Por Huilo Ruales
Ilustración: Miguel Andrade
Edición 462-Noviembre 2020

Siempre espero con ansias el fin de año y sus siete días en los que reina la farsa y el desenfreno. Quito resulta angosto para el río de disfrazados que recorren las calles y se congregan en el parque La Carolina que revienta con tanta gente disfrazada. No se diga en la noche que la muchedumbre brama enloquecida.
En realidad hay más disfrazados que público, puesto que no se trata nada más que de esfumarse, sino de atribuirse el privilegio de ver, sin ser visto, desde el otro lado de la máscara. En ello reside la magia y el goce de este rito colectivo, no se diga a la hora de los desmanes.
Yo soy siempre uno de los primeros disfrazados. Desde el principio de la tarde se me ve pululando por las calles, como despertando la gana de disfrazarme, como haciendo publicidad gratuita del disfraceo. La gente me trata de lo mejor. En los buses no me cobran, me saludan, me palmotean. Y más todavía si me hago el loco, si asumo el personaje, como se dice. Me encantan los niños cuando estoy disfrazado. Me ven y se quedan congelados, como hundidos los zapatos en el cemento y en segundos pasan del estupor al pánico, al grito de rostro desencajado.
A lo largo de la vida me he disfrazado de muchos personajes y siempre de aquellos que despiertan resquemor o miedo: Frankenstein, Drácula, Freddy Krueger, Hannibal. El año anterior me disfracé de Scream, añadiendo de mi parte y a todo pulmón el grito de Edvard Munch.
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