El huevo y la gallina (notas mentales para mí mismo)

Nieve sobre el arenal del volcán. Pichincha se llama o así le dicen. “Mira el Pichincha”, repiten los quiteños, suspirando, integrando el arte y la vida como las viejas vanguardias históricas buscaron hacer un siglo atrás. Luego vuelven los ruidos mecánicos, dolorosos, de las construcciones más recientes.

La diferencia entre tener los ojos abiertos y los ojos cerrados es mínima. La sensación del espacio, en cualquiera de los casos, permanece. La cabeza podría estar en los pies o en el diafragma. Podría ser tan grande como el planeta. Los ojos no son lo que ven o, como dijo el escritor argentino Macedonio Fernández, vanguardista él mismo quizás: no toda es vigilia la de los ojos abiertos.

Un helicóptero en el cielo. Su sonido explosivo. A veces los oídos se tapan y no hay nada que hacer. Los ojos se pueden abrir y cerrar a placer, pero los oídos no. Ojo: el francés Jean-Dominique Bauby “dictó” su famoso libro, La escafandra y la mariposa, mediante parpadeos. Se despertó veinte días después de haber sufrido una apoplejía para descubrir que solo podía abrir y cerrar el párpado de su ojo izquierdo. Y con eso hizo lo mejor que pudo.

El sol quema a los estúpidos, faltos de preparación. Pero un par de días de dolor se superan y, a la final, uno se ha llenado de sol; que es como decir: uno se ha acostumbrado a sufrir; o: uno se ha fortalecido. La quemadura es una enseñanza. Podría ser peor, podría ser una apoplejía. La Iglesia recomendaba hacerse daño para mantenerse cerca de Dios. Autoflagelaciones, cilicios, largas peregrinaciones sobre las rodillas. Ahora hay quienes hacen deportes extremos. Es otro su cielo. No pain, no gai, reza el proverbio de los atletas. Yo, en cambio, tengo pendiente hacer algo con propósito. El extravío no puede ser la única opción. Se podrá al menos orar por alguien, desearle felicidad y una existencia libre de sufrimientos. Por más estúpido que sea, una persona puede decirle al dolor: no me importa care torta (sabias palabras). Y le saca la lengua al dolor. El bienestar tampoco le debería importar, si es estúpido. Y le saca el dedo al bienestar.

Propenso, esa es la palabra. Propenso a no elegir, a andar por la vida sin tomar decisiones, a empezar de cero a cada rato. Es la primera y última vez que hago esto. Es una sensación vieja esa de ser yo mismo, inevitable estar adentro de mí mismo, imposible no acompañarme. Y, sin embargo, ¿dónde está eso que me acompaña? Ante el espejo: mi figura con sus contornos, colores y sombras reconocibles; pero no soy mi rostro, ni esas partes de mi cuerpo que se reflejan en el espejo. Ese yo que busco está compuesto por más partes. Interiores y exteriores. Indescifrables. Siento envidia por ese espejo porque solo refleja lo que aparece enfrente. Me busco a mí mismo. Me siento responsable haciéndolo. Estado: bajando los brazos.

Una línea de nubes sobre la montaña. Una sensación de nubes cuando cierro los ojos. Los pensamientos son nubes. El cuerpo: lo mismo. Ese yo que busco debe estar en los huesos. La mandíbula ha recibido demasiada atención últimamente. ¿Qué hay de la cavidad ósea que contiene los ojos? Miramos a través de esos huecos. Los sentimientos vienen de los pies con los que se avanza por un sendero en Norteamérica. Mi hijo se pierde por unos minutos en ese mismo camino. Lo busco atolondradamente, cuando podría resolver todas las cosas que tengo que resolver sin levantarme de mi asiento.Los pensamientos que vienen a la mente pueden ser o como olas delicadas que pasan por debajo, a la altura de nuestros pies, o como la ola con la que uno se estrella de frente. La masculinidad americana nos cría para ir a la vanguardia, dándonos contra las olas, creer que todo es un juego y que un nuevo rival, imaginario, llegará cada dos o tres segundos

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