Juana Córdova: el poder de lo sencillo.

Por Daniela Merino Traversari.

Fotografía: Cortesía.

Edición 438 – noviembre 2018.

Galería---1
Corriente blanca, versiones de caracoles, madera, 30 x 30 x 15 cm, 2013.

El arte de Juana Córdova es como ella lo define: “sencillo”. Sencillo porque no pre­tende ser lo que no es. Es lo que es y está donde tiene que estar. Nos llega directo al alma y a la piel. Aquí radica la fuerza y la potencia de su obra: en un mensaje directo y sensible que nos toca las fibras más pro­fundas de nuestro ser.

Miro su trabajo y viene a mi memo­ria una frase que alguna vez escuché: “La elegancia es el perfume de la sencillez”. Su obra es elegante, sencillamente elegan­te, por la belleza y esbeltez de todas sus formas: de unas hojas hechas de plata, de unos finos tallos de papel, por la delica­deza con la que está enmarcado un can­grejo o un coral, y por la perfección del tratamiento del papel maché al modelar el hueso de una ballena. La elegancia enton­ces seduce y luego domina, es la cualidad que conduce a ese mensaje claro, directo y conmovedor.

No obstante, a la artista le preocupa que su obra pueda inclinarse más hacia lo pu­ramente estético. No quiere caer en la sola belleza de la forma. “Es muy difícil encon­trar el punto de equilibrio exacto entre la estética y la filosofía”, me dice. Sin embargo, ella es la clase de artista que camina con de­licadeza sobre la delgada línea que divide lo sensorial de lo mental, la poesía de lo literal, lo artificial de lo natural.

Su última obra, Creciente (2017), marca estas divisiones de manera profunda. Una cascada de palos secos, arrojados a la orilla del mar por el fenómeno de El Niño, choca con la inmensidad de una pared de concre­to en el lobby del edificio T6 en la mitad de Quito. El mensaje es transparente, alcanza cada uno de nuestros sentidos y penetra nuestro pensamiento de manera profunda.

La fuerza de la naturaleza irrumpe en la capacidad creativa (y destructiva) del hom­bre. Es el mundo natural que se enfrenta al mundo artificial del ser humano: la ciudad. Este tejido palpitante hecho de ramas, tron­cos y palos, que alguna vez tuvieron vida, impone su presencia en un espacio que le es completamente ajeno. La naturaleza no pertenece a este contexto, pero somos com­pletamente vulnerables frente a las fuerzas de la Tierra y de la vida.

Así se manifiesta la imponencia me­diante de lo sencillo en la obra de esta ar­tista. No hay ninguna dinámica escondida. Es lo que se ve pero, sobre todo, lo que se siente, ya que va directo al centro de nuestra condición humana. Así surgen la poesía y la elegancia en la obra de Juana Córdova, quien define su trabajo como un arte “sen­cillo”.

Recorrido I. Foto de Ricardo Bohórquez.
Recorrido I. Foto de Ricardo Bohórquez.

La vida frente al mar

Hace cinco años Juana y su esposo Se­bastián concretaron un proyecto de vida: vivir frente al mar. Finalmente lograron mudarse a una casa sobre un acantilado. La idea de este proyecto era la de generar un cambio en sus vidas con la idea de concen­trarse exclusivamente en sus trabajos artís­ticos. Sebastián es diseñador pero también colabora con los proyectos de su esposa, ya sea con sus filmaciones, sus instalaciones o algún otro trabajo que necesite ayuda.

Cuando se escucha hablar de una vida frente al mar, completamente lejos del rui­do y la neurosis de la gran ciudad, es fácil pensar en algo así como La laguna azul. Viajamos hacia una vida paradisíaca, fren­te a un mar cristalino, con una vegetación exuberante donde hombre y naturaleza son un solo cuerpo y donde el tiempo se dilata a nuestro favor. “Suena idílico, pero a veces es muy difícil vivir tan aislados”, me dice Jua­na. Todo está lejos: hospitales, mercados, no se diga aeropuertos o centros culturales. Sobre todo, le cuesta mucho estar alejada de los circuitos artísticos donde se pueda nu­trir permanentemente de nuevas corrien­tes o tendencias. Aparte de trabajar en su arte, aprovecha el tiempo para dedicarse a la lectura, ver buenas películas y hasta na­vegar por Internet y disfrutar de una serie de Netflix.

De alguna manera me percato de su ambivalencia. Juana buscó alejarse de todo, pero algo en ella aún se resiste. Lo cierto es que su amor por el arte y una vida más sana pesó más que cualquier ambiva­lencia, pues es evidente que una vida así conduce a la reflexión, permite más con­centración y dedicación al trabajo artístico y personal.

Se describe a sí misma como una intro­vertida. Fue así desde muy pequeña. Des­de siempre. Creció junto a tres hermanas mucho mayores, lo que le permitió tener tiempo para ella sola, para dibujar y jugar con todo menos con muñecas. Más bien le gustaba organizar las pequeñas cosas: piedritas, palitos o algún otro elemento re­cogido por ahí. Desde niña ya buscaba ese contacto con la naturaleza, o con el arte a través de esta.

Fósil, almeja petrificada, 60 x 40 x 20 cm, 2016. Foto de Juan Pablo Merchán.
Fósil, almeja petrificada, 60 x 40 x 20 cm, 2016. Foto de Juan Pablo Merchán.
Botica, papel y alambre, dimensiones variables, 2007.
Botica, papel y alambre, dimensiones variables, 2007.
Pleamar, papel maché, dimensiones variables, 2013.
Pleamar, papel maché, dimensiones variables, 2013.

Un lenguaje más profundo

Ese juego infantil de recoger y colec­cionar elementos naturales sigue presente hasta hoy. Vivir frente al mar facilita y po­tencia este ritual. La artista sale de su casa a investigar. Largas caminatas a la orilla del mar le permiten observar el entorno del que ahora forma parte. De este tomará lo que necesite para crear sus obras. En Alas de invierno (2018) recolectará un sinfín de alas de mariposas de distintos colores y hermosos patrones para crear un manto translúcido que se asemejará al tejido que separa la vida de la muerte. A primera vista podría confundirse con una investigación científica; sin embargo, la artista penetra más profundo hablándonos de la fragilidad que implica estar aquí y estar vivo.

Estas alas de mariposa son recogidas en el pavimento. El fenómeno de El Niño las trae y nubes gigantes de estos insectos se posan en el asfalto de la carretera. No obs­tante, mueren casi al instante por el intenso calor de la brea. Juana las encuentra para­das, como si estuvieran vivas, las recoge y las lleva a su estudio para trabajar con sus cuerpos. Este acontecimiento es estreme­cedor. La obra, inevitablemente, nos hace reflexionar sobre esa cercanía de la vida con la muerte. Pero la muerte se convierte en belleza, en simetría perfecta, en espejo permanente de nuestra existencia.

Hoy su obra avanza a pasos agigantados gracias a ese encuentro cotidiano con el mar, la arena y la naturaleza en general. Me atre­vería a decir que tal vez es justamente esta comunión lo que ha hecho posible que la artista se afiance en su lenguaje, ese lengua­je artístico que intuitivamente ya exploraba desde niña. Al vivir en una playa, la materia prima de su trabajo está incrustada en su cotidianidad. Todo tipo de materiales están al alcance de sus manos y los puede recolec­tar el momento que desee: conchas, plumas y crustáceos que recoge a la orilla del mar, huesos de delfines o ballenas que sirven de molde para sus trabajos en papel maché, alas de insectos y pieles de serpientes. Por lo tanto, estos elementos naturales se convier­ten en inspiración y producto final al mismo tiempo. Se filtran, no solo hacia el objetivo creativo de la artista, sino que riegan todo su mundo interno, lo que permite que la artista viva en la obra y la obra viva en ella.

Avistamiento (2018) nos habla de la im­portancia de la preservación. Filas de plu­mas cuelgan del techo de la galería donde se expondrán algunas de sus últimas piezas. Cada pluma está incrustada en un pedazo de resina que las protege como si se trata­ra de elementos vivos. Las plumas parecen aún volar, a pesar de su esterilidad. Hay un deseo de concretar esta belleza muerta, de sujetarla en el tiempo para volver a ella cuando queramos. Ese es el objetivo de la nostalgia, de aquello que se perdió: su pre­servación y también su celebración.

En Corriente blanca (2013), en cambio, la artista nos habla no solo de su relación con la naturaleza, sino del ser humano consigo mismo. La pieza está compuesta de dos caracoles que unidos por un puente de madera forman unos audífonos. Desde niños nos hemos puesto un caracol al oído para escuchar el sonido del mar. Nada más poético, nada más hermoso. Es quizá al primer lugar donde viajamos al observar la obra: a nuestra niñez, descubriendo el so­nido del mar en una concha. Sin embargo, es fascinante descubrir que el sonido que escuchamos en un caracol no es realmente el sonido del mar, sino el sonido del cuerpo de la persona que está escuchando. Lo que exactamente se escucha es el correr de la sangre en el corazón y en el cerebro, y estos sonidos se amplifican por el eco del caracol. Corriente blanca es una obra fuertemente poética y conmovedora, que nos traslada a los recuerdos y, a la vez, a una realidad cien­tífica desde la más exquisita belleza.

Hoy estamos invadidos de un arte her­mético que puede llegar a exigir demasiado de sus espectadores. El arte contemporá­neo, muchas veces, parece haber olvidado la belleza de lo auténtico y lo sencillo, del encanto de la simplicidad y de establecer un contacto más directo entre la obra y el espectador. Como espectadores de este tipo de arte podemos sentirnos presos de la as­tucia y descubrir que un sinsentido se dis­fraza de complejidad intelectual.

Dentro de este contexto ha sido refres­cante descubrir el arte de Juana Córdova. Es la brisa en medio de un calor sofocante. Yo prefiero conmoverme a primera vista, amar la obra por sí misma y no a la teoría detrás de esta. Prefiero lo sencillo. El arte de Juana Córdova ha tenido el poder, desde su senci­llez, de conmoverme hasta las entrañas.

 

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