
Cuando se medita, la idea es renunciar a todas las luchas internas, relajarse y reconocer lo inmediato: la gravedad y tu propio cuerpo respirando. Se busca entrar en una especie de silencio que no es callado, sino que está compuesto por los sonidos naturales que aparecen alrededor, sin que tú los invoques o controles (como no invocas y no controlas casi nada). Hay un impulso por aceptar las cosas tal y como se presentan. Incluso el hecho de que apenas alcanzaste a practicar la meditación esta semana, es aceptado con calma, sin juzgamientos. En parte, creo, esta actitud tiene que ver con una interpretación occidental de los modos de pensamiento orientales. La conciencia, no como un ente regulador interno, moral, sino como una gran entidad, completa, misteriosa. No es mucho tiempo desde que este giro sucedió; y, sin embargo, esa manera de entender la meditación, creo, es la dominante ahora.
Los ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola, el fundador de la Compañía de Jesús, son una forma de meditación anterior a la que acabo de describir. Ha habido jesuitas en esta parte de la tierra desde hace mucho porque los jesuitas son una especie de vanguardia. Los primeros en ir al espacio, por ejemplo, en caso de que lleguemos a colonizar otros planetas. En eso se basa la novela The Sparrow de Mary Doria Russell, en la cual un jesuita viaja en el tiempo y a un planeta llamado Rakhat. Abrir el camino y enseñar a otros cómo deben ser, qué música deben apreciar, ese es su llamado. La meditación de san Ignacio consiste en una serie intricada de pasos que se distribuyen en un mes del calendario con una división conceptual relacionada con etapas de la vida de Cristo. El objetivo de esta práctica es muy estricto, no tiene que ver con la aceptación de algo más grande (y de nuestra pequeñez), sino con sacarse a la fuerza, disciplinadamente, todo lo que nos impida llegar de manera más directa a lo que Dios y todos sus santos requieren de nosotros. Pero es tan complejo el sistema, tan envuelto en sus diferentes tiempos de oración, en examinaciones internas constantes, en anotaciones y adiciones paralelas, que más se parece a lo que propondría un general a su ejército. Y los jesuitas, de hecho, nacieron como milicia.
La escuela filosófica del estoicismo propone variantes adicionales sobre la meditación. El ejemplo más claro es el de Séneca, que nació en Córdoba en el año 4 después de Cristo y fue condenado a quitarse su propia vida por el emperador romano Nerón (de quien había sido tutor). El estoicismo, valga la aclaración, no consiste en la eliminación de todo sentimiento como a veces se entiende, sino en la reducción de sentimientos negativos como la ansiedad, la ira, la envidia… Séneca propone una meditación a la hora de dormir: ¿qué malestar has aliviado hoy?, ¿a cuál de tus muchas flaquezas te has resistido?, ¿en qué puedes mejorar mañana? Alguna vez Séneca se enteró de que alguien criticaba sus escritos y se puso tan a la defensiva que, por un momento, consideró a esta persona su peor enemigo. Pero al final del día se dio cuenta de que él mismo había criticado la escritura de otros en más de una ocasión, y reflexionó que ponerse mal por eso era propio de un lunático, su conclusión: ¡si tomas la decisión de publicar lo que escribes, vas a tener que estar dispuesto a tolerar las críticas que te hagan! La muerte de Séneca es un hito del estoicismo, muestra la calma y la diligencia que uno puede tener hasta en los momentos menos agradables. Otro estoico, Julio Cano, también es famoso por la manera en que recibió la muerte. A él lo condenó el emperador Calígula; estaba frente a un juego de mesa, junto a otros condenados, cuando lo llamaron. “Solo quiero dejar constancia de que voy adelante en la partida”, dijo antes de enfrentar su propio fin.