“El arte no debe servir de consuelo: para consolarnos ya tenemos al prójimo y la distracción masiva. El arte debe provocar, perturbar, inflamar las emociones, llevar nuestro entendimiento a lugares no previstos e incluso no deseados”. (Joyce Carol Oates)
Por María Fernanda Ampuero.
Si cree que no conoce nada de Hopper, se equivoca. Si ha visto las películas Psicosis, Terciopelo azul, El cartero llama dos veces, Cara cortada o Blade Runner, ha visto a Hopper. Si ha visto la serie Mad Men ha visto —y mucho— a Hopper. Incluso en algún episodio de Los Simpsons, That ‘70s show o Plaza Sésamo —de una forma muy bizarra— usted ha podido ver a Hopper.
Edward Hopper (Nueva York, 1882-1967), junto a Andy Warhol, Norman Rockwell o Roy Lichtenstein, es la quintaesencia del catálogo de la pintura norteamericana. Su cuadro más famoso, Nighthawks (Noctámbulos, 1942), ha sido recreado y parodiado una y otra vez, década tras década. Al nivel de ese otro ícono estadounidense, el cuadro de Grant Wood, American Gothic (la pareja de granjeros con la azada), el ingenio popular cambia constantemente a los taciturnos clientes del diner de Hopper (una pareja y un hombre solo) y a su camarero por todos los personajes imaginables, desde Alien hasta Snoopy. Pero sin duda, la versión más famosa de Nighthawks es El bulevar de los sueños rotos con Marylin Monroe, Humphrey Bogart, James Dean como clientes y Elvis de camarero.
De modo que usted sí ha visto a Hopper.
Hopper en España
En agosto, verano furibundo, la población de Madrid se metamorfosea en una marea entusiasta de extranjeros. Los autóctonos han huido, nadie sabe cómo ha sido. Mapa en mano, la ciudad es de los visitantes. Repito la visita al museo Thyssen-Bornemisza para ver otra vez la más importante retrospectiva del pintor estadounidense que se ha hecho en Europa.
La primera vez, en junio, apenas inaugurada la muestra, me resultó sorprendente la cantidad de público que puede atraer este artista. Decir que es popular se queda corto: el Thyssen parecía un bar a la hora de un partido de la selección de fútbol, tanto que los vigilantes, como esos profesores de alma limpia que tiran la toalla ante un curso imposible, dejaban a las masas hacer y deshacer.
73 cuadros, miles de personas
Pero lo de agosto… Lo de agosto es inenarrable. Familias con varios niños, bebés llorando, grupos enteros de turistas armados hasta los dientes de cámaras, bulliciosos consumidores de todo, comentaristas en directo: todos frente a los 73 cuadros de Hopper que forman su retrospectiva (desde su formación hasta su último trabajo, Dos cómicos, de 1966).
Con Hopper pasa lo jamás visto: una exposición idéntica a una atracción de Disneylandia. Eso también forma parte del aura de este hito del realismo norteamericano que fue un poco incomprendido durante su vida y fue rescatado al fin por el cine de los años sesenta. Hoy —y esto él lo despreciaría— se ha convertido en ídolo pop. De culto, pero pop.
Nos guste o no, todos caemos en la mitología. La de, por ejemplo, la Casa junto a las vías del tren (1925), esa que Alfred Hitchcock, encontrando por fin un edificio que reflejara el en apariencia afable, pero profundamente desquiciado, espíritu de su protagonista, pidió que se reprodujera esquina por esquina para convertirse en el tremendo motel Bates de Psicosis. Se siente un entusiasmo infantil. Los murmullos crecen: “este es el de Psicosis, este es”. Lo mismo, probablemente, hubiese pasado frente a Nighthawks, pero el Museo de Chicago no se quiso desprender de su joya ni por unos meses y, al saberlo, una se queda como cuando te fallan en una cita muy esperada.
La luz, la ventana, el voyeur
Hilos naranja brillan en el pelo de una mujer de la limpieza, puntos de luz danzan sobre un vestido, el sol atraviesa una ventana que crea su propia copia al carbón en una pared. La foto que no es foto y por eso es más perfecta. Devoto de Degas, Rembrandt, Courbet y Manet, además de Goya, pintor que lo volvía loco, Hopper, según los críticos, tiene la genialidad de atrapar la luz y cómo esa luz modifica todo: los colores, la mirada, la habitación, el momento. Técnica que genera emociones y atmósferas.
El otro duende que atraviesa su obra es el de los solitarios de las ciudades. Voyeur, tanto que a veces recuerda al protagonista de La ventana indiscreta (Hitchcock debía amar mucho a Hopper), el estadounidense retrata ventanas —ojos de los edificios— decenas de ellas, tras las que solo podemos imaginar atropelladas historias, esperas que se prolongan demasiado, silencios de derrota. El éxito de Hopper se debe también a que más de uno se encuentra a sí mismo en sus cuadros.
Los críticos destacan su carácter urbano y también el haber retratado como nadie ciertas esquinas de su país, tanto que el cineasta Win Wenders llegó a decir que “hay sitios de Estados Unidos donde pones la cámara y te sale un cuadro de Hopper”.
Hay más: la luz del amanecer y del anochecer (tierras fronterizas), la figura que es casi sombra mirando por una ventana, ese algo indefinible que nos contagia de una serena aflicción. Algo dolió mucho en esas vidas antes de que Hopper las pintara. Como en laCasa junto a las vías del tren, a primera vista serena, pero con un ruinoso e inquietante algo. Detrás de la simpleza (comprensible, popular, cercana) que aparentan los cuadros, hay desasosiego, sombra y misterio. Hay algo que recuerda a las prisiones, pero también un erotismo discreto que lo tiñe todo de palo de rosa, el color de la ropa interior de todas sus mujeres: el perverso atractivo del que sufre.
Del universo pictórico de Hopper dice Alain de Botton en El arte de viajar: “El aislamiento vuelve a tornarse conmovedor y seductor”. Por eso, a su nombre lo suelen acompañar dos epítetos: “El pintor del cine” y “El pintor de la soledad”. Los dos, en realidad, son la misma cosa.
El Hopper más conocido, el de la madurez, lo que hizo fue encuadrar, como si de un fotograma se tratara, escenas de una película ya no triste, sino más bien desesperanzada, melancólica, inconclusa, transmitiendo eso que dice Ítalo Calvino: “La melancolía es la tristeza que ha adquirido ligereza”. De eso hay mucho en estos cuadros. De eso hay todo. Resulta casi dolorosa la necesidad de conocer la historia que hay detrás del instante preciso que captó el pintor.
Mujer sola frente al sol
En Hopper hay más preguntas que respuestas, más inquietudes que plácida contemplación, más que lo que vemos. El pintor era un gran lector (llegó a vincular su pintura al teatro de Henrik Ibsen) y se nota: es imperiosa la necesidad de escribir la historia que hay detrás del cuadro y a ella han sucumbido narradores y poetas. Su más famosa ‘hermana’ literaria es la también norteamericana Joyce Carol Oates que escribe seres despiadadamente solos en una ciudad despiadada. Como los de Hopper, los personajes de Oates, mujeres sobre todo, están siempre solas, masticando decepciones, aunque estén acompañadas.
Hablemos de mujeres. De Josephine Nivison, la esposa de Hopper, también pintora aunque menor: su página en la Wikipedia tiene cinco líneas, cuatro de ellas dedicadas a su marido. Josephine, Jo, fue la modelo de casi todas sus obras porque, según se dice, los celos la carcomían y no quería que su marido pintara a nadie más. De ese matrimonio inhóspito, pleno de desencuentros y peleas, surgen cuadros de aburrimiento y apatía como Habitación en Nueva York (1932), Hotel junto a un terraplén de ferrocarril (1952) yMañana en una ciudad (1944). El viejo cansancio, que cae como polvo en una casa abandonada, sobre los matrimonios.
Una trilogía especialmente conmovedora es Habitación de hotel (1931), Casa al anochecer (1935) y Sol en el segundo piso (1960), resumen de todo lo que se ha dicho y escrito sobre el pintor norteamericano: soledad, desasosiego, cine, luz, espera, duda, historia, melancolía. Pero seguramente ninguno de estos adjetivos gustaría a Hopper. Él insistía: “Si pudiera decirlo con palabras, no habría razón para pintarlo”. Es así: lo que he hecho en esta crónica, lo que hacen todo el tiempo los que escriben sobre la obra de Hopper, es dar vanos palazos a esa certeza.