Por Mónica Varea.
Ilustración: Sol Díaz.
Edición 437 – octubre 2018.
Entraba a la librería con pasos cansados. Buenas, doctor, lo saludaban. ¿Algo para mí?, preguntaba. Parecía El coronel no tiene quien le escriba. ¿Algo para mí?, me preguntó, ¿algo de qué?, respondí. Con una sonrisa opaca y una mueca se quejó: Ah, usted es nueva. Así fue como empezó este amor, aunque él insistía que el amor no existe.
De a poco me fui enterando quién era y qué esperaba. Era, según sus propias palabras, un peregrino checo-ecuatoriano, ateo, judío antisemita y de sangre impura. Era un melómano y un políglota que daba clases, vivía pobremente pero comía en el hotel Embassy, para no enfermar. Ceno igual que un preso: sopa, pan y agua, me contaba. Esperaba que alguien le dejara un mensaje pidiéndole que le enseñara alguno de los idiomas que él dominaba. Esperaba que llegara el domingo para oír música con Sixto Durán-Ballén y que Enrique Grosse, dueño de la librería, lo perdonara, aunque a veces dudaba si el que debía perdonar era él.
A través de sus palabras, de libros que me recomendaba o me regalaba, de miradas perdidas, de lágrimas esquivas y de pocas sonrisas, lo fui conociendo. Yo esperaba que llegara, si se atrasaba me preocupaba, temía que le pasara algo, a mis treinta años lo veía viejo, tenía un poco más de 60, pero una dura historia y mucha soledad a sus espaldas.
“Salí de Europa a los quince años, no sabía que vendría a parar acá. Debimos salir de Praga mi mamá, mi abuelo, mi tía y mi tío, todo estaba listo pero el abuelo enfermó, mamá y la tía decidieron quedarse, le insistieron a mi tío que viajara conmigo, que los tres nos alcanzarían después. Eso nunca sucedió, los nazis llegaron antes de que pudieran salir. Ya ve, la maldad existe y usted cree en Dios”.
Él y su tío habían llegado al puerto donde se embarcarían para venir a América, en la fila de migrantes conocieron a una rusa que no tenía papeles, el tío se casó con ella para ayudarla, pero cometió el error de llegar a Quito y hacer vida marital, fue un desastre. La rusa odiaba, con la misma intensidad, a su marido y a él. Tenía quince años y necesitaba amor, pero la prioridad era trabajar, tanto él como su tío médico repartían leche en una carreta jalada por caballos, eran los años cuarenta.
El fin de la guerra le dio la esperanza de una reunión familiar, cosa que no sucedió; sin embargo, el dolor estaba dormido, hasta que despertó de golpe.
“Estudié Farmacia y me fui a trabajar en Venezuela, ahí conocí una mujer, me enamoré y me iba a casar, entonces vine a Quito a ver unos papeles, mi tío seguía viviendo su infelicidad con la rusa, estaba viejo y me entregó una carta de mi madre y mi tía. Ellas escribieron en Auschwitz y la cosieron al forro de un abrigo, ahora la tenía yo. El miedo de leerla me hizo caminar sin rumbo, llegué hasta el redondel detrás del hotel Quito, allí la leí, fue un 10 de agosto, el día en que se me rompió el alma. Volví a Venezuela, terminé con mi novia, no podía casarme con tanto dolor a cuestas”.
En la carta las mujeres les contaban que el padre había muerto pocos días después de su viaje, que las llevaron a un campo de exterminio, que los nazis las violaban, las vejaban sin piedad. Ellas contaban su dolor y su esperanza. Ellas, sin querer, le rompieron el alma.
Pocas personas me han dado tanto, me han enriquecido tanto poniendo mi mundo patas arriba. Mucho de lo que siento y pienso es gracias a él, a sus órdenes y frases lapidarias: ¡Regálese un psicoanálisis, usted tonta no es! Usted y yo no somos amigos, porque amigo es aquel con quien uno pone a prueba la amistad, y entre usted y yo nunca ha habido ni un sí ni un no.
Volvió a Europa hace más de veinte años, a veces recibía sus cartas ilegibles, hace un tiempo lo llamé, me regalé una larga llamada sin saber que sería la última.