Ingenio humano.

Por Ana Cristina Franco.

Ilustración: Luis Eduardo Toapanta.

Edición 446 – julio 2019.

Firma---Franco

A mis 33 años, entendiendo amargamente que soy parte del mundo adulto, decidí aprender a manejar. Imaginé que bastaría un poco de concentración para sentir el vientecillo de la libertad y cantar “Baby you can drive my car/ Yes I’m gonna be a star”. Pero no fue exactamente así. Toda la vida había visto a las personas conducir automóviles. Parecía lo más normal del mundo. Incluso había visto a mi madre dominar por completo a un auto chino que se caía a pedazos; en ocasiones se quedaba con la palanca en la mano pero, aun así, llegábamos a nuestro destino. Manejar debía ser fácil. Como decía mi mejor amiga: “No sé manejar pero no debe ser difícil, solo mueves el volante”.

Aplastar el acelerador y al mismo tiempo soltar el embrague ha sido uno de los mayores retos que me ha puesto la vida. Como mi instructor no me tenía paciencia, pedí cambio. Mi segundo instructor parecía mejor persona. Mantenía la calma aun cuando se me apagaba el auto unas diecisiete veces en menos de una cuadra. Hasta parecía ser mi amigo.

En las clases, después de ver fotos de personas deformadas en accidentes de tránsito, debíamos atrapar una pelota y, al mismo tiempo, responder algo sobre el hábitat de los ornitorrincos. Dejé pasar la pelota y no supe responder sobre el hogar de los particulares mamíferos, ¿son mamíferos? Para rematar, al final de la clase, me estampé contra la puerta de vidrio. Ni siquiera me había subido al carro y ya me había chocado. Nunca había sido tan loser. Nunca. Mientras regresaba a pie a mi casa, intentaba reírme de la escena, pero no podía hacerlo. ¿Por qué mis papás no me habían dicho que tenía una discapacidad? ¿En qué maldito momento había pensado que era (o podía ser) una persona normal? Estos pensamientos oscuros se disolvieron en la noche y al otro día me levanté con fe. Llegué destilando energía positiva a mi clase de manejo y me recibió un tercer instructor, quien me informó que mi gran amigo se había “ido de vacaciones”, lo que resultó difícil de creer, porque a la segunda vuelta por el patio de la escuela, lo vi en otro auto. Mi instructor me había abandonado.

Pero no todo era tan malo. En la clase de mecánica el profesor levantó el capó para enseñarnos el funcionamiento interior del carro; mientras explicaba algo que ya no recuerdo sobre el refrigerante, yo me quedaba impávida, mirando ese compendio de engranajes que hacen que un montón de lata y hierro camine. ¿Quién había sido capaz de inventar esa maravilla? Ahora mismo, mientras escribo este texto, alguien está haciendo algo brutal, como inventar una nave o construir un telescopio del tamaño de la Tierra o hacer fósforos o fabricar un avión. El mundo no es solo ideas ni películas francesas, está hecho de puentes, de calles, de vallas publicitarias y cables de luz. Y sí, a veces el pavimento es más interesante que la playa.

Todos los días, en el mismo planeta en el que yo me quedo colgada ante mi refrigeradora abierta, otros seres humanos diseñan complejos engranajes e inventan vehículos con motor, son capaces de unir cables y resolver ecuaciones. Por cierto, ¿quién construye las fábricas?, ¿en qué fábricas se construyen las máquinas de las fábricas? El ingenio humano me deslumbra. Me siento inútil, absurda, ante tanta inteligencia. Hoy aplaudo a la humanidad. Inventores de autos, constructores de puentes, fabricantes de barcos, y por qué no, conductores de autos. Y yo, aquí, escribiendo guiones.

Usted, señor civil, que es capaz de levantar su pie del embrague y al mismo tiempo aplastar con su otro pie el acelerador, mientras con su mano coordina la palanca para cambiar con absoluta maestría de primera a segunda, se merece el cielo; usted, conductor de Uber, de Cabify, del taxi amarillo o el Aveo Family, tiene todos mis respetos. Usted que da retro y acelera en cuesta, y al mismo tiempo es capaz de fumar un cigarrillo, se merece un premio. Hoy, por todos ustedes, me saco el sombrero.

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