Homecoming & Julia Roberts & Ella & Yo.

Por Juan Fernando Andrade.

Edición 442 – marzo 2019.

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La primera temporada de HOMECOMING, estrenada el año pasado en Amazon, dejó al público atento y despierto. Es una pesadilla que se desenrolla de a poco, con sutileza y estilo, pero pesadilla al fin y al cabo. Y es también la obra que nos ha hecho volver a ver a Julia Roberts, ahora con respeto.

Hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana, tuve una novia que, cada vez que peleábamos, me recordaba que a ella la gente le decía que se parecía a Julia Roberts (más específicamente, cuando se reía mostrando todos los dientes), como si a un hombre como yo, más bien nerd, gor­do y patucho, pudiera ocurrírsele pelear con Julia Roberts en vez de arrodillarse y agradecerle al cielo por su existencia. Pero ese argumento jamás se hizo carne en mí, odiaba a Julia Roberts desde la adolescen­cia, porque había visto varias de sus pelí­culas en el plan de acompañar a mi mamá (nadie más en la familia se sometía a la tortura), y porque para mí ella representa­ba todo lo que puede estar mal con el cine: vender mentiras, hablar de la vida como si fuera fácil, poner la belleza por encima del carácter y la moral. Para mí Julia Roberts era, y odio usar este término pero qué le vamos a hacer, el rostro más poderoso y vi­sible y colonizador del imperialismo yan­qui. Yo no conocía mujeres así en la vida real ni me interesaba conocerlas.

La película favorita de esa novia era Notting Hill, me acuerdo que tenía el guion en una edición original que le había regalado el novio con el que había estado antes de mí, así que cada vez que veía ese librito me daban ganas de destriparlo, por Julia Roberts, que aparecía en la portada, sí, pero también por el ex, que era un diz­que poeta que usaba cuellos de tortuga y se levantaba las solapas de las chompas, hecho el bacán, (¿quién te crees?, ¿Elvis?). Además de Notting Hill, que vi solo una vez y ya porque a cierta edad uno hace lo que sea, lo que sea, para estar acosta­do con su novia en la misma cama o en el mismo sofá, metiéndole las manos por debajo de la ropa, vimos juntos Mona Lisa Smile, y creo que ella lloró y yo vomité. Pero, como ya he dicho, estaba familiari­zado con la obra protagonizada por Julia Roberts gracias a mi mamá. Había visto, que yo recuerde, Pretty Woman, Flatliners (que me parecía genuinamente buena), Everyone Says I Love You (el musical de Woody Allen, que todavía me gusta), My Best Friend’s Wedding (en la que Came­ron Diaz le roba a Julia Roberts no solo el amor de un hombre sino también la pan­talla) y Runaway Bride.

O sea que Julia Roberts era, desde antes de conocer a esa novia y contra mi volun­tad, un elemento gravitante en mi vida, y el referente de belleza de finales del siglo XX: aunque para mí ese puesto solo lo pueda ocupar, desde siempre y para siempre, Wi­nona Ryder (si tú me dices ven, Winona, lo dejo todo). Y digamos que había llevado esta condición más o menos en paz hasta el año 2000, plena fractura del siglo, cuando se estrenó Erin Brockovich. Vi la película, me gustó, conecté y empecé a pensar que después de todo había esperanza para Ju­lia Roberts, que podría redimirse de ahí en adelante: y, todo hay que decirlo, lo ha hecho un par de veces, al menos en Closer, Charlie Wilson’s War y August: Osage Cou­nty. Pero al año siguiente, cuando ganó el Óscar a mejor actriz, dejando en la carre­ra a Ellen Burstyn, que se lo merecía por Requiem for a Dream (sí, es una cinta que solo funciona cuando eres joven e impre­sionable, pero igual), mi odio hacia Julia Roberts se radicalizó por completo. No era su culpa, era culpa de la Academia, es cier­to, pero era su rostro, sus ojos demasiado grandes, sus labios demasiado extensos, su sonrisa demasiado amplia y demasiado pa­recida a la de mi novia.

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En Homecoming pasan muchas co­sas, pero no estamos seguros de qué pasa exactamente sino hasta ya muy metidos en los diez capítulos de la primera tempo­rada, de media hora cada uno. Al princi­pio, quizá hasta la mitad, solo contamos con unas pocas certezas. La historia está contada en dos tiempos y en dos forma­tos, una parte sucede a comienzos de 2018, y se ve en pantalla completa; la otra, arrinconada en un claustrofóbico rectán­gulo que recuerda a los videos registrados en celulares, sucede en un supuesto pre­sente que, metafísicamente hablando, solo podría ser este momento, el momento en que escribo esto, el momento en que alguien lo lee. En el tiempo pasado, el personaje principal, Heidi Bergman (Ju­lia Roberts), es una psicóloga que trabaja para una agencia relacionada con el Go­bierno americano, asistiendo en terapia a soldados que acaban de volver de algún conflicto, pacientes con trastorno de es­trés postraumático, con el propósito de ayudarlos a reinsertarse en la sociedad civil. En el tiempo presente, Heidi es ca­marera de un restaurante, parece infeliz, vacía, y no recuerda haber trabajado nun­ca como psicóloga.

En esta serie la narrativa es no lineal, salta de un tiempo al otro, de un formato al otro, así que la información nos llega por cuentagotas y lo que nos mantiene en pie es una especie de confusión, un mareo pun­zante hecho de sospechas, que de a poco se van transformando en la confirmación de una verdad incómoda. ¿Será? No, no puede ser. ¿Será? La puta que me parió. Ya desde ahí hay un riesgo asumido con valor, ahora que la mayoría de series hace lo que sea, lo que sea, para mantener al especta­dor colgado y dependiente, cortando sus capítulos en momentos clave que a veces se resuelven con honor y otras veces simple­mente se las arreglan para encajar, Home­coming se atreve a soltar, yo diría que inclu­so se expone a que el público la abandone a falta de señales que entreguen respuestas inmediatas a sus interrogantes. Se habla de la guerra, pero no hay balas ni flashbacks a escenas de combate; se habla de heridas mentales, pero no hay cicatrices a la vista ni alucinaciones; se habla de manipulación cerebral, pero no hay, hasta el final, detalles contundentes.

Homecoming progresa como un thriller de la vieja escuela, retro, vintage; la crítica ha usado el tan manoseado término hitcht­cockneano para definirla, promocionarla y defenderla, pero Hitchcock hacía películas y estaba en la obligación de moverse un poco más rápido. Homecoming no tiene prisa y a veces desespera porque, ya lo dije, nos han acostumbrado a la efervescencia de lo in­mediato: listo al instante para actuar al ins­tante. Ahora bien, Sam Esmail, cocreador de la serie (también creador de la exitosa y desequilibrante Mr. Robot) y director de los diez episodios liberados hasta ahora, apro­vecha esa quietud para andar a sus anchas, filma como si se tratara de cine y no de TV, con planos largos, elaborados, sofisticados, que a ratos parecerían ser solo una forma de vanidad o una herramienta de distracción, pero que construyen la atmósfera total de la serie, imponiendo una distancia entre noso­tros y los personajes que, a su vez, nos dan ganas de romper la pantalla, saltar al interior de la historia y rescatarlos.

Homecoming partió como un podcast, ensamblado con llamadas telefónicas, se­siones terapéuticas y conversaciones aje­nas que se escuchan por encima del hom­bro. Y la versión, digamos, visual, le hace justicia y hasta le rinde tributo dedicando secuencias enteras al sonido y a la músi­ca. En la banda sonora (el playlist está en Spotify y lo recomiendo íntegro) coin­ciden compositores arrolladores como Pino Donaggio y Sarah Davachi; figuras de la cultura pop como The Alan Parsons Project y Leonard Cohen, y gente de la industria como David Shire (sus piezas en piano, tomadas de la cinta La conver­sación, de Coppola, te secuestran cuando las escuchas) y el cineasta y compositor y maloso John Carpenter, de quien suenan temas compuestos para su película La nie­bla. Así que todo aquí sabe a cine, hecho con un tipo de integridad y distinción que podría llenar la pantalla grande cualquier día, y a costa de la complicidad que de­bemos y exigimos a los cuentos que nos hacen desaparecer porque en ellos solo importan los demás.

El único personaje que parece saberlo todo, incluso cómo mantener en su sitio al pasado y al presente, es Colin Belfast (Bobby Cannavale), el jefe de Heidi en el programa de terapias, y es también el úni­co que se mueve a la velocidad que exigen las circunstancias: siempre que aparece, por lo general hablando por teléfono, está caminando o corriendo hacia alguna par­te, como si un desastre inminente estuvie­se posado sobre su cabeza y él intentara evitarlo o contenerlo de todas maneras. Colin Belfast vendría a ser una especie de Gran Hermano (aunque él también deba rendir cuentas), y en su juego, aparte de Heidi, están Thomas Carrasco (un gran Shea Whigham), un burócrata dispuesto a averiguar por qué Heidi fue separada del programa, y Walter Cruz (Stephan Ja­mes), el soldado por el que nos enteramos de que algo o varias cosas no andan bien. Son pocos personajes (tengo que mencio­nar a Sissy Spacek en el papel de la madre de Heidi, inmensa como siempre) y quizá hasta podrían sostener la historia encima de las tablas de un teatro, pero son los suficientes para hacer flotar una historia que juega con una premisa base, ¿es me­jor recordar, recordarlo todo, lo bueno y lo malo, la felicidad y el horror, y aceptar que estamos compuestos de nuestra vida entera y no solo de las partes que quisié­ramos escoger, u olvidar eso que desearía­mos que nunca hubiera pasado y seguir adelante como si nada, dispuestos incluso a transitar el horror de nuevo?

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Termino de ver Homecoming y siento ganas de llamar a esa novia. El arte, don­de yo encuentro la verdad y la belleza del mundo, puede claramente regarse por la vida y modificarla, provocar giros ines­perados. ¿Qué le diré? Un par de cosas: que Julia Roberts es el pico más alto de la serie; que este es sin duda el mejor papel de su carrera, por el que la recordarán los que no la recuerden por lo obvio; que en su rostro de Heidi Bergman, siempre per­dido como si acabara de despertar de un sueño o una pesadilla pero no supiera que ya despertó, hay una fuerza interpretati­va que nos deja verla y sentirla; que al fin, luego de todos estos años y todas estas pe­lículas, puedo ver su belleza, porque aho­ra, con la vida que le ha pasado por enci­ma, con arrugas desprendiéndose de sus ojos y esa gran sonrisa en franca picada, ha cobrado grosor emocional. Podríamos juntarnos, comentar la serie, y sería como una típica película de Julia Roberts, una dizque-comedia-dizque-romántica en la que ella se encuentra con un antiguo no­vio y los dos vuelven a enredarse.

Escribo un mail, pero antes de escri­birlo, pienso en preguntarle a esa novia si, de poder, borraría de su memoria los re­cuerdos que tiene de mí si es que aún los tiene, como intentan hacer los personajes de Eternal Sunshine of the Spotless Mind. Yo creo que no lo haría, porque aun cuan­do nos hacíamos daño nos estábamos amando, siempre una más que otro, otro más que una; a veces, cuando el mundo se abría, los dos al mismo tiempo y con la misma intensidad. Pero pienso en Uno, el tango, y recuerdo que hay que olvidar, hacia el final la letra dice: “si yo tuviera el corazón/ el mismo que perdí/ si olvidara a la que ayer/ lo destrozó/ y pudiera amar­te/ me abrazaría a tu ilusión/ para llorar tu amor”. Y pienso también en miles de soldados americanos regresando a su país después de Vietnam, de Iraq, de Afganis­tán, (¿de Venezuela?), de guerras/invasio­nes con las que no tuvieron nada que ver, y que no podrán borrar de las paredes de sus cráneos a menos que pase algo como lo que pasa en Homecoming. Olvidar para volver a vivir. Vivir para poder morir.

Nos vemos en un restaurante de sushi que, cuando éramos novios, solo nos po­díamos permitir muy de vez en cuando, para celebrar ocasiones especiales. Ella no puede creer que yo, yo, quiera hablar de Julia Roberts, que le esté haciendo propa­ganda, dice “a mí me gustaba Notting Hill”, dice “hace fu que no veo sus películas”, dice “a mí me decían que me parecía a Julia Roberts”. Comemos. Yo quiero hablar de Homecoming, partiendo por la nitidez de su pensamiento y el peso de las opiniones que genera. Ella no está tan interesada, pero me dice que verá al menos el primer capítulo si yo, “tan lindo”, le cruzo mi clave del Prime Video de Amazon, pero yo uso la de una amiga, y Dios sabe que es pecado compartir una clave que te han entregado como muestra absoluta de confianza. Ella habla de las obras de teatro del Nobel Ha­rold Pinter, de la música de Tom Waits (que antes odiaba y ahora ama con locura), y me cuenta que una vez fue a un concierto de Patti Smith, en un bar minúsculo de Nueva York, que todo el mundo estaba sentado en el piso alrededor de la cantante y que a ella le tocó sentarse al lado de Emma Watson, la Hermione de Harry Potter.

Ella ya no es esa persona que se refleja­ba y se proyectaba en Julia Roberts, ya no la necesita. Mejor así, supongo, aunque no deja de ser una pena en este momento. Nos despedimos con un abrazo. ¿Nos vemos otro día? “Sí, dale, me avisas cuando tengas chance”. De una, te aviso. Chau.

 

 

 

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