Infierno.

Por Ana María Correo Crespo.

@anamacorrea75

Ilustración: María José Mesías.

Edición 432 – mayo 2018.

Nota-CorreaHace algunas semanas apareció en los medios de comunicación una declaración “escandalosa” del papa Francisco. “Aquellos que se arrepienten obtienen el perdón de Dios y van a las filas de quienes lo contemplan… pero aquellos que no se arrepienten y no pueden ser perdonados desaparecen. No existe el infierno, sino la desaparición de las almas pecaminosas”.

Milenios de teología se habían ido al tacho de basura, o al menos así lo pretendía que se entendiera Eugenio Scalfari, viejo izquierdoso fundador del diario italiano La República y ateo confeso, que citaba una supuesta entrevista con Bergoglio, quien suele mantener largas tertulias con él. Pocas horas transcurrieron desde que la declaración se volvió viral hasta que el Vaticano arremetió con una suerte de desmentido: entre el papa y el periodista no había habido una entrevista sino una conversación: las palabras citadas por Scalfari estaban fuera de contexto. El catecismo católico claramente establece que existen tanto el cielo como el infierno y que, inmediatamente luego de la muerte, un ser humano en estado de pecado mortal descenderá al infierno en el que sufrirá el castigo del fuego eterno.

Imaginen lo revolucionario de la supuesta declaración: el cristianismo está fundamentado en la noción de que, en la vida después de la muerte, los malos y los herejes se condenarán al fuego eterno, y los buenos y piadosos gozarán de la presencia de Dios, la declaración de Francisco era ciertamente un quiebre desestabilizador.

La creencia en el infierno forma parte del credo católico desde hace siglos. Muchos de los estudiosos del tema encuentran que la influencia de la cultura griega en el cristianismo temprano fue determinante para su inclusión y posterior florecimiento, pues dentro de la mitología griega está la potente figura del Hades, el inframundo que se encuentra literalmente debajo de la tierra y al que van todos los muertos, no solo los malos, pues esa es su morada natural. Luego, los filósofos clásicos desarrollaron sus conceptos de cuerpo-alma, razón y virtud que más tarde serían cristianizados por san Agustín y santo Tomás de Aquino.

El Credo Atanasiano escrito por san Atanasio, uno de los credos más importantes del catolicismo, establece la necesidad de creer en la fe católica para la salvación. Él cierra con las palabras: “Esta es la fe católica y el que no la creyere fiel y firmemente, no podrá salvarse”.

San Agustín también tuvo un rol estelar en establecer el concepto del infierno en el cristianismo. Agustín, que fue obispo de Hippo en el siglo cuarto, escribió que el fuego de los condenados será material y que atormentará en sentido literal el cuerpo de los maldecidos. También afirmó que todo niño nacido llevaba la impronta del pecado original de Adán y Eva y que, si no era bautizado inmediatamente, sería sujeto de castigo.

Posteriormente en la cumbre de la Edad Media, Dante Alighieri, el gran poeta italiano, escribió la Divina comedia. En esta obra, que hizo un tour virtual sobre la vida después de la muerte, la descripción del infierno —bajo el título Inferno— influyó de forma potente en el imaginario occidental y en su imbricada creencia en el pavoroso infierno. Dante funde figuras bíblicas, mitológicas e históricas en este paseo por los nueve círculos del infierno en donde encuentra el variopinto de los pecadores: adúlteros, ladrones, asesinos, que reciben su correspondiente castigo.

Juan Pablo II no creía en la dimensión física del infierno. Él habló del infierno como un estado mental, alejado de la dimensión temporal, producto de una decisión deliberada del ser humano que vive en pecado y se aleja de Dios y niega la alegría plena de la existencia que implica el gozar de su presencia.

Lo que el papa Francisco dijo, literalmente o entre líneas, implica una profunda ruptura. Por siglos han caminado en andariveles paralelos en la cultura occidental, por un lado, la idea atormentadora del infierno como un castigo insoportable y perpetuo; por otro, el cuestionamiento lógico de cristianos y no cristianos acerca de la imposibilidad simultánea de que un Dios de bondad absoluta permita una pena infinita e inconmensurable para los frutos de su propia creación. Por eso, si bien es probable que nunca sepamos qué yace en lo profundo del pensamiento papal, sobre todo si discrepa con la posición rígida del Vaticano, al menos podemos especular qué forma tomaría la teología católica si es que dejara progresivamente la escena incandescente del infierno real y diera paso a otras más compasivas y acordes al amor infinito que la propia religión le atribuye a Dios.

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