Isabel Allende

Isabel Allende 

Mide un metro cincuenta. No deja que otra persona la maquille. Tiene 70 años y empezó a escribir novelas a los 40. Sus obras se agotan en los supermercados. Sobrelleva la mala crítica (Bolaño la llamó “escribidora”) como sobrelleva el éxito. El mundo es su escenario.

 Por Gabriela Wiener

 
La tarde del 24 de septiembre de 2012 moría Isabel Allende y esas señoras que sienten como si la conocieran de toda la vida, como si cada línea suya hubiera sido escrita pensando en ellas, encendieron velas aromáticas y rodearon de piedras energéticas sus ejemplares de Eva Luna. Miles de personas lamentaron públicamente la noticia en Internet. Y el mundo de las letras se prepararía para rendirle su hipotético (y condescendiente) homenaje: “Era dueña de una vocación inquebrantable que la llevó a vender millones de libros”. O “más que una escritora, fue un fenómeno cultural”. Pero Allende solo había muerto en Twitter y fue allí donde revivió unos minutos después: “Estoy muerta, pero de risa”, escribió en su cuenta.

De haber muerto esa tarde, su legado habría sido: un hijo, un esposo, tres nietos, una perra, un puñado de best sellers y la opinión, más o menos generalizada entre críticos literarios, de que la escritora más leída en lengua castellana es una mala escritora. Isabel Allende ha cumplido 70 años y su muerte ha comenzado a ser algo verosímil incluso para ella, aunque como en algunos de sus libros poblados de fantasmas, Allende no vea la muerte como un final. Yo vivo siempre con la idea de que lo que estoy experimentando es solamente una partícula de la realidad, me dijo cuando la conocí.

Aparece en el aeropuerto de Ciudad de México y hay una cosa que no puedes dejar de pensar: Isabel Allende es mucho más pequeña de lo que imaginabas. Viste de negro, lleva tacones superlativos, largos aretes, collares dorados y un bolso que colgado de su brazo se ve desmesurado. Su pasión por los accesorios es evidente: le encantan los pañuelos para el cuello, las túnicas de India, las joyas. Esperarla me parte en dos. La parte más profesional de mi cerebro se alinea instintivamente con la crítica. El resto de mí quiere entregarse al show business. Son muy pocos los escritores que logran ser celebridades. Pero ella lo es, ni más ni menos que Stephen King, García Márquez o J. K. Rowling. Nos han invitado al congreso La experiencia intelectual de las mujeres en el siglo XXI. Su charla magistral es mañana por la noche y debe llegar media hora antes para que puedan maquillarla.

—Ah, no, a mí nadie me maquilla —dice inflexible—, que luego me dejan tan pintada como una puerta.

La segunda cosa que no puedes dejar de pensar es que se comporta como si el mundo fuera un escenario sobre el cual ella, montada sobre sus empinados tacones, coloca un banquito para verse aún más alta y hacernos reír riéndose de sí misma. Declarando en público cosas como “todavía puedo seducir a mi marido siempre que se haya bebido tres vinos”, “tuve un sueño erótico en el que Antonio Banderas estaba desnudo sobre una tortilla y cubierto de chile y guacamole”, “me casé con un pene” o, como me diría camino al hotel: “Afortunadamente tengo marido, porque si no, tendría que poner anuncios en la web del tipo: abuela latina, 70 años, bajita, busca compañero. Qué horror. ¡No contestaría nadie!”.

Miro su perfil contra la ventana y pienso en la posteridad. Estar a su lado es como estar al lado de un inmortal o, por lo menos, de alguien que no desaparecerá tras una insignificancia como la muerte.

Los libros no son para la gente lo que los críticos literarios dicen que son. Supongo que no soy la única que la leyó por culpa de su madre. Vi los libros en su mesa de noche y, no me los prestó, me los robé (el único que no pude leer fue Paula porque mamá me lo prohibió, aunque la vi leer, mientras ríos de lágrimas cubrían su rostro, la historia de una madre a la que se le muere una hija). En cambio, a García Márquez me lo dio a leer mi papá para que apreciara la gran literatura. Siempre entendí muy bien lo que representaba cada cosa. Cuando entré a la Facultad de Literatura, yo también dije: “Isabel Allende es subliteratura”, y así me sentí más inteligente. Divagar al lado de ella mientras su auto llega al hotel hace que crezca una tensión dentro de mí. ¿Cómo romper el hielo cuando me ha dicho que no responderá preguntas hasta mañana? Mientras superamos lentamente el tráfico del D. F., la parte profesional de mi cerebro escucha cómo le pregunto.

—¿Cuánto mides?

—Un metro cincuenta —contesta—. Ahora todo el mundo está mucho más alto. Pero cuando yo era joven, la gente era más chica. El único lugar donde me siento bien es en Tailandia, porque en Estados Unidos, donde vivo, todo el mundo es enorme. Mis nietos son altísimos. Lo dice con acento chileno y esa música aguda de palabras que ordena una tras otra con la misma velocidad incontenible de su prosa dicharachera. “Tenemos los mismos genes pero, no sé, debe ser la comida. Si yo estoy en un cóctel, lo único que veo son los pelos de las narices de la gente, porque estoy muy abajo, y me caen encima todos los camarones que a la gente se le escapa de los platos. Es muy difícil ser baja en esta época”.

Allende es un blanco fácil para los canonizadores de la novela: la suya es la biografía de una mujer de origen burgués que escribe una columna feminista en una revista de moda allá por 1970 y, sin formación académica y con una limitada cultura literaria, empieza a publicar novelas a los 40 años, hace de lo autobiográfico su marca y sus obras se agotan en los supermercados. En un mundo en el que las cosas más idiotas suelen ser las más populares, cincuenta millones de ejemplares vendidos disparan la sospecha.

Pero ponte en su lugar: haz el intento de apellidarte Allende en Chile, exíliate, cría a tus hijos, vive una doble vida, dedícate al periodismo y a escribir novelas, sé parte de esa generación de mujeres latinoamericanas que hizo todo a la vez y triunfa bajo la todavía alargada sombra del boom, un movimiento donde solo había esposas amantísimas que todo lo hacían bien para que sus esposos pudieran terminar sus libros y ganar algún día el Premio Nobel. Anímate a escribir en el extremo sur del continente sobre emociones y sexo en lugar de sobre túneles y laberintos. Y entonces postula a la eternidad.

Haz el intento de sostener una carrera durante tres décadas con semejante productividad e idéntico éxito. Inténtalo, además, con algunas novelas bien hechas. Allí hay una voz y una imaginación que se nutren de experiencias nada librescas. El relato se arma en torno a la simplicidad, la línea recta, a veces sucumbe a la lágrima fácil, al encaje y a la blonda, pero su expresión se apoya en la riqueza de los relatos cotidianos y en el conocimiento de un lado del universo femenino, con intención a veces humorística y desmitificadora como en La casa de los espíritus. Otras veces, como en Eva Luna o El plan infinito, lo coloquial y el ingenio de su prosa la hacen más cercana y confesional. En sus libros, la historia ha sido relevada por la memoria y, por fin, parece que el sexo es parte del hogar. En Paula, la crónica de las semanas que esperó que su hija despertara del coma, quizá su mejor libro, describe el sufrimiento de un marido en presencia del cuerpo amado pero irrecuperable de su hija. En Isabel Allende la conciencia de lo humano llega a unas cuotas a las que su propio lenguaje no llega. Pocos como ella han creado una relación tan sólida con sus millones de lectores, basada en algo misterioso y adictivo que ellos encuentran en sus páginas y que el mercado se ha encargado de convertir en necesario año tras año.

Al día siguiente de su llegada a Ciudad de México, Isabel Allende ya está esperándome, perfectamente maquillada, como ayer cuando se bajó de un avión. Me intriga saber qué se siente ser juzgada no por un crítico, que eso es fácil de soportar, sino por otro escritor o escritora, más aún si estos autores gozan de prestigio.

—Sobrellevo la mala crítica como sobrellevo el éxito —me dice en un tono que empieza a tornarse enérgico y orgulloso—. Y me doy cuenta de que, curiosamente, Elena Poniatowska no opina sobre otros escritores. ¿Por qué opina sobre mí? Porque vendo libros. Los ejecutivos que se reúnen en este hotel podrían confundir el nombre de Poniatowska con el de una tenista rusa. Opinar sobre mí la hace a ella más visible. Nadie le preguntaría a Poniatowska qué opina de mis libros si no fuera porque se están vendiendo. ¿Bolaño? Nunca habló bien de nadie. Era un muy buen escritor y una persona odiosa.

Bolaño la llamó “escribidora”, para ser exactos. Burlarse de Isabel Allende es parte del folclore literario latinoamericano. —Hay gente que dice que soy un genio, ¿me lo voy a creer? Yo tengo un trabajo que hacer. Hasta ahí llega mi responsabilidad.

Es verdad, Isabel Allende no acepta que la maquillen. Esta rebeldía expresa menos de su compromiso contra la esclavitud de la belleza y más de su vanidad: Allende se maquilla sola porque así luce mejor. La veo darse unos retoques ante un espejito. Dentro de unas horas dará su charla magistral en el Palacio de Bellas Artes ante cientos de personas, entre las que estarán el presidente de México y su esposa. En media hora, saldrá al aire en una entrevista especial para un noticiero y, por eso, se empolva la nariz. Está vestida con una blusa naranja, falda y un suéter negro abierto. Le digo, sinceramente, que luce genial.

—¡A pesar de la edad, me veo muy bien y cuesta una fortuna! Pero no soy una esclava de la moda —deslinda—. Me irrita la estupidez de que haya mujeres que crean que les va a cambiar la vida porque se cambian de color de pelo.

Lleva el cabello teñido de castaño rojizo y da unos golpecitos a las puntas para crear ondas leves que acomoda sobre sus orejas. Hoy, por cierto, se celebra el Día de la Mujer, y estar con Isabel Allende es una forma lógica de celebrarlo. Su fundación, sus proyectos solidarios y reivindicativos en favor de las mujeres, la tienen ocupada en conferencias la mitad del año.

—Teniendo tanto poder y recursos —remata—, en vez de ayudar a mejorar las condiciones de las mujeres, las aplastan con condicionamientos estéticos.

Allende lo dice convencida, pero esa convicción no impidió que hace unos años se estirara el rostro para eliminar algunas arrugas.

—Sí y qué les importa. Claro que me hice la cirugía plástica. Y si no le hubiera jurado a mi hijo que no me la iba a hacer de nuevo, lo habría hecho otra vez.

Isabel Allende habla de su único y mimado hijo como si hablara de un marido celoso y controlador.

—A mi hijo no le gusta ni que me maquille —dice—. Pero hasta ahí dejo que llegue su influencia.

Dice que su filosofía de vida la parió en los tiempos en que trabajaba en Paula, una revista para mujeres que equilibraba como pocas la frivolidad y la profundidad, la moda y los problemas de la mujer.

—Desde ese tiempo no he dejado de ser femenina, sexi y feminista. Sí se puede.

El día que Isabel Allende recibió el Premio Nacional de Literatura en Chile, algunos de sus colegas y paisanos se mostraron indignados. El escritor Alejandro Zambra, por ejemplo, dijo que era “como si le hubieran dado el Nobel a Paulo Coelho”. Y el escritor argentino Patricio Pron comentó: sus libros se apropian de los procedimientos y de las formas más notorias del boom —un proyecto cultural y literario progresista en su origen— y los ponen al servicio de una visión conservadora del mundo de acuerdo a la cual la latinoamericanidad —cualquier cosa que esto sea— únicamente puede vivirse de una manera, y, si se es mujer, solo desde la cocina.

Para ser justos, la obra de Allende no ha seguido una sola receta: versionó el realismo mágico apenas en un par de libros y ha incursionado en las memorias, la novela política, la histórica, hasta la literatura juvenil. Y tildarla de literatura rosa sería una inexactitud. Las protagonistas de las ficciones de Allende —entre las que incluiré a la propia autora— son mujeres que no solo vivieron la revolución sexual, se independizaron, leyeron a Simone de Beauvoir y tomaron la píldora, sino que también influyen en su propia realidad.

Santiago Roncagliolo, un escritor hombre que ha sido tan vilipendiado en Perú como si fuera un escritor mujer y que ha vendido miles de ejemplares de su novela Abril rojo, también tiene una opinión sobre ella. —En general, respeto a los best sellers. No es fácil conmover a millones de lectores en todo el mundo y, si alguien lo logra, lo admiro, aunque no escriba el tipo de libro que me guste leer. Si hay algo que realmente admiro en ella es su capacidad para despertar el odio y la envidia de todos los esnobs de la literatura en español. De todas las obras de Isabel Allende, de la que más disfruto es la cara de rabia que ponen los escritores que se consideran serios porque nadie quiere leerlos. Gracias por fastidiarlos.

La española María Dueñas pasó de profesora que no había escrito un libro en su vida a escritora superventas de la noche a la mañana. Su novela El tiempo entre costuras, la historia de una modista española que pone un taller de costura en Marruecos, vendió un millón y medio de ejemplares y se tradujo a veintisiete idiomas. Le pregunté a Dueñas qué pensaba de Allende.

—Me deslumbró con La casa de los espíritus y la he seguido desde entonces. Admirable su talento y su energía, a pesar de los golpes de la vida. Un referente en la literatura escrita por mujeres, una inmensa inspiración, una maestra.

Las historias familiares de Allende son tan extravagantes como las sagas de sus ficciones. La primera mujer de su hijo Nicolás y madre de sus tres niños lo dejó por otra mujer, nada menos que la novia y prometida de uno de los hijos de Willy Gordon, el marido de Allende. Todos se llevan bien y todos viven cerca de la casa de la matriarca, incluso quien fue el marido de su fallecida hija Paula. Su esposo tiene también una historia familiar atroz. Sus tres hijos cayeron en las drogas: la hija mujer murió de sobredosis (no sin antes traer al mundo a una niña contagiada de sida) y los dos hombres, mayores de 40, recién empiezan a tener una vida normal, tras años de cárceles y centros de rehabilitación. El dolor quedó en la novela El cuaderno de maya.

Isabel Allende se acaricia la cara y el cuello, como solemos hacer las mujeres para constatar que no hemos cambiado en medio de un sueño. Palpa su papada y apoya la barbilla sobre una de sus muñecas. En breve tendrá que prepararse para su charla magistral en el Palacio de Bellas Artes. Por eso, porque nos queda poco tiempo, hablamos de envejecer.

—No tiene ningún glamur envejecer. Hay un evidente deterioro físico —admite—. Ya no tengo fuerzas para hacer lo que hacía antes. Soy más selectiva, ya no pierdo tiempo con tonterías, con programas estúpidos de la televisión o películas que no me van a dejar nada. Si un libro en la página 30 no me agarró, no hago el esfuerzo de acabarlo.

Dice que los años acumulados de experiencia la ayudan en la vida pero no en la escritura. En cada libro —insiste— hay que inventar todo de nuevo. Y el miedo cuando uno empieza a escribir, el susto ese que uno siente cuando va a empezar, es siempre igual.

—¿Por qué no puedes perder el tiempo?

—No puedo perderlo porque el tiempo pasa cada vez más rápido — dice y sus pupilas crecen.

—Pero las escritoras no son como las actrices que de repente pierden papeles por envejecer.

—Es raro: siento que ahora soy más respetada que antes, por los 30 años que llevo escribiendo —dice—. No porque esté escribiendo mejor o peor, sino porque ha pasado mucho tiempo.

Varias veces estuvo a punto de dejarlo todo, pero de lo único que no podía prescindir era de la literatura. Cuando escribo no tengo que ni verme bien ni ser inteligente —traga una bola de emoción—… Ni cautivar a nadie.

La sinceridad de Isabel Allende aturde. No teme abordar ningún tema. Ella, que tampoco teme ser solo un best seller, no tendría que tener miedo a morir.

—El miedo a la muerte se me fue cuando murió mi hija Paula. Primero la vi morir, días antes de que naciera mi nieta. El momento de la muerte se parece mucho al momento del nacimiento: es pasar de un umbral a otro. No hay nada terrible en la muerte. Lo terrible sería vivir para siempre —dice ella.

En Paula la escritora recuerda el chiste que hizo Salvador Allende, primo hermano de su padre, cuando le preguntaron qué le gustaría que escribieran en su epitafio. “Aquí yace el futuro presidente de Chile”, contestó el que fuera eterno aspirante antes que presidente. Cierta tarde, el tío Salvador intentaba enseñar a su sobrina a disparar al blanco con el mismo fusil que aparecería a su lado en el Palacio de la Moneda después de suicidarse. La joven terminó apuntando a la cabeza del político con el arma. Los guardaespaldas corrieron y la tiraron al suelo. Un epitafio apropiado para ella podría ser una línea de su novela Eva Luna: “La muerte no existe. La gente solo muere cuando la olvidan; si puedes recordarme, siempre estaré contigo”.

No es que Isabel Allende tenga fe en las sesiones de espiritistas, pero cree en una dimensión mágica, y en el poder de la memoria y la imaginación para conectarse con otros mundos.

—Paula está siempre —me dice—. Si estoy esperando el ascensor y no llega, le digo, ya pues, Paula, mándame el ascensor. La sabiduría no te va a caer del cielo porque pasen los años —advierte—. No. Con la edad, a menos que uno haga un gran trabajo espiritual y psicológico, uno es solo más de lo que siempre fue.

Todo el mundo sabe que Isabel Allende ha hecho llorar a miles con sus historias de amor y de sombras, pero pocos sabrán que también hizo reír. En su columna, publicada en los años setenta (años grises pero también verde militar y rojo sangre) y llamada jocosamente Civilice a su troglodita, la escritora hacía muy bien su papel en la vieja y pasada de moda guerra de los sexos, tratando al macho como un ser inferior esclavo de su pene. Fue un éxito, sobre todo entre los hombres.

“Usted debe ser la peor periodista de este país, hija”, le espetó Pablo Neruda el día que Allende se acercó hasta su casa de Isla Negra para entrevistarlo. “Es incapaz de ser objetiva, se pone al centro de todo y sospecho que miente bastante, y cuando no tiene una noticia la inventa. ¿Por qué no se dedica a escribir novelas mejor? En la literatura esos defectos son virtudes”. Allende siguió sus consejos al pie de la letra. Y así dejó de ser la osada periodista a quien la fundadora de la revista Paula, Delia Vergara, confiaba los temas más ligeros y divertidos —la decoración, el horóscopo, las recetas de cocina—, entre otras razones porque, igual que Neruda, sospechaba de su ética periodística. “Era feminista a morir, pero a las seis de la tarde corría a la casa para atender a su marido como una geisha. ¡Nos daba clases de cómo hacerlo!”, me contaría su exjefa. Mientras algunos se dedican de rato en rato al triste deporte de burlarse de ella, Allende ha comenzado a escribir su decimocuarta novela como hace cada ocho de enero de manera cabalística.

En su gran noche en el congreso de mujeres, la escritora Sabina Bergman la presenta diciendo: “La República de Los Lectores de Isabel Allende es más grande que cualquiera de los países de habla hispana”. Cuando es su turno, sube un hombre a ayudarla a colocar un banquito detrás del podio. Ella trepa a su pedestal. Todo es muy cómico. Ella ha creado esa situación cómica y se ríe de su situación. En su discurso pasa de una confesión ligera a un testimonio desgarrador y a una arenga sobre la energía cósmica femenina: “Cuando las mujeres están juntas están alegres”. Viaja de su experiencia a la de miles de mujeres en el mundo. Y lleva al auditorio de una emoción calculada a otra. “Puedo decir que mi vida ha sido marcada por el amor y el tema de mis libros siempre es el amor. Y yo creo en eso, hasta ahora sigo creyendo en eso, en una visión de la vida donde triunfe el amor”. El mundo es su escenario y ella está contando una historia que ha empezado con una pregunta: ¿qué quieren las mujeres?

Eso es lo que todos y todas queremos saber.

Y ella parece saberlo.

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