Por Milagros Aguirre Andrade.
Fotografías: Daniel Andrade y archivo JAH.
Edición 460 – septiembre 2020.

I
La infancia es un lugar feliz que habita en la memoria. En ese lugar feliz ocuparon siempre un lugar importante el tío Jaime (nació en Quito en 1913 y murió en 1990), hermano de mi abuelo, que, o estaba picando piedra o buscando piedras en su casa de Puembo. Y su mujer, la tía Elsa, hermana de mi abuela, a quien recuerdo regando un limonero y cuidando un rosal. En ese lugar feliz estamos nosotros y los primos, correteando por el jardín muy verde y bien cuidado.
Cuando nos cansábamos de corretear, subíamos al taller del tío abuelo de la barba blanca y frondosa. Él nos decía: “Vengan, cholitos”. Extendía papel en el suelo y nos daba una caja de crayones. Los adultos hacían tertulia de sábado tarde en la sala y se tomaban su traguito, mientras los niños nos apropiábamos del taller… dibujando, pintando, rayando, ensuciándonos. Había pintura, pinceles, papeles, latas, piedras, arcilla, canicas de todos los tamaños, crayones, móviles, esculturas y muchos colores, planchas de grabado, tintas.
En Puembo todo era arte, hasta la tina de baño hecha con piedra pómez que era una escultura alucinante, en un ambiente lleno de luz con una enredadera de hojas de uva en la pared. Llegaba la noche y se podían ver las estrellas. Hoy sé que esas estrellas fueron inspiración para las esculturas a las que llamó Estrellas náufragas y para sus Constelaciones, esculturas móviles de metal con canicas.
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