Hola, tengo un problema y necesito ayuda

Por Paulina Simon Torres.

Ilustraciones: Paco Puente.

Edición 460 – septiembre 2020.

Quizá ya hayamos hablado suficiente de este tema en particular, en público y en privado, con amigos y sobre todo con enemigos, pero si sigue siendo un tema, lo más probable es que no lo hayamos conversado lo suficiente todavía. Somos adictos al aparatito ese.

Es una tarde cualquiera de fin de semestre en línea. Mis hijos van a pasar la noche con su abuela, y mi esposo y yo seremos libres para estar juntos. En cuatro meses de cuarentena nos hemos visto mucho, todos los días, todas las horas, quizá nos hemos visto demasiado: pero hemos hablado muy poco.

Conversar es fundamental en nuestra relación. Chismeamos un poco, nos ponemos al día en la vida de familiares, amigos y alumnos. Evaluamos nuestra situación emocional, síquica, económica. Yo hago reclamos domésticos, él se ríe. Hacemos un repaso al día de cómo nos están saliendo los hijos y a veces, en este segmento, lloramos: a veces de alegría, a veces no. Hablamos de la historia del siglo XX, nuestra obsesión. Él me cuenta de una película, yo de un libro; hablamos de rock e inspeccionamos nuestros hábitos alimenticios mientras repetimos helado y café.

Esta vez hubo algo diferente en nuestra conversación. Él me oía y yo pasaba de un tema a otro sin sostener la atención en ninguno. Mientras él lavaba platos o tomaba café o arreglaba cosas en su escritorio, yo era un arma-semi-automática de información, temas, opiniones, ideas, emprendimientos, pequeños saberes… nada concatenado entre sí. En algún punto le dije: “Creo que estoy hablando demasiado”, a lo que él no respondió. Y seguí. Quizá era el entusiasmo de hablar sin mis hijos interrumpiendo cada palabra, el deseo de robarme toda su atención y soltarlo todo. Un cierto entusiasmo posiblemente auspiciado por la posición de los astros y mi posición en mi ciclo menstrual.

Después de horas, hemos visto el atardecer en la cocina. Finalmente me quedo en silencio o hago una pausa, creo. Me toma un buen rato recuperarme de haber hablado varias horas incontinentemente y parece como si mi marido al fin pudiera respirar también. Es verdad que soy una conversadora-intensa-pero-alegre, soy histriónica de un modo cómico, pero esta tarde parecía posesa. Cuando al fin me callo siento cómo salgo del trance.

Trato de recapitular y me cuesta trabajo. Cuánta dispersión en los temas, en el paso radical de una emoción a otra, en las imágenes fabricadas a medias, las historias inconclusas, las verdades que no lo son. Podría ser un síndrome adquirido en el confinamiento, pero creo que es algo más. Analizo. Aunque me cuesta llegar a una idea que tenga sentido, en un segundo de lucidez descubro lo que me ha pasado: mi conversación, mi estado alterado, la información que comparto está toda atada a mi consumo de tecnología y redes sociales.

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Es de noche cuando nos sentamos y empiezo a hablar de este tema. Estoy más calmada, empiezo a hablar pausadamente, frenando un poco la euforia, el impulso, el desvarío, y, cosa rara, también le dejo hablar a él. Hace falta decir que mi marido no consume redes sociales y tiene su teléfono siempre conectado en el mismo lugar, mientras escucha música.

Con esfuerzo capto que en mi comportamiento de esta tarde he replicado lo que implica mirar redes sociales durante muchas más horas de las que puedo contabilizar. El perpetuo scroll, del que me he vuelto una completa esclava, ha puesto mi cerebro en modo scroll también. Es como si mis dedos, al apretar levemente mi cerebro como la pantalla de un teléfono inteligente, hicieran el gesto este tan propio de nuestro tiempo: el índice y el medio (incluso solo uno) en un aleteo rápido de abajo a arriba y de izquierda a derecha. A esa misma velocidad (nanosegundos) entran en mi cerebro cientos de noticias, eventos, historias, comentarios y opiniones sobre los más diversos temas que, luego y de ese mismo modo, desordenados y mutilados, saldrán de mí como verdades universales.

En un día normal me levanto a eso de las 7:00, y aunque me he puesto la regla de no dormir con el teléfono en el velador, antes de buscar mis lentes salto de la cama a mi escritorio a buscarlo. Es mi primera actividad del día, mía y solo mía, porque los demás aún duermen. Me acuesto de nuevo y paso una hora haciendo scroll. Consumo Internet, creo que ni siquiera puedo decir que leo cosas, porque muchas veces solo las veo y aparentemente se quedan impregnadas en mi cabeza esas ideas a medio a leer, esos contenidos sin descifrar que después repito. Veo noticias; sigo todos los sucesos del feminismo; veo cosas sobre huertos, sobre películas, sobre gente que opina de política, sobre el uso de la bicicleta, memes de memes de memes que me llevan a “investigar” qué le pasó a Will Smith (su esposa salió con otro y están casados). Veo gente haciendo deporte, veo gente burlándose de eso, sé lo que comió alguna persona que no conozco en la vida real. Veo chanchos mascotas de veganos, veo mascarillas que contaminan el mar y cientos de ofertas de educación en línea; leo poesías, a veces completas, posteo cosas y noto por los comentarios que me hacen que muy pocos las leen completas. Veo que mercurio está retrógrado, no sé qué significa, pero lo repito en mi conversación porque suena gracioso y útil.

Me encuentro diciendo cosas como “Es que dicen que…”, generalizo, armo verdades uniendo fragmentos de cosas que ni siquiera sé si son reales, y las repito. He caído en prácticas que yo misma he criticado tantas veces: nadie debería compartir información no verificada. Pero en este punto, si los diarios repiten al día siguiente lo que leen en redes, ellos también han dejado de ser una fuente confiable.

Siento una alteración que, aunque propia de mi carácter, me supera. No es solo el repetir robóticamente temas vistos por ahí sin criterio, sin orden, sin sentido. Sino que también siento el caos en mi mente. Me duele un poco la cabeza. Me cuesta ordenar las ideas, profundizar en ellas. Ni siquiera termino de ver una historia en Instagram, que dura treinta segundos. ¿A quién le sobran treinta segundos? Siguiente siguiente siguiente. Me gusta, me importa, me enoja, me divierte. Nunca en la vida real he podido pasar tan rápidamente de una emoción a otra, en ningún contexto.

En una tarde me vuelvo un experimento. La mujer que vio su teléfono 87 (mil) veces en un día según una estadística poco fiable, y que se comporta como una extensión del mismo.

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Hace poco mi hijo menor tuvo un pequeño colapso nervioso y, después de mucho análisis, detectamos que fue porque ese día, en particular, le habíamos permitido usar el celular para jugar mucho más tiempo que otros días. Estábamos ocupados.

Eso formuló una serie de nuevas reglas en casa, pero que aparentemente solo aplican a los niños. Según los estudios en niños y adolescentes (ninguno concluyente porque se han empezado hace muy poco) se habla de daño cerebral, tumores, además de los evidentes cambios radicales de comportamiento, ánimo y humor. Se habla de cómo los aparatos generan ansiedad y crisis de abstinencia. Lo he presenciado y eso que mis hijos tienen un consumo limitado (creo). Sin embargo, no lo había podido ver en mí. Me ha bastado con esta tarde de cortocircuito cerebral para darme cuenta de que padezco de ansiedad y confusión por el uso de aparatos, en especial del teléfono.

Los adultos justificamos el uso constante del teléfono para todo. Si mis hijos me dicen: “Mamá, deja el teléfono”, les digo: “Es que estoy respondiendo algo urgente de trabajo”. Si estoy cocinando, estoy viendo la receta en el teléfono, y si estoy en la ducha, tengo el teléfono al lado porque pongo música, y si estoy jugando con mis hijos, tengo el teléfono a lado por si alguien me llama, y si voy a meditar, lo hago con el teléfono porque ahí tengo la app. No hace falta aclarar que ahí está todo el contacto social con el mundo externo, porque es 2020 y todos sabemos de qué se trata esto.

Pero existe una verdadera justificación para estar pendiente del teléfono, todo el día, hasta que tu cerebro empiece a reproducir el mismo comportamiento disperso: pasar del correo al Facebook, a las fotos, al mail de nuevo, al WhatsApp, una llamada, la música, Facebook de nuevo, Messenger, todo esto en un gesto compulsivo y vacío (aunque me encanta estar en contacto con las personas que quiero y leer sobre cualquier cosa y seguir tutoriales de manualidades, cocina, plantas, germinados). Y nada me devuelve la ansiedad de la demora del otro en responder, nada me quita la angustia de no entender el tutorial, ningún contenido logra sostener mi interés lo suficiente como para volverse un aprendizaje.

Tengo mis picos, como ayer, y tengo días enteros (nunca tanto) sin usar ni el celular ni la computadora. Pero, ¿cuánto de este uso plenamente adictivo al que me he entregado puede ya haber dañado mi cerebro de manera irreversible? No hay certezas. Cuánto tiempo me tomará recuperar mi habilidad de ejecutar una tarea completa sin interrumpirla para contestar un mensaje, hacer una foto, ver un meme. Me asusta pensar que mi ansiedad por responder, mi deseo de conexión, mi ser eficiente en mi trabajo, atenta con mis amigos, saber lo que sucede en el mundo a cada segundo, recibir validación de la comunidad y afecto instantáneo vaya a acabar con mi habilidad de pensar ideas enteras, formar un criterio, sentir una emoción de largo aliento, poner atención al aquí y al ahora.

Se me ocurre mirar en retrospectiva. Me desdoblo y me veo moviéndome en mi vida con el teléfono en la mano. Y me doy cuenta de que he tenido una mano ocupada durante varios años. Camino por la calle con el celular, no importa si es por música o por lo que sea. Manejo con el celular en la mano. (Yo sé lo mal que está esto).

Si reemplazara el celular por un cigarrillo o un vaso de vodka, para poder dimensionar la adicción y ponerla en perspectiva, he atendido y cuidado a mis hijos durante nueve años con un vaso de vodka en la mano, emborrachándome. Sea que les hiciera fotos, o que conversara con alguien acerca de ellos, o que trabajara mientras les cuidaba, el teléfono estaba ahí. Ha sido el otro integrante de mi familia durante todos estos años y su presencia se ha radicalizado en este tiempo de cuarentena. Ha dejado de ser el compañero “silencioso” y se ha vuelto el intruso, el que absorbe toda mi energía. Si hubiera sido vodka, en todo este tiempo alguien habría notado que era una madre alcohólica, y otro alguien habría hecho algo para detenerme. Pero como es el celular y no hay estudios concluyentes y el daño es invisible y es la puerta al mundo y es donde están mis amigos y es donde aprendo y es donde me cuento los pasos, entonces está bien.

Vi hace poco una película con Annette Bening que se llama Mujeres del siglo XX. Ella es entrañable, una madre hermosa, una mujer crítica de su tiempo, librepensadora y fumadora. Su hijo la mira y desde muy niño le dice: “Te estás matando, madre”. Ella lo evita. Su vida deja mucha huella en su hijo y en los demás, pero muere muy joven de cáncer de pulmón. En su tiempo no existía la claridad sobre el efecto del tabaco en la gente: hasta que empezaron a morir de eso y ya era un poco demasiado tarde para revertir el daño.

Mi hijo más pequeño esconde mi teléfono. ¿Travesura o llamado de atención? Nunca confesó haberlo hecho, pero todos supimos que lo hizo y solo me lo devolvió doce horas después, cuando vio que yo lloraba inconsolable.

¿Por qué lloraba? Porque había dejado alguna conversación sin responder, porque debía ver algo urgente pero no recordaba qué era… lloraba porque tenía una crisis de abstinencia y era incapaz de ver el gesto de mi hijo; como Annette Bening es incapaz de ver el gesto del suyo cuando intenta romper su cajetilla de cigarrillos.

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Soy Paulina, y soy adicta a mi celular.

Soy una madre amorosa, una mujer trabajadora, una ciudadana promedio. Pero mi consumo me está empezando a devolver una imagen de mí que desconozco. Tengo un problema y necesito ayuda.

Pensar en esta adicción me recuerda a John Lennon y Yoko Ono, a su conocida adicción a la heroína y su consecuente rehabilitación, para la que decidieron no buscar ayuda sino simplemente parar y sufrir en silencio su crisis de abstinencia.

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