; y segundo, estoy segura de que cualquier mujer que esté viviendo una vida sexual activa, y que sepa lo que quiere en la vida, va a tener siempre algún método anticonceptivo a la mano y que la que quiera ser madre va a ser madre porque lo elige, pero no podemos caer en hablar del aborto cuando el Estado nos debe mucho en temas de salud pública y de educación. Obviamente, cada caso merece un análisis particular y para eso tiene que haber el cuerpo normativo adecuado. No es lo mismo hablar de una mujer de treinta que tuvo una noche de sexo, quedó embarazada y mañana quiere abortar porque no usó condón, que de una niña que fue abusada, que tiene doce o trece años y su vida corre peligro. Son casos totalmente distintos.
—Dices también en tu perfil de Twitter que una mochila llena de libros es la mejor arma contra la pobreza. ¿Qué pasa con otros factores que inciden como la desnutrición, la falta de acceso a la salud, a una vivienda digna, la violencia intrafamiliar?
—El poder de la educación es tal que si tú educas al niño o niña no solamente tiene beneficios económicos su familia, sino su comunidad. Una persona educada es una persona que sabe huir de relaciones de abuso o de violencia, o por lo menos las sabe identificar. Cuando tú hablas de educación, también hablas de alguien que entiende el valor de la seguridad alimentaria y de que está conectado con nutrición, que sabe del poder de la salud en el bienestar del individuo. Alguien educado no se embaraza cuando es adolescente, alguien educado no acepta la violencia como estilo de vida, alguien educado dispone sus ingresos en beneficio de la familia e incide directamente en el beneficio de su entorno. Está comprobado que cuando una mujer se educa el 80 % lo destina al bienestar familiar; cuando tú educas a una generación, la siguiente se salva de la pobreza; entonces, cuando hablamos de pobreza en salud, en vivienda, pobreza en garantía y acceso a derechos, sigue estando conectado todo a la educación. Cuando hablas de educación tú hablas incluso de voto optativo, ni siquiera voto obligatorio. Es la raíz de todo.
—¿Te interesa la actividad política? Tienes miles de admiradores, también críticos que te endilgan interés político.
—Estoy bastante convencida de que cuando te preparas para algo y cuentas con la capacidad para ello, que nadie te diga que no lo puedes hacer, que te la juegues, porque también es importante entender que cuando no cruzas el charco nunca vas a entender los kilómetros que distancian la voluntad de la realidad de las cosas. Siempre he dicho, y probablemente suene a que yo esté en una zona más cómoda, que hago lo que puedo y que eso siempre va a ser bien visto porque yo no estoy en la obligación de hacerlo, porque mucha gente entiende que esa obligación es de papá Estado; en cambio, yo la entiendo como una obligación de todos. Creo en mí y creo en lo que puede hacer una persona cuando se prepara. Por eso, si me lo preguntas ahora, no, no estoy lista, porque yo me tomo el país en serio y creo que tengo que prepararme en muchos aspectos, desde lo familiar hasta lo personal. Cruzar desde la vida política hasta la pública te puede costar mucho a nivel familiar y a nivel personal; y el resto tiene todo el derecho de hurgar en tu vida y pedirte explicaciones porque tú estás ejerciendo una función pública y eso viene con el cargo. No te voy a negar que todo ese hostigamiento y todos esos ataques en redes sociales son las pequeñas pruebas que te pone la vida para entender la magnitud de las decisiones que tomas y de sus consecuencias. Si bien tengo la verdad por delante y no tengo nada que esconder, y que, al revés, me encantaría que alguien con nombre y apellido me lo pregunte como me lo has preguntado tú, el problema es que en las redes sociales no sabes con quién hablas, porque tienen nombres que no son nombres. Pero sí ha sido una forma de vivir esa realidad de la exposición y entender qué tanto quieres exponer a tu familia a aquello.
—En medio de la crisis por la pandemia, cuando ves a tus dos hijos, ¿qué piensas?
—Me siento bastante irresponsable con ellos cada que salgo y vuelvo a llegar a casa, pero, al mismo tiempo, creo que ese mismo peso lo siento desde el lado de la responsabilidad que tengo con ellos y con el resto, si está a mi alcance hacer algo. Entonces, sí, cuando los veo, entro en esa disyuntiva de qué tanto me expongo, qué tanto salgo, qué tanto entro; pero luego, como si hubiese un sacudón de realidad, es en su misma mirada donde encuentro esa aprobación de “haz algo, porque necesito que hagas algo y porque sé que cuando crezca no te voy a dar las gracias, pero voy a entender que ese tiempo que dedicaste a estar afuera era una manera de sembrar semillas para que nosotros podamos cosechar libertad, vida, salud”… Cuando eres madre, sobre todo, te das cuenta de la importancia de la solidaridad aplicada al individuo: encuentro en esta vocación de servicio una forma de pedirle a la vida que, cuando mis hijos necesiten algo, alguien les pueda tender una mano.
