El cambio en la modalidad de estudios —que trajo la pandemia— hizo que Amelia y Heloise pasaran a un colegio que les brindó una opción virtual. Allí, las clases se dan a manera de tutorías, que implican horas de trabajo sin apoyo de profesores y más tiempo libre. Por lo que sus padres las inscribieron en Wukong.

En la academia que funciona en Quito, desde hace dos años, aprenden chino mandarín a través de Zoom, una hora diaria, de lunes a viernes.
Georgiana Braulete, madre de las niñas, de doce y siete años, respectivamente, cuenta que ella y su esposo Rupert D. S. Hillsdownley, quisieron que sus hijas probaran con ese idioma, tomando en cuenta que la cultura asiática se ha expandido. Él es hijo de padre inglés y de madre china, pero se crio entre el Ecuador y Estados Unidos, y no sabe nada de la lengua materna.
Más de un año después, las niñas ya han empezado a comunicarse en chino con sus tías, que residen en Estados Unidos, cada vez que se videollaman.
Un día recordaron que su padre tiene un nombre chino, se llama Xiao Fu. Así que pidieron a sus tías y a su abuela que las ayudaran a escoger unos nombres. Amelia es Mei Ling y Heloise, Mei Ting.
Su padre las oye conversando y cree que un día debe sacar tiempo para estudiar también. Su esposa admite que apenas logró aprender saludos y a contar del uno al diez.
En el Ecuador, con 17,5 millones de habitantes, viven aproximadamente 55 mil ciudadanos chinos, que se encuentran principalmente en Quito y Guayaquil, según datos de la Embajada de la República Popular China.
En el país hay pocos espacios de enseñanza de chino, entre otros, el Instituto Confucio de la Universidad San Francisco de Quito (USFQ), la Academia Siyuan, el Liceo Matovelle, EMDI School y SEK, en Quito. Y en Quevedo funciona la Unidad Educativa Si Miao Wei Hua del Ecuador.
Jun Chen o Catalina, en el Ecuador, dirige la academia Wukong, que significa rey mono, personaje legendario chino. Hace cuatro años llegó al país como maestra y conoció a su esposo, también chino, quien ya llevaba diez años acá. Tiene ochenta alumnos, la mayoría son niños, desde los cinco.
China es un país que atrae, por su economía y por las becas que brinda —anota Catalina—. Por eso ha visto crecer el interés por aprender su idioma, no solo de adultos sino de pequeños.
Su academia, como otros centros de enseñanza, se adaptó a los tiempos de la covid-19 y ofrece clases solo virtuales, por ahora.
“Es complicado enseñar la fonética a distancia, trato de pedir a quienes están empezando que se fijen en mis labios, en la forma en que pronuncio, y presento diapositivas para que observen el detalle”, cuenta Catalina, quien también tiene un bebé “quiteño”.
Los niños acuden a las escuelas y los adultos, a sus trabajos, en las mañanas. Por eso la academia funciona de 14:00 a 20:00, de lunes a sábados. Abren un grupo nuevo cada vez que se reúnen mínimo cuatro alumnos.
Los adultos pueden estudiar hasta diez niveles, cada uno dura dos meses. Con los niños trabaja en años escolares, que pasan si superan los exámenes. Sus estudiantes son incluso chicos de padres chinos, que saben cantonés y se interesan por el chino mandarín; otros manejan el idioma hablado, pero quieren aprender a escribirlo.
Ese es el caso de la familia de Fuyan Wei, de 38 años. Lleva dieciséis años en el Ecuador. Está casado con una china y tienen tres hijos quiteños, de ocho, diez y catorce. El mayor planea seguir la universidad en el país asiático.
Ellos tienen una agencia de turismo, que organiza viajes a Galápagos, Baños y más lugares del Ecuador. Y, además, a China. Y un negocio relacionado con la tecnología.
Becaria
La ingeniera mecánica, Diana Puga, de treinta años, debía viajar a China en agosto de 2020. Ganó una beca para estudiar su doctorado, en la Qinghua Universidad.
A nivel universitario en China, según su embajada en el país, estudian doscientos ecuatorianos, y además, debido a la pandemia, unos sesenta se encuentran a la espera de ir o retornar de allá, para continuar con sus clases presenciales.
A Diana, la covid-19 le cambió los planes. Como otros estudiantes en el mundo se ha adaptado y tiene clases en línea. Pero vivir en otro continente le ha significado habituarse a otro huso horario, con trece horas de diferencia en relación con el Ecuador.
Así que está despierta para conectarse con la universidad durante la madrugada, unos días de 02:00 y 06:00 y otros de 04:00 a 06:00.
Diana hizo su pregrado en la Universidad de las Fuerzas Armadas (ESPE). Y su maestría en la Escuela Politécnica Nacional (EPN). Luego trabajó en la industria metalmecánica. Era diseñadora de tanques de almacenamiento. Y en la EPN fue asistente de investigación en proyectos relacionados con turbinas hidráulicas.
Esta ingeniera le apuntó a China, dice, por su desarrollo tecnológico, por ser una potencia mundial y por su cultura. Le gustaría que la emergencia sanitaria termine en el mundo para poder viajar allá.
Sin embargo, este período de teleeducación le ha servido para aprender chino. Eligió Wukong porque esa academia le permite acceder a una educación personalizada, en un horario accesible. Va en el quinto nivel de diez.

La escuela
En el EMDI School del valle de Los Chillos, hace quince años, integraron cuatro idiomas en la malla curricular. Se trata de francés, portugués, inglés y chino mandarín.
Este último se enseña de forma regular, como una materia más. Según Hugo Íñiguez, su rector, creen en la educación multilingüe como sustento del desarrollo de la inteligencia. Lo incorporaron tras realizar un estudio, que les mostró que el mundo caminaba hacia esa potencia. Por lo que hablar ese idioma sería una herramienta más.
Al principio, algunos padres pensaban —recuerda— que estaban un poco locos. Pero han visto que sus hijos pueden graduarse con el HSK 4 (Hanyu Shuiping Kaoshi), evaluación que les brinda una certificación. Ese nivel les permite mantener una charla fluida.
Gracias a la Embajada de la República Popular China, sus alumnos han obtenido becas de intercambio.
La experiencia
Isabela Ordóñez, de veintiséis años, estudió en el EMDI. Recuerda que con su hermano menor, Pablo, hablaban en chino, frente a sus padres, a manera de código secreto.
En el colegio tuvo la oportunidad de relacionarse con la cultura china, con la visita de agregados culturales y festivales. Al graduarse viajó a Alemania y al regresar se inscribió en el Instituto Confucio de la USFQ.
El director, José Salazar, anota, les repetía que el aprendizaje de un idioma es más que gramática: es cultura. Viajó a China, pasó cinco años. Estuvo en Shanghái y al inicio fue muy complejo porque allí hablan un dialecto.
Entonces recordaba a José, escuchaba canciones y noticieros, y veía el comportamiento de la gente allá para aprender más. Fue profesora de alemán, inglés y portugués.
Al Ecuador regresó poco antes de que empezara el confinamiento por la pandemia, para renovar su visa. Extraña la seguridad que sentía en ese país, podía dejar su portátil por una hora y la encontraba en el mismo lugar.
La disciplina de los niños, el orden, son puntos que le hacen entender cómo China se convirtió en potencia. No se olvida que durante los recesos, a través de parlantes, una voz dirige ejercicios sincronizados de relajación. Se tocan la sien, los pómulos, el mentón; buscan que no se agoten y se relajen.
Confucio en la USFQ
En diciembre el Instituto Confucio de la USFQ cumplirá once años en el país. Han tenido unos veinte mil estudiantes.
Existen más de mil aulas Confucio y 550 institutos, en 140 países, según la universidad. Su sede central se ubica en Beijing, China.
En el instituto, cuenta José Salazar, su director, recibe a estudiantes desde los siete años. Aunque —como anécdota comenta—, hace un par de años, les preguntaron si podían enseñar chino a un pequeño de seis meses. Decidieron enviarle profesores a domicilio. Y así el bebé fue su alumno por dos años.
En el otro extremo han recibido, por ejemplo, a un matemático de setenta años, quien se quedó más de tres años, hasta que tuvo los elementos para dar clases. Otra de sus alumnas, de avanzada edad, les decía que se le activaron las neuronas, que ya no se le olvidaban las cosas.
Algo que José remarca a sus estudiantes es que: “más vale un viaje, que cien historias que te cuenten” o en chino: bai Wen bu ru Yi jian. Por lo que los incentiva a aprender el idioma y vivir la experiencia.
En Confucio les ayudan a tramitar, incluso, becas de la Embajada de la República Popular China. Algunos padres —admite José— los ven como irresponsables que motivan a sus hijos menores de edad para ser parte de intercambios. Pero cuando regresan con la ilusión de irse a estudiar el pregrado, maestría y doctorado allá, les agradecen.
El chino —anota— es una lengua muy difícil. Su lingüística es una copia de la occidental; ellos no escriben como nosotros, sino en caracteres; son signos, simbologías, que le dan sentido semántico a la oración, significado y significante.
Otro punto complicado es la pronunciación, ya que existen cuatro tonos distintos.
Sus estudiantes buscan aprender el idioma para postular a becas, hacer negocios y por el deseo de saber de esa gran nación.
Los caracteres digitales
A finales de los setenta e inicios de los ochenta, Bruce Rosenblum creó Gridmaster, un software, en el lenguaje de programación Basic, a través del que fue posible contar con las primeras fuentes digitales chinas del mundo.
Entonces, los computadores personales no se elaboraban en China, apunta Tom Mullaney, en la revista MIT Technology Review, del Instituto de Tecnología de Massachusetts. Por eso, el equipo de Rosenblum tuvo que reprogramar un Apple II para lograr que operara en ese idioma.

Desarrolló las fuentes en una máquina experimental, llamada Sinotype III.
Mullaney es profesor de historia china, en la Universidad de Stanford. En su artículo recuerda que, para preparar la fuente de esa computadora, desarrollada por la Fundación de Investigación de Artes Gráficas de Cambridge, se necesitó más tiempo que para programar el ordenador. De otro modo no había posibilidad de presentar los caracteres chinos en la pantalla e imprimirlos.

Dibujar cada carácter chino implicó mucho trabajo. Por cada uno tomaban 256 decisiones distintas. Lo hicieron a mano, con lápiz, papel y corrector, relata Mullaney, quien también ha contado la historia de la aparición de la primera máquina de escribir china. El creador fue Lin Yutang. Su invento se denominó MingKwai o Clear and Fast y se dio a conocer en 1946. Su idea era fabricar una máquina con 72 teclas, para siete mil caracteres.