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La incredulidad y el pandemonio

Refugiados de Ucrania en el cruce fronterizo de Medyka en Polonia. Fotografía: Shutterstock

En los días previos al avance del ejército ruso sobre las fronteras de Ucrania, más que miedo hubo incredulidad. El estribillo «¡aquí no pasa nada!» llegaba desde el este de Europa a las emisoras de radio y televisión con más potencia que cualquier metralla; algunos incluso llegaron a burlarse de los periodistas de la localidad que, a la caza siempre, querían conseguir al menos una declaración de las setecientas posibles entre los ecuatorianos refundidos por allá.

Eran los últimos días de febrero de 2022 y casi todos se aferraban al muñón de esperanza que, cada amanecer nuevo, se volvía más endeble pese al esfuerzo diplomático de mojar la pólvora con palabras.

El 24, el planeta despertó a la pesadilla y no pudo volverse a dormir. Algunos siguieron diciendo «aquí no pasa nada», pero con escasa convicción hasta que, finalmente, el ave del terror los silenció.

Las embajadas de países no directamente implicados tuvieron que implicarse. En los despachos de México, Marruecos, Ecuador —donde ya no abundan los teléfonos rojos, pero sí los celulares— empezó la tarea de sacar a su gente de aquel callejón sin salida. Antes, el Reino Unido y Francia ya habían reclamado el regreso de los coterráneos, pero también fue tarde. Creer en la paz dejó en fuera de juego a la mayoría. 

Por otra parte, los políticos de las regiones en conflicto se gritaron de todo sin decirse nada. Vertiginosa, la historia se sucedió como en escenas de un documental: bombardeos sobre Kiev, tanques en el Donbás… en fin, una puesta en escena que nadie quería ver. 

Las primeras noches aún hubo jóvenes en las discotecas de Járkov, pero no permanecieron demasiado: una vez iniciada esa epidemia, mucho más nefasta que la anterior, se esparció implacable por la Ucrania oriental. Las guerras traen fuego consigo, aunque la energía —en cualquier sentido— es la primera en agotarse. 

El éxodo arrancó. A toda prisa, familiares en distintas esquinas del planeta se pusieron en contacto con los consulados para que los burócratas buscasen hacedores de milagros. Y es que, con una crisis en marcha, las soluciones mutan en quimeras.



Una sirena en Leópolis

Luego de vivir en Ucrania por más de diez años, Hugo Ferrer aterrizó en Quito sin su esposa; era 21 de febrero y faltaban apenas setenta y dos horas para el inicio de la guerra.

Al preguntarle por qué decidió mudarse a Europa Oriental responde sencillamente que en esa tierra es feliz. Ahora, casado y con estudios, se encuentra en Ecuador solo porque los papeleos son tan feroces en el Viejo como como en el Nuevo Mundo.

Mientras tanto, su esposa permanece junto al hermano en Leópolis, a poco más de setenta kilómetros de la frontera polaca, ayudando a los desplazados por el combate; los refugia, hace kits médicos y se prepara para cuando la violencia llegue a casa.

Hugo se fue de Ecuador en medio de un éxodo estudiantil: entre 2010 y 2012 hubo un proceso de evaluación en las universidades que, más allá de cualquier razonamiento, lo empujaron a él y a otros a viajar hacia lo desconocido.

En ese país, del que había escuchado muy poco, estudió Nanoelectrónica, sus aplicaciones en la medicina —la prevención del cáncer, por ejemplo— y los nanomateriales como el grafeno. Gracias a su carrera, tuvo la oportunidad de emplearse en calidad de asesor en empresas cuyo objetivo era incorporar microtecnología en las cadenas de producción. Justamente a eso se dedicaba hasta hace poco, pero su visa requería que la renovaran. 

Para hacerlo, los cónyuges de ucranianos deben presentarse máximo quince días antes de que expire el permiso. Sin embargo, en noviembre de 2021 la oficina de su ciudad no estaba abierta por una nueva oleada de covid y, en la fecha tope, la pareja no pudo asistir. Al terminar el plazo, aunque solo con veinticuatro horas de diferencia, el trámite fue imposible.

De inmediato, Hugo preparó una salida fugaz hacia Moldavia donde esperaba regularizar su situación. Allí, el 6 de diciembre, el funcionario recogió su carpeta y, ceñudo, le dijo que faltaba un documento. Reingresó a Ucrania en calidad de turista y con noventa días para solucionar el problema.

Al empezar 2022, consiguió otra cita, pero en el consulado de Antalya en Turquía. No obstante, la fecha asignada, el 24 de enero, hubo una nevada fuera de lo común en ese país; los aeropuertos cerraron, quedando varias ciudades bajo hielo. Con pasaje y reservas en la mano, nuevamente la gestión se diluyó por el azar.

Los noventa días de la visa turística pendían sobre su cabeza y Hugo no tuvo otro remedio que el regreso a Ecuador, mas, el 15 de febrero en la mañana su tarjeta fue rechazada al intentar la compra del pasaje y, en la noche, KLM suspendió sus vuelos por la crisis con Rusia; solo el 17, con apenas cinco días para que venciera el permiso, se hizo con un pasaje en Turkish Airlines.

―Si no hubiera pasado todo esto, yo estaría con mi esposa, quizás en el ejército, y mi mamá hospitalizada aquí.

Esas palabras, dichas el 2 de marzo, suenan a sablazos: durante la madrugada de Quito, la mujer de Hugo Ferrer lo llamó para contarle que una sirena la había alertado sobre la posibilidad de bombardeos en Leópolis.

Destino inverso

La historia de los expatriados en Ucrania es, en realidad, una odisea de doble vía: primero, cuando marcharon a ese país distante y críptico; y ahora que deben regresar por culpa de los cañones. La guerra engendra paradojas: los emigrantes van en busca de refugio a la misma tierra de la que habían huido tiempo atrás.

No importa dónde empieza su travesía ―Járkov, Kiev o Vínnytsia―, deben cruzar el territorio ucraniano a pie, en trenes indefinidamente retrasados o un autobús que casi no se mueve por la congestión de escapistas en la carretera. 

Contrariando el cliché, la huida no es solitaria: miles de personas con orígenes tan dispares como Túnez o México se aglomeran en una carrera, en la que la peste de hace unas semanas parece historia de otro mundo. La muerte acecha igual, pero en estos días tiene aliento a pólvora.

La violencia también es prolífica en equívocos, acaso porque va de la mano con la desesperación. Así, el estudiante de Filología Diego Moncayo una noche salió de su departamento en Kiev para encontrarse con unos amigos y escapar de los bombardeos. En lugar de eso, terminó en Sumy, una ciudad fundada por cosacos en el siglo XVII y que se encuentra a solo treinta kilómetros de la frontera con Rusia. Sus esfuerzos, en vez de ayudarlo, terminaban metiéndolo más en la zona de combate.

Los ucranianos, por el frenesí de la guerra, no permitían a los hombres huir en un convoy humanitario; solo el azar, hasta entonces contrario, logró sacarlo con sus amigos en un camión de abastecimiento. Hoy, en Shostka, varios kilómetros hacia el norte de Sumy, aguarda un milagro de la diplomacia para regresar a casa.

De igual modo, miles, como si se hubiese vaciado de golpe la torre de Babel, se esfuerzan por salir del maremágnum a través de Polonia, Moldavia o Hungría. Adelante, encuentran coches y personas trasplantadas de la Europa del siglo anterior.

También hay algunos que se sumergen en el infierno porque han encontrado en Ucrania el amor o lo que se les había perdido en sus países de origen. Parece un absurdo y no lo es. Pensarán, tal vez, que la paz no siempre es tranquilidad y que, allá, sus manos sí pueden ayudar.

Por lo pronto, los aviones despegan desde los límites orientales de la Unión Europea, llevando consigo a los que llegaron hasta algún punto de encuentro neutral que los políticos tenían bajo su manga. 

Quizá la plaga y la guerra nos convertirán en una nueva generación perdida, sin embargo, a diferencia de lo que ocurría con aquella, la de los tiempos de Hemingway, ahora, en casi todo el orbe, se escucha un grito desesperado que lejos de pedir sangre, exige paz. Eso, creo, ya nos ha salvado. 

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