Lo que Juan Carlos Vargas encontró en la basura

Después de haber encontrado entre la basura del centro de Guayaquil una serie de afiches de películas que se exhibieron en cines que ya no existen, el artista los intervino con sus recuerdos y cambió las historias.

Fotografías: Vicente Gaibor y cortesía.

El artista plástico Juan Carlos Vargas encontró en medio de la basura carteles de películas que se exhibían en cines que ya no existen, cintas de acción, dramas y comedias anunciadas en español y en mandarín para el público guayaquileño.

Caminaba a la liquidación de la primera galería que fundó junto a varios de sus amigos, en el sur, en una calle paralela a la célebre Seis de Marzo, en la que cada fin de año se levantan monigotes gigantes. Tal vez, piensa ahora que lo recuerda, estos carteles pudieron haber rellenado algún año viejo.

Era marzo de 2020. Ya había empezado el confinamiento y tenía definida una rutina. Jugar con Sol, su hija, hasta el mediodía; y después encerrarse, previo acuerdo con su esposa, para pintar por más de ocho horas en el estudio al que su madre llama “cuchitril”. Llevaba dos años siendo padre y graduado en Artes, unos cuantos meses de haber dejado un trabajo a tiempo completo en una oficina pública y días de haber finalizado su primer proyecto de galerista. El panorama parecía devastador para dedicarse a pintar y vender su obra, pero era el único camino que podía tomar para sostener su casa y liberarse de aquellos “dibujitos” tan Basquiat que hacía en sus ratos libres y a los que no les prestaba mayor atención.

Vargas piensa que cada archivo tiene una nueva posibilidad de juego, que comienza al colectar objetos que se consideran basura. Le faltaba material para pintar y, aunque sabía que no se volvería a encontrar con nada parecido, intervino aquellos carteles de películas que mostraban a Bruce Lee con las pequeñas caras de los actores secundarios alrededor de una patada voladora. Montó sus propias imágenes también sobre los afiches de las películas eróticas de Mario Siciliano y Francisco Cavalcanti, por encima de esos rostros excitados para la cámara. Y armó con ellos la serie Carteles de cine antiguo.

Un año después del hallazgo lanzó su muestra individual Yo, Chambero. Esto pasó en Onder, la galería que abrió en 2020 junto con el artista David Orbea, en uno de los espacios con los que Muégano Teatro armó su Mancomunidad, en un callejón del centro de Guayaquil. En su muestra están los carteles y otros objetos que antes eran la basura de alguien más.

“Qué mejor momento para lanzarte al arte que en plena pandemia, cuando no puedes salir, no puedes trabajar, peor encontrar trabajo, el único camino que tuve para sobrevivir fue el arte y ahora que vuelvo a Basquiat puedo verlo y leerlo con distancia”.

Aunque no le gusta el terror, en sus Carteles de cine antiguo se filtran monstruos y recuerdos de la infancia. Redibuja los conejos y tiburones que el cine ha transformado en sus personajes. Trabaja versiones de los muñecos de las camisetas de skate con las que recorría la ciudad en busca de lugares para saltar en patineta y encontrar a sus pares: gente que usaba la misma ropa, como un clan.

En el cartel que anuncia la película King Kong, Vargas recrea los juegos que había en un centro comercial y que traen a su memoria una frustración muy puntual: creció tanto que ya no lo dejaban subirse a ellos. En otro afiche convierte a la mujer excitada, que aparece en el centro, en una extensión del cuerpo de un conejo. El animal es una mezcla entre el personaje de Playboy, el recordado y filme de culto Donnie Darko y el elegante espécimen de sombrero que aparece en las historias de Alicia en el país de las maravillas.

En otro de sus afiches toma como referencia la caza ilegal de tiburones en aguas ecuatorianas. Dibujó sobre el original un tiburón gigante, de forma que los créditos de la cinta, en mandarín, terminan ocupando el lugar de las tripas del animal cazado, todo esto rodeado de flores que el artista ha pintado para despedirlo. Y una leyenda, la letra de una canción de la banda argentina Los Espíritus, a la que Vargas vio en el bar Diva Nicotina días antes de que iniciara el confinamiento. “Para ser bueno hay que hacer el mal/ pero a escondidas”, dice la canción.

“No tenía una serie programada, cada cartel me iba diciendo cosas, despertando experiencias diferentes, noticias de ese momento. Voy dejando información que en algún rato calzará con algo que haga después”, dice Vargas.

Quería ser algo parecido a un artista, pero mejor remunerado. Entró al Instituto Superior Tecnológico de Artes del Ecuador (ITAE), antes de que se fusionara con la Universidad de las Artes.

En las aulas se dio cuenta de que su tránsito por la ciudad y aquel chamberismo buscar chamba con los restos de objetos que para otros han perdido sentido y descubrir una memoria— podían ser una forma de trabajar. “Si yo por un lado recojo cosas y por otro dibujo, en algún rato (eso) se iba a fusionar. No lo hice porque lo forcé, simplemente llegó el momento”, me dice ahora.

En la obra “Bad Day” pinta su versión de los cumpleaños. Insoportables todos. Lo hizo en hojas amarillentas, A4, que en algún momento fueron el álbum de fotos de una familia que, tal vez, fue feliz. Todas esas hojas en las que se pegaban las fotografías de momentos perfectos son ahora una sola: en el centro de un grupo de niños, frente a la mesa ritual del cumpleaños, se ve a un pequeño niño negro que llora de la rabia. Su pastel es una cancha de fútbol de merengue en la que será enterrado después de soplar la vela y pedir un deseo. Los mayores son, al estilo de las caricaturas, seres sin rostro. Los niños de la izquierda lo molestan. Los de la derecha mantienen la calma porque son sus amigos skaters, a los que se reconoce por las camisetas de World Industries y Notoken. La vela es un tanque de gas. La escena está a punto de explotar.

La muestra se divide en dos partes. En el lado izquierdo, están sus intervenciones en objetos que se echaron a la basura y en los que él cuenta una “historia de la ciudad y de la infancia”, además de algunos postulados políticos. En el lado derecho (B), el artista se ha dado permiso para hacer sus propios juguetes con radios y electrodomésticos reciclados.

“Y si bien —en la obra de Vargas— pervive en los ‘monstruitos’ que dibuja una vibra punk que arrastra desde sus días de trueno y gloria como skater, hay en ellos mucho juego y desenfado: son criaturas de rasgos sencillos y caricaturescos que evidentemente tienden a la travesura más que a la moraleja”, dice el curador de la muestra, Rodolfo Kronfle.

En su portal Paralaje.xyz, la gestora, historiadora y curadora de arte, Ana Rosa Valdez, hace hincapié en cómo Vargas “ha hilvanado el texto de la exposición a partir de ideas que he visto relampaguear cuando conversamos informalmente sobre la escena artística de Guayaquil. La escritura no ortodoxa y el perfil crítico, que lo caracterizan siempre, logran estrechar una rara sintonía con la apuesta estética del artista”.

Del lado B, en el que por casualidad suena la voz de Gloria Gaynor en la radio, hay un lienzo ancho que tiene como uno de sus centros dos páginas halladas en un libro de manualidades para niños. Vargas tomó las páginas de un ejercicio para transformarlo en “Cascos para conducir el miedo”. Le agregó el aforismo: “Ya lo sabemos, todos tenemos un poco de miedo”. Del lado izquierdo está pintada una pequeña monstruo con ojos grandes y dos moñitos de lazo. “Otra vez dibujaste a la Sol”, le dijo su esposa reconociendo a la hija de ambos en esa criatura acaso también de ambos.

Aquella noción del miedo y la paranoia se implantó en su cabeza en 2015, durante una visita a una muestra del artista Roberto Noboa, en el Centro de Arte Contemporáneo (CAC) de Quito. Allí Noboa exhibía algunos de sus cuadros de perros y fantasmas que presencian una casa desalojada. Ahora que han pasado seis años, Noboa visita a Vargas en Yo, Chambero y le explica que “exhibir a algún familiar te genera energía y se convierte en ritual”. Cada vez que su hija Sol ve uno de sus cuadros, los reclama. “Esto es mío”, manda la pequeña.

Cuando estaba en la universidad y todo empezaba, Vargas solía decir que quería “hacer tangible lo inefable”. Le da risa la sugerencia de la frase y su búsqueda poética. Cuando todo empezaba creía que no podía ser pintor y usaba los hallazgos de sus recorridos por la ciudad para contar lo que quería con los recuerdos de otros en instalaciones. Ahora que ha tomado distancia de la academia y su paternidad le ha enseñado que no hay que dejar que la adultez acabe con la infancia, ha perdido el miedo a pintar. Piensa en el juego como una estrategia para reírse y explotar sus recuerdos en carteles que nadie pudo guardar. Exhibirlos es otro ritual: el pasado no se quema ni se bota, se reconstruye a nuestra imagen y semejanza.

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