Los humanos siempre hemos puesto los ojos de nuestra curiosidad sobre el cielo. Por eso, en 1609, cuando Galileo presentó su telescopio de ocho aumentos y, con él, la posibilidad de ver más allá del Sol, la humanidad se enfrentó a una revolución que hizo tambalear sus convicciones religiosas y científicas.
Galileo, el Sol y la Iglesia
Por supuesto, el uso de lentes ya se conocía. Por ejemplo, en el Renacimiento se combatía la presbicia y la miopía con lentes convexos y cóncavos respectivamente.
Sin embargo, matemáticos e inventores de los siglos XVI y XVII empezaron a combinar ambos tipos con el fin de alcanzar distancias imposibles para el ojo humano. Aunque el mérito del invento original se pierde en discusiones demasiado largas y patrioteras, todo indica que Galileo “robó” la idea a los holandeses.
Al enterarse de su éxito parcial ―que no recibió la patente del Gobierno neerlandés―, Galileo diseñó su propio telescopio que, se cree, originalmente, tenía como base un tubo de órgano. Este aparato era más bien rudimentario y fue hijo de una sola noche en Padua.
Luego, se dedicó a perfeccionarlo hasta que fue capaz de fabricar uno con una serie de lentes que mejoraban alcance y aumento. Finalmente, lo presentó en Venecia, en la plaza de San Marcos, ante una multitud fascinada porque el artilugio hizo que la isla de Murano, a dos kilómetros y medio de distancia, pareciese estar apenas a trescientos metros.
La hazaña le valió un generoso aumento de sueldo, así que Galileo pudo dedicarse a experimentar. Llegó entonces a colocar 33 lentes en un solo tubo y con ellos vio las manchas del Sol, la imperfección de la superficie lunar y unas “asas” en Saturno ―los anillos―. Pero el descubrimiento más importante fueron los satélites de Júpiter que le daban la apariencia de un pequeño sistema solar, reforzando así sus sospechas de que no todo giraba alrededor de la Tierra.
Aquello era un desafío a la Iglesia y a siglos de filosofía basada en el modelo geocéntrico formulado por Claudio Ptolomeo, además de un apoyo tácito a Copérnico (1473-1543), polaco del siglo anterior que había formulado un modelo astronómico en el que los planetas giraban alrededor del Sol en órbitas redondas.
Mientras Copérnico tuvo la fortuna de morirse el mismo año de la publicación de su gran obra, Galileo vivió lo suficiente para que sus trabajos encendiesen las llamas del Santo Oficio.
Ya al servicio de la Florencia de los Medicis, Galileo llegó a visitar Roma invitado por el cardenal Maffeo Barberini, donde entusiasmó a los académicos y miembros del consejo cardenalicio, mas, al publicarse su tratado Siderus nuncius, los resultados provocaron indignación porque parecían apoyar experimentalmente a Copérnico.
Tras una serie de cruces entre partidarios y enemigos, el Santo Oficio convocó al astrónomo en febrero de 1616; el resultado fue la condena de la teoría copernicana por “insensata, un absurdo de la Filosofía y formalmente herética”, aunque absteniéndose de tocar al científico.

Él continuó su trabajo silenciosamente hasta la ascensión del cardenal Barberini al solio papal en 1623. Bajo su protección y la del gran duque Fernando II de Medici, arremetió una vez más contra el geocentrismo de Ptolomeo; su Diálogo sobre los principales sistemas del mundo de 1632 se transformó en un escándalo inmediato, tanto por su contenido como por haberse publicado en lengua vulgar en vez de latín.
En 1633 se inició el juicio y, bajo amenazas de tortura, Galileo abjuró de su creencia para que le cambiaran la pena capital por la de prisión domiciliaria perpetua. Ciego, murió en 1642.
Aberración cromática
El uso de lentes en los telescopios evidenció un problema: la aberración cromática, un tipo de distorsión óptica provocada por la imposibilidad de un lente para enfocar todos los colores en un solo punto.
Para combatirla algunos, incluyendo el propio Galileo, habían pensado en reemplazar el lente objetivo por un espejo, pero fue el germano nacionalizado británico Friederich Wilhelm Herschel, William, quien se enfocó en su desarrollo.
Militar desde los diecinueve años, se estableció en Inglaterra luego de abandonar el Sacro Imperio Romano Germánico horrorizado por la guerra de los Siete Años. Allí, se dedicó a la música y sus habilidades le valieron plazas como profesor, organista y director de orquesta en Bath.
Su vida hubiera continuado entre oboes y catedrales, si el tratado Astronomía de James Ferguson no hubiera caído entre sus manos en 1773. Inspirado por su lectura, emprendió la fabricación de telescopios que superasen a los de refracción. Con ese fin, optó por los espejos, seguro de que el futuro de los cielos dependía del reflejo y no del aumento.
Mientras calculaba y construía, hizo su gran descubrimiento en 1781: un cuerpo extraño y distante que, al principio, pensó se trataba de un cometa y que resultó ser un nuevo mundo.
Originalmente, lo llamó Jorge en honor al rey que acababa de perder sus colonias en América del Norte, pero pronto la comunidad científica prefirió Urano para mantener la coherencia con el resto de sus vecinos.
Hasta entonces el planeta había sido visto por lo menos por una veintena de astrónomos, pero nadie lo catalogó como tal, ni siquiera Galileo, quien creyó que se trataba de una luna más de Júpiter.
El telescopio reflector de Herschel tenía una distancia focal de dos metros y una apertura de 160 milímetros, usaba espejos en vez de lentes y las observaciones que llegaron a dar con Urano se hicieron desde el patio trasero de su casa. Los astrónomos confirmaron el hallazgo y el rey de inmediato lo nombró miembro de la Real Sociedad de Ciencias.
Con el salario que aquello le garantizaba, abandonó la música para dedicarse a la ciencia, descubriendo nuevas lunas en Saturno y en Urano, así como el desplazamiento del Sol que arrastra consigo al resto de planetas del sistema.

Apoyado por su hermana y el rey, empezó la construcción del primer telescopio gigante en 1789: el Gran Cuarenta Pies. Con una distancia focal de doce metros y un espejo primario de 120 milímetros no fue superado en tamaño por casi un siglo. La dificultad para manipularlo hizo que su propio creador prefiriese siempre su invento previo, pese a la nitidez del otro.
Herschel falleció en 1822, tenía 84 años, cifra que es exactamente la misma del período orbital del planeta que descubrió, así que este se encontraba en el mismo sitio durante su nacimiento y muerte.
Telescopios espaciales y el gran salto al vacío
El Hubble es un telescopio espacial que costó 2800 millones de dólares y cuando se lanzó al vacío del espacio tenía una pequeña falla en el pulido de su lente primario ―cuatro centésimas de milímetro―, suficientes para que las aberraciones esféricas provocaran una distorsión en las imágenes que solo pudo solucionarse tres años después con una misión tripulada.
El aparato tiene una masa de once toneladas, su longitud es de trece metros y el diámetro máximo poco más de cuatro. Ya nada tiene que ver con los aparatos analógicos del Renacimiento: es computarizado, tiene paneles solares para abastecerlo de energía, motores, equipos de refrigeración…

El aparato requiere mantenimiento constante para que sea preciso, de modo que los astronautas lo han visitado en diversas ocasiones para hacer ajustes y reemplazar partes.
La paradoja es que su gran tecnología lo hace más vulnerable a errores que sus ancestros: el 13 de junio de 2021 la computadora de carga útil presentó un fallo inesperado, por la que la central, como protección, puso en reposo a todos los instrumentos científicos del telescopio. El equipo de millones de dólares ya no emitía imágenes.
Cuando se construyó el Hubble, se colocaron todos los componentes por duplicado, sin embargo, la computadora de seguridad no se había utilizado desde su instalación en 1990 y los científicos del siglo XXI sencillamente no tenían claro cómo hacerla funcionar. Fue necesario sacar de la jubilación a los funcionarios de la NASA de treinta años atrás para, conjuntamente, ponerlo en marcha de nuevo.
Las imágenes enviadas por este telescopio han sido fundamentales para la búsqueda de agujeros negros, planetas, galaxias tan distantes que quizá ya no existen cuando las vemos.
De todas maneras, este, el James Webb, y sus ancestros no son importantes por su precisión o por las fotografías que nos dejan, sino por las conclusiones que, más allá de la ciencia pura, tienen que ver con la filosofía: el tamaño de nuestra especie es apenas el de un fragmento diminuto en un tejido inconmensurable; entonces, nuestra existencia es insignificante y casual, de manera que solo de nosotros depende darle un sentido.