
La muerte de su esposa fue un infierno. Llegó a Quito y se convirtió en el custodio de las fiestas. La farra es el paraíso que mantiene con vida a Justo Morán.
A medida que se abre la puerta Lanfor del Bungalow, aparece la figura de Justo. Delgado, pero dueño de una estructura corporal fibrosa, a sus cincuenta años tiene más vitalidad que cualquiera de los jóvenes que busca una noche de farra en Quito. Sus ojos son dos hoyuelos de escopeta, que dejan de apuntar una vez que asoman sus dientes blancos al sonreír.
Cruza los brazos de manera imponente, como los guardaespaldas de las películas de acción. Está rapado la cabeza y afeitado al ras las mejillas, lo que acrecienta su firme mentón. Si lo encuentras en la calle, sabes que es de esos tipos con los cuales no puedes meterte. Pero si lo encuentras en la puerta de la disco, descubres que es el pasaporte para una fiesta.
Asegura que todo es una impostura. Que ese rictus de pocas pulgas le ayuda a mantener el orden. Aunque la mayoría de gente de la vida nocturna quiteña lo respeta, pues por dos décadas lo han visto vigilante en las puertas de míticos lugares como La Bunga y El Aguijón. Quienes lo conocen bromean y lo abrazan. Las mujeres lo saludan con beso.
Justo Manuel Morán Gonzabay es el cancerbero de las fiestas, el san Pedro de la diversión. Es el testigo de la metamorfosis de las farras y el archivo vivo de aquello que se ha congelado en el tiempo a la hora de bailar. Suya es la llave del paraíso del entretenimiento.
La Mariscal ya no es lo que era
La Mariscal es un foco que titila. Unos locales están prendidos, otros apagados. “Ya no es lo que era antes del virus”, dice Justo con cierta nostalgia. Extraña la multitud, el embotellamiento de automóviles, las largas filas.
“Pero a mí me gusta este lugar. La gente sigue viniendo a la Zona, aunque no en la cantidad de antes. Está más botado, pero siempre hay fiesta”.
La Mariscal ya no es esa colonia de hormigas que sonaba como colmena de avispas. Más del 50 % de los locales está cerrado. Entre restaurantes, discotecas, karaokes y demás comercios, suman 741 espacios de esparcimiento. De esos, 321 están abiertos, según los datos de la Administración La Mariscal hasta abril de 2023.
Hay situaciones que no cambian. Los enganchadores aún poseen esa actitud de tigre tras su presa y buscan que las personas entren al lugar que promocionan. Ofrecen combos de cervezas, canciones gratuitas, barra libre durante las happy hours. No importa cuántos sean los bailadores, los parlantes no escatiman y sueltan melodías de perreo y bachata.
Los policías hacen sus rondas, mientras los microbrujos los esquivan. En los bordes marginales de la zona rosa, las travestis buscan un cliente para salvar la noche. Los borrachos, sobre todo universitarios, caminan en zigzag negándose al descanso. Las peleas también son infaltables.
Mientras Justo posa para unas fotografías, unos gritos son más fuertes que la voz de Karol G saliendo de una licorería. Dos cocineros empujan a un sujeto, quien exige a una mujer que se vaya con él. Ella llora frotándose la mejilla. Mientras los ánimos se calientan, uno de los chefs le da un chirlazo al hombre y le exige que se retire. Ella aprovecha la defensa para lanzar manotazos.
“Bienechito por abusivo. Este tipo le pegó a la man y vale que le pongan en su sitio”, dice Justo, con el mismo rostro entusiasmado de quien ve una pelea de la UFC en primera fila. “Es que uno se entretiene viendo las riñas ajenas”.

—¿Qué haces en esas situaciones?
—Pues le defiendo a la mujer. A ellas no se las golpea. Por mi trabajo, no puedo meterle su “estatequieto” al tipo pero, obvio, no dejo que la maltrate. Ahí llamamos a un policía. Ahora, si le dan duro, dejo que le soben.
—¿Nunca te has peleado?
—Al inicio uno era más descontrolado. Rapidito aprendí que yo estoy ahí para mantener el orden. Uno debe actuar con cabeza fría, con harto cerebro.
—¿Alguna vez te dieron duro?
—Una vez me agarraron dormido. Pero después reaccioné y le di su merecido.
Justo recuerda que estaba en la puerta del Café Democrático cuando un borracho se dispuso a orinar en plena ventana. Fue a pedirle que se comportara y, ni bien se le acercó, recibió un derechazo que lo tomó desprevenido. “Ese puñetazo casi me noquea, pero cuando reaccioné le caí a golpes. Esa fue la última vez que me peleé. Imagina, yo iba de buena manera, a hacerle razonar, y el tipo me agrede”.
Justo en el cielo farrero
Antes de ir al cielo, tuvo que pasar por el infierno. “No, pues, me la mataron a mi Mary. Ella era brava, una mujer muy ‘guerrillera’ que defendía lo que quería. Por una pelea por tierras, unos vecinos se la cobraron. En una fiesta le dieron licor adulterado y nunca más despertó la pobre. Eso me traumó por completo”.
Cuando Justo enviudó tenía veintidós años y saltaba entre Babahoyo, Guayaquil y Durán haciendo múltiples trabajos. Una amiga le dijo que él y sus hijos, los que tuvo con Mary, se fueran a Quito para empezar de cero.
Justo partió solo. El día que lo hizo, la Costa ecuatoriana estaba inundada y, salvando de la lluvia una pequeña mochila, se fue a la capital con la ilusión de mayores oportunidades.
“Empapado llegué a Quito. Ya ahí me bañé por el terminal y me encontré con mi amiga. Nos fuimos a vivir a Toctiuco”. Su primer empleo fue en una empresa de seguridad. Lo mandaron de guardia al entonces Congreso Nacional.
“No me preguntes qué hacía el Galo Benítez por ahí, pero le conocí en el Congreso y me puse a trabajar con el pana en esta vaina que me encanta”, dice saltando de la silla, como si quisiera ponerse a bailar.
Así empezó en La Bunga y después acompañó a Galo (rey Midas de las discos) en El Aguijón. Hasta que su última aventura juntos fue el Café Democrático. “En El Aguijón yo le metía hasta tres mil gentes en los conciertos. Era harto cerebro para convocar a las personas. Ya me sabía la movida”.
—¿Cómo hicieron con la Ley Zanahoria?
—Apagábamos las luces y la farra seguía hasta que se podía.
—¿Y la Policía?
—Nunca les abría. Mi trabajo es ser el guardián de esa puerta. En mis manos está quién entra y quién no.
La metamorfosis de la farra
Justo lleva cuatro meses en el Bungalow. A ese espacio de dos pisos van los jóvenes y extranjeros que disfrutan de cervezas y cocteles. La música es tan diversa como quienes bailan. Adentro el ambiente se prende, mientras afuera nuestro san Pedro es un iceberg inamovible.
Su rostro adusto se endulza si algún conocido lo saluda. Lo mismo ocurre cuando llega una persona ebria; su voz más bien se torna suave: “A ver, mi bróder, tómate un cafecito o anda a comer algo. Te pones bien y yo mismo te hago entrar”.
—¿Con los años aprendiste a lidiar?
—Ya es la experiencia. Con el tiempo uno sabe cómo manejar a la gente.
—¿Y si vuelve el borracho?
La mayoría no vuelve. Después de un café o de comer ya te quieres ir a tu casa. Raro que regresen.
Justo reconoce que no le gusta el reguetón, pero asegura que si le toca bailar “perrea como bien puede. La música es lo que más va cambiando (por la moda), pero la gente sigue chupando, vacilando y pegándose su hierbita”.
El oído de Justo se ha convertido en un camaleón del sonido, pero no deja de extrañar a la vieja guardia. “A mí me encanta Proyecto Uno, Sandy & Papo, Los Ilegales… esas cosas me fascinan, así como todo el rock clásico en inglés. Pero es lo que menos ponen ya en las discos”.
En la jaula de los leones

Una foto a todo color e intervenida da la bienvenida a una de las dos cuentas de Facebook de Justo. En esa imagen dos leones están a sus pies. Esto, posiblemente, es la síntesis de su existencia. Pese a que él ha tenido las llaves de la diversión de la escena nocturna quiteña, también podría vérsele como un Daniel en medio de los leones.
Su paso por La Bunga, El Aguijón, el Muy Muy, el Café Democrático, el Dirty Sánchez, La Aldea, La Casa Palenque y ahora en el Bungalow le han enseñado a domar a las más temibles fieras humanas.
Sin contar a los ladrones que esquiva cuando anda en su bicicleta, su principal medio de transporte. “En la noche me soplo en mi bici. Luego de evitar riñas, uno no tiene que dejarse robar. Hasta ahora nunca lo han hecho, pero sí lo han intentado. Capaz que a uno le respetan porque es negro”.
Ya en su casa, Justo descansa poco y el resto del día se dedica a la carpintería, un oficio que le apasiona y que le permite redondear el sueldo. Este adicto a la madera, que se jacta de que sus propias manos hicieron las barras del Dirty, no para de construir repisas en sus horas libres.
Padre de seis hijos, por las tres más pequeñas aún debe velar económicamente, por eso no da tregua al desvelo.
“Mantener una familia, bróder, los gastos y vivir honradamente, esa es la fiesta que nunca termina”… así se baje cualquier puerta Lanfor.