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Diners 465 – Febrero 2021.
Por Diego Pérez Ordóñez
Es claro que Ian Fleming (1908-1964) pasará a la historia por haber creado al mundano agente James Bond, uno de los personajes más reconocibles y notorios del cine. En James Bond, basado en una saga novelística previa, Fleming volcó sus propios traumas y aficiones, sus experiencias y debilidades. Limitarlo a la dimensión Bond, sin embargo, sería privar a Fleming de otros ángulos igual de importantes, como el de su fascinante relación con el arte del libro.
En las vigentes épocas digitales y de seducción, parte de los retos del personaje Bond giran en torno a su necesidad de adaptación al mundo hipermoderno. Lo anterior en vista de que este héroe fue originalmente creado para defender la civilización occidental en un mundo binario (capitalismo versus comunismo), en períodos en los que no se veía nada mal recrearse con un Martini o dos antes del almuerzo o fumar ávidamente en espacios cerrados, en que cierta misoginia era lamentablemente tolerada, y en los que todavía tenía cierto prestigio la figura del caballero británico. En palabras de Tierno Galván: “El mito del gentleman se apoyaba esencialmente en la idea de que un caballero, en principio, lo último que tiene en cuenta son sus propios intereses y que por el solo hecho de ser gentleman las dificultades cotidianas no le atañen”.
Así, el comandante Bond, hedonista, algo ególatra, no dejaba de ser un leal servidor de la Corona británica, mucho antes del brexit, pero en décadas en las que la influencia inglesa disminuía rápidamente. James Bond engrosó la lista de los últimos productos británicos mundialmente exportables, con los Beatles, los Rolling Stones, Carnaby Street y los swinging sixties, en la lista corta. Fleming, entonces, dibujó un personaje en el espíritu de las viejas épocas y embajador final de un imperio en ruinas.
Es que Fleming pertenecía en efecto a los ambientes antiguos de un sistema que removía sus primeros escombros. Nacido en el elegante barrio londinense de Mayfair, en una familia de actividad bancaria y conexiones políticas, el futuro novelista perteneció a dos de las instituciones notables de las élites británicas: la academia militar de Sandhurst y el centenario colegio de Eton. Dos eventos, a su vez, fueron los precursores más importantes para su idea de dibujar un agente secreto sofisticado, sensualista y violento a un tiempo, defensor recalcitrante de los valores occidentales (como quieran ustedes entenderlos): su involucramiento con los servicios de inteligencia en la Segunda Guerra Mundial y su descubrimiento de Jamaica como paraíso particular. En el primer caso se familiarizó con los usos y costumbres de los círculos del espionaje; en la isla, tuvo el tiempo y el sosiego para sentarse a escribir libremente. En su propiedad jamaiquina de Goldeneye Fleming hilvanó Casino Royale y le dio al comandante Bond sus primeras instrucciones de inteligencia. El nombre de su propiedad lo ideó de una obra de Carson McCullers (Reflections in a golden eye) y el del agente de un conocido ornitólogo (otra de las aficiones de Fleming).
En la construcción de este fascinante espía, Fleming aportó muchos de sus deseos, como el entusiasmo por la buena vida (la gastronomía, el alcohol y el tabaco), los autos rápidos y los avances tecnológicos en materia de armamento y juguetes bélicos y, sobre todo, la pulsión por dotar de vida a un personaje que sostuviera los tambaleantes cimientos de lo británico.
Casino Royale es la primera novela de James Bond de Ian Fleming.
Sin embargo, los evidentes talentos de Ian Fleming no se acaban en la creación del comandante James Bond, un protagonista ciertamente más dado a los cócteles, casinos, armas de fuego y automóviles deportivos que a las pausas y quietudes de la lectura. En ese sentido, la faceta de Fleming como bibliómano y bibliófilo es menos conocida que su dimensión como escritor y creador, por tanto, de una de las sagas de espías más famosas y rentables de todos los tiempos. En el mismo año en que publicó la mencionada Casino Royale (1952) fundó The Book Collector, una publicación periódica especializada en todas las dimensiones del libro, que incluso ahora sigue siendo el referente de perseguidores de artefactos raros, impresores, diseñadores y entendidos. El mismo Fleming intervino personalmente en el diseño y realización de la clásica portada de Casino Royale y en muchos aspectos de la construcción editorial de la primera tirada.
En su calidad de bibliómano —una tendencia instintiva por adquirir libros— Fleming acumuló alrededor de un millar de ejemplares de novela negra y espionaje, que ahora reposan en la Universidad de Indiana, en Estados Unidos. A nadie le debería sorprender que a este autor, con experiencia militar, de inteligencia y destrezas periodísticas, le gustara la literatura de acción, aquella basada en códigos secretos, en traiciones y decepciones, en complejas operaciones de contraespionaje e intrigas. Entre sus autores favoritos —sin sorpresas— estaban Georges Simenon, Graham Greene, Eric Ambler, Raymond Chandler o Dashiell Hammett, aunque en sus estantes personales también se podía encontrar obras de arquitectura, historia, biografía y viajes. Es decir, atrás de la figura del autor aparentemente monotemático y unidimensional había un lector variado y de múltiples profundidades.
En cuanto a su bibliofilia —cacería y coleccionismo de libros especiales— Ian Fleming acumulaba primeras ediciones de los más destacados pensadores modernos, con énfasis en los siglos XIX y XX. En él convivían el lector interesado y hambriento con el cazador de primeras ediciones, de cuidadas cubiertas y de libros históricos. Más allá del impulso del coleccionista, la pasión de Ian Fleming se extendió a todos los aspectos del libro. El creador de James Bond siempre se interesó por el proceso mismo de edición, que iniciaba por la selección de la tipografía correcta, por el arte del encuadernado, por los secretos del cosido y por las hazañas del diseño. En conjunto con su gusto por el alcohol y el tabaco —gusto que al final le significó la muerte—, Fleming estaba verdaderamente obsesionado por el libro como objeto de culto y reverencia. Este interés por el proceso de producción de un libro, por llamarlo de algún modo, databa de sus años de periodista en las épocas predigitales.
Sean Connery fue uno de los actores que encarnó a james Bond, personaje creado por Ian Fleming.
La bibliofilia de Ian Fleming distaba de ser común e incluso se apartaba de la mera excentricidad de las clases altas británicas. Es decir, Fleming era un coleccionista serio, metódico y consecuente con la importancia del libro como objeto representativo y vehículo de las ideas. Coleccionaba, con asesoría de otros especialistas en primeras ediciones y versiones raras, libros sobre temas pioneros, aquellos libros que habían hecho que pasen ciertas cosas, libros-dínamo. Aquellos libros que, en su opinión, habían abierto trochas, generado progresos científicos o cambiado el curso del mundo.
El personaje de Ian Fleming perfectamente podría encajar en la caricatura del bibliófilo que retrató Charles Asselineau: “Vedle, las mañanas en las que se diligencia una subasta, manoseando, abriendo, hojeando con febril curiosidad cada uno de los volúmenes expuestos. Nada se le escapa, ni una mancha, ni una humedad, ni siquiera un simple pinchazo, ni siquiera un empalme en el título o un roce de medio milímetro. El librero que se encarga de la venta le mira con mal humor; porque sabe que de él no hay que esperar comisión. He aquí el verdadero aficionado tal como lo encontraréis por la tarde, en la subasta, envuelto en su abrigo, con el cuello levantado hasta el mostacho, el sombrero caído sobre la nariz, oculto en un rincón y escondiéndose lo mejor que puede para no despertar la atención de sus enemigos los libreros, pues sabe que son capaces, por espíritu corporativo, de coaligarse para arrebatarle un volumen”.
Es decir, Ian Fleming alternaba la pistola con la máquina de escribir, los expedientes secretos con libros difíciles de hallar y el tableteo de las ametralladoras con la calma de la lectura.